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Un miedo cerval se apoderó de Tonneman al ver qué dirección tomaba la brigada de bomberos. Rutgers Hill. Espoleó a Sócrates para que avanzara más deprisa. El caballo relinchó, tan asustado como el jinete. El humo llenó el aire y cubrió el cielo cada vez más oscuro.

A medida que se aproximaba a su casa, las cenizas caían sobre él como granizo caliente, chamuscándole la ropa y quemándole la piel. Se detuvo, desmontó y se apresuró a atar a Sócrates a la barandilla de los Bernhardt. No lo ató muy fuerte; no quería que, si las cosas no iban bien, el caballo muriera abrasado.

Un grupo de mujeres y niños se había congregado delante de la casa de Bernhardt; las mujeres montaban guardia con cubos de agua, los niños con bolsas para rescatar del fuego todo cuanto fuera posible, y trapos húmedos para apagar las ascuas. Volvieron a sonar las campanas de incendio.

Como cuando Tonneman era joven, aún se pedía a los neoyorquinos que guardaran cubos de cuero y bolsas de trapo en los vestíbulos de sus casas. La ley indicaba que, si estallaba un incendio, los ciudadanos debían acudir corriendo con sus cubos llenos de agua y bolsas de trapos, a fin de ayudar a rescatar la propiedad de las víctimas.

– ¡Gracias a Dios que está usted aquí, doctor! -exclamó la señora Bernhardt en medio del repique de las campanas.

El resplandor de las llamas que se elevaban de la casa de Tonneman iluminó la colina.

– ¿Mi esposa? ¿Mis hijas? -vociferó él.

– No las he visto. Tal vez…

Tonneman no esperó a escuchar el resto.

El sudor corría por su rostro manchado de hollín. No reconocía a ninguna de las personas que atestaban la calle y los alrededores. Por suerte los carros de incendio se movían tirados por caballos; no eran las reliquias arrastradas por hombres de su juventud. Y con el deshielo tan impropio de la estación, el agua no se congelaría. Tal vez…

Había creído que volvía a ser el joven doctor Tonneman hasta que sintió el familiar dolor que le oprimía el pecho. Aminoró el paso y trató de respirar en medio del humo. Impotente, observó cómo la cocina de su casa era engullida por las llamas. Le caían ascuas ardientes, mofándose de él. Los hombres gritaban y corrían de un lado a otro.

Los bomberos apuntaron las dos mangueras al tejado, y las llamas rugieron cuando el agua las golpeó. Tonneman seguía buscando a su familia. Le escocían la nariz y la garganta a causa del humo, y le lloraban los ojos.

– ¡Mariana! -llamaba una y otra vez.

– ¡Papá!

Con el rostro negro de hollín, Leah estaba casi irreconocible. Se hallaba al otro lado del camino, sana y salva. Corrió hasta ella tan deprisa como pudo, alegre y temeroso a la vez. ¿Dónde estaba Gretel? ¿Y Mariana?

La calle aparecía casi tan iluminada como en pleno día debido a las lámparas y el fuego voraz. Al acercarse a su hija menor, vio que la muchacha frotaba con suavidad el brazo de Micah. A pesar del humo, el olfato, antes que la vista, le indicó que Leah restregaba grasa de pollo derretida en la quemadura que la criada presentaba en el brazo. Ésta lloraba.

– Estate quieta, Micah -ordenó Leah, severa. Su pequeña doctora, pensó Tonneman. Las dos jóvenes se hallaban sentadas en un par de sillas de la cocina, como si aún se hallaran en esa estancia.

Tonneman examinó el brazo de Micah.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó a su hija-. ¿Y Gretel?

– Mamá…

– Yo no quería… -balbuceó Micah. La joven había perdido la mayor parte del cabello, las pestañas y las cejas. La quemadura del brazo no era grave, pero sí las ampollas que presentaba en el rostro.

– Leah,Sócrates está atado delante de la casa de los Bernhardt -explicó Tonneman-. Ve a buscar mi maletín. Es preciso que le apliquemos ungüento de pamplina en la cara y el brazo.

