– De clintoniano a clintoniano, estoy de acuerdo. Si en estas elecciones Clinton sale reelegido, recuperará su posición y creará empleo en la ciudad.
– Y todo gracias a que habremos ganado en el primero, segundo y noveno distritos -se jactó el posadero, un demócrata convencido-, Pero eso no ocurrirá hasta el próximo 22.
– Los molinos de Dios van despacio, pero a veces los de los hombres son como tortugas en comparación. De cualquier modo, el embargo debería proporcionarnos dinero federal para levantar fortificaciones. Este conflicto con los ingleses podría llevarnos a una guerra.
El propietario del Tontine asintió y volvió a entrar.
A pesar de su estado de ánimo, el hombre de negro bajó con garbo por las escaleras del Tontine, golpeando cada escalón con su bastón de roble, cuyo puño dorado sostenía en su manaza derecha. Con la otra metida en el bolsillo del chaleco blanco, buscó con la mirada los rostros de aquellos que mejor estarían entre rejas y, por tanto, los más inútiles. Los criminales lo temían. Ése era su poder, y su arma: el miedo.
Lo llamaban «el viejo» Hays, aunque en mayo cumpliría treinta y seis años. Así pues, se trataba de Jacob Hays, primer alguacil mayor de la ciudad de Nueva York, jefe de las fuerzas del orden público.
Toda su persona evocaba las espectrales visiones y ecos de esa ciudad en otro tiempo bulliciosa. La nieve que caía contenía fantasmas: subastadores subidos a una cabeza de puerco de azúcar o un barril de ron, exhortando a los clientes a pujar por las mercancías que el concurrido puerto recibía cada día, expuestas en el balcón o la escalinata del Tontine u otras cafeterías.
A Jake le preocupaba que las hordas de gente que solían pujar o atender a los distintos subastadores del año anterior ya no se reunieran allí. Para él también había sido una época ajetreada y fructífera, en que había atrapado a muchos de los descarados carteristas que merodeaban por las calles.
¿Qué le ocurría? ¿Realmente echaba de menos a los carteristas?
Habló con Noah, su cochero, acerca del joven Tonneman.
– Será mejor que lo lleves a Rutgers Hill.
– Sí, señor.
– No te molestes en venir a recogerme.
– Es la primera nevada del año.
Noah se quitó el gorro rojo de lana para rascarse la cabeza. Tenía la tez morena y el cabello castaño salpicado de gris.
– Lo sé.
– Va a caer mucha. Lo siento en los huesos, igual que Copper.
Noah señaló el caballo castrado castaño rojizo que tiraba del carruaje.
– ¿Temes que acabe sepultado bajo un alud?
– No, pero es hora de sacar el trineo.
– Mañana. ¿Algo más?
– No, señor.
Jake Hays despidió a su cochero con un movimiento del bastón antes de iniciar su ronda, golpeando con el extremo de éste los irregulares guijarros a su paso.
Los muelles, Water Street y Wall Street, donde se hallaba el Tontine y la cafetería Slip y donde el año anterior se habían levantado barricadas de carruajes, carros pesados, carretillas y caballos que apenas habían dejado espacio suficiente para que pasara la gente, se encontraban desiertos. La ronda lo llevaba por Wall Street, Front y South Street hasta llegar al agua. Apenas ciento cincuenta años atrás, el río discurría a escasa distancia de Pearl Street. Las estrechas calles al este de Pearl -Water, Front y South- habían sido construidas con tierra, piedras y montones de otros materiales que procedían de un lugar y se arrojaban en otro, lo mismo que se hacía en las obras de drenaje que se realizaban ahora en el Collect, embalse que antaño había suministrado agua pura a la ciudad, un dulce néctar. Pero ya no. Nueva York estaba cambiando, y no siempre para mejor.
Los pocos hombres que merodeaban aquel día exhibían rostros que reflejaban angustia y horror. Habían desaparecido la vitalidad y el espíritu optimista que habían sido parte integrante de la Nueva York de Hays.
