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– ¡Papá! -Sostuvo entre los brazos el cuerpo inmóvil-. No te mueras. No puedes morir, viejo estúpido.

El viejo Tonneman se movió y, sin abrir los ojos, murmuró:

– No es respetuoso llamar a tu padre «viejo estúpido».

Peter echó a reír, aliviado. Su padre no estaba muerto.

– ¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?

– Herido no, sólo viejo. Y sin aliento. Y… -Se llevó la mano al pecho y añadió-: El reloj no hace tictac como debería.

– Me alegra saber que seguirás un tiempo por aquí. Hay una boda a la que quiero que asistas. -Abrazó a su padre.

– Será un placer.

– ¿No es encantador?

Ned avanzó hacia ellos. Podría haber saltado y rajado una garganta tras otra en un abrir y cerrar de ojos, pero pensó que sería más divertido deshacerse de los dos hombres al mismo tiempo. ¿Y para qué estaba la vida, sino para divertirse? Y para disfrutarla. El cuchillo destelló al sol.

– ¡Corre, papá, corre!

Peter se abalanzó sobre las piernas de Ned. Éste trató de alcanzarlo con el cuchillo y falló, pero con la bota izquierda dio con carne y huesos; se oyó un sonido gratificante, como el de una rama al partirse. Estaba seguro de haber roto las costillas de al menos uno de los cabrones. Allí estaba, tendido de espaldas, esperando el cuchillo.

El viejo Tonneman lo golpeó con todas sus fuerzas. La roca no cayó sobre la cabeza de Ned, sino sobre sus enormes hombros, antes de rebotar. El golpe había sido débil, pero bastó para que Ned soltara el cuchillo. Éste arrojó al anciano al barro con un revés y luego agarró a Peter por el cuello.

Noah vio a los tres hombres pelear en el barro delante de la casa de Jamie. Consciente de que no tenía otra elección, condujo a Copper a toda velocidad hacia ellos. Dos hombres yacían en el barro, y sólo uno permanecía de pie, tambaleándose.

Copper, resoplando y exhalando vaho, volvió la cabeza y retrocedió para esquivar el cadáver. Jake y Noah se apearon del carruaje, y este último tranquilizó al caballo con palmadas y susurros.

Jake echó un vistazo al cadáver del gran Ned. Después pasó por encima de él moviendo el cigarro entre los dientes.

– Jamie está allí dentro -informó Tonneman señalando la casa- Con Charlie Wright. Charlie ha muerto, y también George Willard. Jamie pagó para que mataran a Brown y Quintin.

Jake observaba el cadáver destrozado de Ned.

– Me lo figuraba.

– Yo también.

– Y a Emma Greenaway y Gretel Huntzinger -prosiguió Tonneman. Meneó la cabeza- No importa; eso pertenece al pasado. Debería estar enterrado.

– Acompáñame, alguacil -ordenó Jake-. Es el momento de entrar y arrestar al asesino.

– ¡Un momento! -exclamó Tonneman-. Hay alguien más con Jamie.

– ¿Quién?

– No lo creerás… Aarón Burr.

El alguacil mayor quedó tan sorprendido que partió el cigarro por la mitad y se mordió la lengua.

Jake aporreó con el bastón la puerta principal y ésta se abrió.

– ¿Señor? -preguntó Stevens con cautela.

Jake entró a grandes zancadas, seguido de Peter.

Noah, que raras veces los acompañaba, también los siguió. No quería perderse el espectáculo.

Jake pasó por encima del primer cadáver. John Tonneman aseguró que era Charlie Wright, a pesar de que la sangrienta masa en que había quedado convertida su cabeza era irreconocible. El otro cadáver pertenecía al joven George Willard. Tonneman lo sintió en el alma por la pobre Abigail.

– Maurice Arthur Jamison. -Jake recorrió con la vista la carnicería, horrorizado-. Quedas detenido por planear los asesinatos de Thaddeus Brown y Quintin Brock. ¿De qué te servirá ahora el dinero? No escaparás de la soga.

Jamie contempló su imagen en un deslumbrante espejo, se echó hacia atrás un mechón de cabello suelto y se ajustó la corbata. Alzando el vaso hacia Tonneman y Jake Hays, bebió y lo arrojó a la chimenea. Se hizo añicos con un tintineo y un susurro. Acariciando con los dedos la segunda pistola, sonrió.

– Para Maurice Jamison, la pistola que mató a Alexander Hamilton servirá. -Se llevó el cañón a los labios-. En fin, después de todo, moriré como él murió. -Se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.

Burr paseó cauteloso entre los cadáveres, la sangre y la materia fecal. Examinó el arma junto a la mano de Jamie.

– No era ésta, sino la otra pistola, Jamie. Siempre fuiste imbécil e irritante.

Se produjo un profundo silencio.

John Tonneman clavó la vista en el cuerpo destrozado de su viejo amigo.

– Ah, Jamie, ni siquiera el divino perfume de Caswell-Massey número 6 puede disimular ahora tu infame olor.

Aarón Burr se volvió hacia Jake Hays.

– Me alegra volver a verte, alguacil mayor.

Jake inclinó la cabeza, cortés.

– Señor…

– ¿Cómo están tu encantadora esposa y tus hijos?

– Muy bien, señor.

– ¿Y mi joven tocayo?

– Estupendamente, señor.

– Bueno, entonces la Providencia ha sido generosa contigo, Jacob.

– Le debo toda mi vida de trabajo, señor. Estoy en deuda con usted. Sin embargo, he dado mi palabra de defender la ley.

– Tu reputación se conoce incluso en Francia, alguacil.

– Hay muchas cosas que hacer aquí. Si mientras estoy de espaldas, usted desapareciera, ¿qué podría hacer yo? ¿Y quién me creería si asegurara que usted se encontraba aquí? -diciendo esto, Jacob Hays, alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, volvió la espalda al hombre cuyo nombre había puesto a su hijo.

Aarón Burr inhaló el fétido olor, miró desesperado la alfombra persa y el hermoso par de pistolas que lo habían llevado a la ruina y… sonrió. Era demasiado ridículo para no hacerlo.

– ¡Agárrame! -exclamó, y se apresuró a salir por la puerta trasera.

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New-York Evening Post

Febrero de 1808

52

Miércoles, 10 de febrero. Inmediatamente después del atardecer

Dos guardias nocturnos encendían las farolas de Broadway. Tonneman se sentía impaciente por regresar a casa. Empujó suavemente al tranquilo Sócrates, que lo esperaba ante la entrada de Richmond Hill. El animal resopló y movió la testuz en un gesto equino de asentimiento, ensanchando los ollares.

Tonneman cabalgaba por John Street en dirección a su casa, cuando un caballo desbocado, tirando de un carro que había perdido una rueda, pasó galopando por su lado en dirección a Broadway. Si había un conductor, Tonneman no lo vio. De pronto se oyeron las campanas de incendio.

Se trataba de un sonido estridente que resultaba aún más terrorífico por el inconfundible olor del fuego y el silencio que siempre seguía a la primera alarma.

Entonces empezaron los gritos. La brigada de bomberos, compuesta por ciudadanos voluntarios, apareció corriendo; en los muelles, otros voluntarios llenaban cubos de agua en East River y los depositaban en el carro.