Su hija entornó los ojos y, limpiándose las grasientas manos en la chamuscada falda, preguntó:

– ¿Lo he hecho mal?

– No, lo has hecho divinamente. Pero hemos de hacerlo aún mejor. ¿Y tu madre? Dime.

– No estábamos en la casa cuando estalló el fuego -respondió Leah.

Tonneman dejó escapar el aliento que ignoraba había contenido. El dolor de su pecho se atenuó.

– Ahora corre.

Mientras su hija se apresuraba a cumplir sus instrucciones, Tonneman se volvió para recorrer con la mirada a la multitud. Las quemaduras debían ser lavadas primero con té frío, pero hacía lo que podía. De pronto recordó las palabras de Micah.

– ¿No quería qué? -preguntó distraído, buscando con la vista, al tiempo que envolvía a la muchacha en una mugrienta manta gris que encontró a sus pies-. ¿Dónde está la señora Tonneman? ¿Dónde está Gretel? ¿Están bien?

Antes de que la joven pudiera responder, se oyó un grito entre la multitud cuando una gran lengua de fuego se extendió de la casa al cobertizo. Los voluntarios lograron contener la nueva amenaza, y el cobertizo se salvó. Por el momento.

Una mirada hacia el norte tranquilizó a Tonneman. Su hija Gretel se hallaba a menos de seis metros en compañía del abogado Isaac de Groat, que la rodeaba con el brazo de manera protectora.

Tonneman empezó a inquietarse por Leah. Había desaparecido entre la muchedumbre y el humo. Comenzaba a preocuparse de verdad cuando la niña apareció a su lado.

– Aquí tienes, papá. -Le entregó el maletín negro.

– Bien -respondió él, hurgando en su interior-, ¿Dónde está tu madre? ¿Se encuentra bien?

– Oh, sí, papá. Todos estamos bien.

Él se tranquilizó. Lo primero era lo primero. Aplicó el ungüento en el rostro y el brazo de Micah. Una vez atendida la paciente, se volvió hacia su hija menor con los brazos extendidos. Ella corrió hacia él, que la levantó en volandas y la balanceó en el aire, ignorando el crujido de sus huesos y el dolor en su pecho. La muchacha rió, con los dientes blancos como la nieve en su rostro tiznado. La risa duró sólo unos momentos.

Las llamas alcanzaron el tejado de la casa y devoraron la veleta en forma de gallo.

Tonneman dejó a su hija en el suelo, y juntos observaron en silencio cómo el fuego se propagaba despacio, casi con consideración, por el resto del edificio.

Tonneman suspiró.

– Cuida a Micah, Lee -indicó, echando a andar.

¿Dónde estás, Mariana?, pensó.

– ¿Dónde está tu madre? -preguntó, acercándose a su hija mayor.

Isaac de Groat condujo a Gretel hacia su padre.

– ¿Qué? -exclamó la joven por encima del estruendo de voces, llamas y agua.

– Tu madre -repitió Tonneman cuando su hija llegó a su lado.

– No lo sé -respondió ella, besándolo, no como su hija pequeña, sino como una jovencita.

– ¿La has visto?

– Sí, claro.

– Estaba aquí hace un momento -intervino Isaac.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Tonneman, sudando profusamente.

– Comentó algo de una caja -explicó Gretel.

– Quédate aquí con tu hermana.

De pronto Tonneman imaginó la terrible escena de Mariana entrando en la casa en llamas. ¿Para qué? Se abrió paso entre los hombres con cubos y mangueras. La ansiedad se apoderó de él.

De repente comprendió qué caja buscaba su esposa; la que contenía los recuerdos de los antepasados holandeses de su marido, Pieter Tonneman, y de la esposa de éste, Racqel.

¿Dónde demonios se había metido su esposa?

– ¡Mariana! -llamó-. Mariana…

No podía imaginar vivir sin ella. La llamó de nuevo por su nombre cuando oyó un grito. El dolor del pecho se agudizó. Dos voluntarios sacaron los restos de un cadáver de la casa devastada. En el aire flotaba el olor a carne quemada.