De vez en cuando un mendigo harapiento salía de las sombras al ver al viejo Hays y pedía una moneda.
Los barcos se hallaban perfectamente alineados en el muelle, al menos los que se encontraban a la vista. No se obtenía ningún beneficie» de las embarcaciones desmanteladas en diques secos durante el largo invierno. Todas las cubiertas aparecían vacías, y las escotillas, atrancadas. Y no se veía a casi ningún marinero a bordo. Estaban en las calles, buscando trabajo en tierra firme, o peor aún, buscando algún incauto en su misma situación a quien robar.
Muchas oficinas de contabilidad, en otro tiempo centro de la bulliciosa ciudad, también estaban atrancadas. Y el alguacil mayor no vio barriles, toneles, cajas o balas amontonados en los muelles vacíos a lo largo de South Street, que, desprovista del antiguo bullicio y tumulto, se había convertido en un barrio mucho más peligroso. Un hombre hambriento era peligroso, pero un criminal hambriento era aún peor.
AVISOS PÚBLICOS
APARECE LA EXPRESIÓN «AGÁRRAME», [5] «EMBARGO» LEÍDO AL REVÉS, ¿UNA PALABRA QUE CAUSA TERROR INCLUSO A LOS NIÑOS GRANDES? EL SIGUIENTE PASO SERÁN LAS SÍLABAS EN ORDEN INVERSO, [6] UN MANDATO PARA PROTEGERSE DEL PELIGRO. ANALIZAD A LA SEÑORITA EMBARGO, OS ASEGURO QUE SI NO SE LA LLEVAN PRONTO, EL PUEBLO MONTARÁ EN CÓLERA. ESCOGIÓ EL PAPEL DE LA POBRE MAGDALEN,
¡EL D… SE LA LLEVE!
Y LUEGO TE DICEN: «¡VE Y SÉ LADRÓN O MENDIGO!»
New-York Herald
Enero de 1808
8
Sábado, 30 de enero. Mañana
Duffy detestaba su trabajo en tierra firme, aunque en verdad tenía más suerte que la mayoría, y era mucho mejor que morir de hambre. A pesar de que con los cinco centavos que ganaba al día difícilmente podía vivir a cuerpo de rey, aquél era mucho mejor que el último empleo, sumergido hasta la cintura en el agua helada para sacar ese resbaladizo barro del maldito embalse de agua dulce, bautizado Collect, que no era sino una masa estanca de lodo que lamía las orillas.
Costaba creer que la gente se había bañado y había pescado alguna vez en ese barro. Decían que antes crecían árboles alrededor, pero los habían talado para leña.
Duffy también había oído explicar que uno de los Royals había jugado allí antes de la guerra; que había aprendido a patinar en él y se había divertido arrojando monedas de oro en el resbaladizo hielo y riéndose mientras los patinadores las perseguían. El Embalse de Agua Dulce lo llamaban. Y tan dulce.
Tres años antes, un maldito comité encargado de estudiar el estado del embalse había informado que estaba lleno de cadáveres de animales y Dios sabía qué más. Y que era peligroso para la salud pública. Menuda sorpresa.
Los que apoyaban la construcción de un canal para vaciar las aguas del embalse en el North River se alegraron cuando se hizo público el informe. Esa pandilla de propietarios y demás peces gordos también afirmaron que el embalse estaba repleto de mosquitos y era un foco de enfermedades contagiosas.
Los que se oponían alegaron que el embalse proporcionaba buena pesca y era un buen lugar para patinar.
Finalmente ganaron los partidarios del canal.
Por lo que a Duffy se refería, el temor a los mosquitos era una necedad. Cualquiera con dos dedos de frente sabía que los chupadores de sangre frecuentaban las aguas estancadas y, por tanto, hallarían en el canal un nuevo hogar.
Escupió y se cerró bien el grueso tabardo verde para protegerse del viento. Al menos había dejado de nevar. Alguien, desde luego él no, se enriquecería con las obras. Constituía un negocio seguro. Se frotó las manos y dobló los dedos, deseando llevar guantes.