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Había pasado la semana limpiando la zona rellenada del maldito embalse, donde habían descargado montones de barro mezclado con turba que apestaba a pescado para cubrirla de tierra sacada de las colinas que antes rodeaban el embalse y habían sido allanadas hasta desaparecer.

Tenía órdenes de arrojar ramas y todo cuanto encontrara a la zona rellenada y apilar los escombros de gran tamaño para que se los llevara el siguiente carro. Se mantenía atento por si encontraba algo que vender; como el día anterior, cuando había descubierto un viejo chelín inglés. Gracias a Dios el barro estaba congelado, pues de lo contrario el trabajo sería aún más repugnante.

El plan consistía en excavar un canal de doce metros de ancho para drenar el hediondo embalse. El canal iría del North River -o el Hudson, como lo llamaban algunos- al East River a través del embalse y se extendería poco más de kilómetro y medio.

Habían prometido que al otro lado del canal harían una avenida arbolada y que un puente cruzaría el canal en Broadway. ¡Ja! Duffy estaba seguro de que esos zopencos jamás lo harían, y le traía sin cuidado. Era un empleo, lo que significaba dinero y, por tanto, comida.

Le habían asegurado que al llegar el deshielo conduciría el carro lleno de tierra en lugar de deslomarse cavando todo el maldito día. Y le pagarían cinco centavos por cargamento de tierra recogido y arrojado al embalse.

Tal vez con ayuda de la Virgen Santísima, al llegar el deshielo, se encontraría lejos de esos rufianes, respirando una vez más el dulce aire del mar y llevando la vida de marinero que Dios le había otorgado.

Se detuvo y miró más allá de los Lispenard Meadows, que se extendían desde Broadway hasta North River. En realidad eran tierras pantanosas casi congeladas en aquella época del año, que crujían al pisarlas y se hallaban cubiertas de ramas, hojas, trapos, carretas inservibles y palas oxidadas. ¡Menuda pandilla de desgraciados!

De nada servía impacientarse. En cuanto terminara podría entrar en busca de calor. Volvió a frotarse las manos antes de levantar un carro volcado. Se apoyó en el rastrillo y olió el aire. A pesar del hedor del embalse y el omnipresente olor a malta de la cervecería de Coulter, en las orillas del Collect, cerca de Orange Street, percibió que volvería a nevar.

Le rugían las tripas; aquel día sólo había comido una sopa clara de cebada al mediodía. En fin, tenía que seguir moviéndose, o la sangre se le congelaría en las venas. A unos sesenta metros vio a Fred Smithers de pie, contemplando el sol invernal como si éste pudiera calentarlo.

El rastrillo quedó enganchado en una rama que salía del suelo helado. Profiriendo un juramento, se agachó para sacarlo.

– ¡Santo Dios!

Se santiguó tres veces. No era una rama, sino la mano de un hombre.

SE ALIVIAN Y CURAN LOS OJOS ESCOCIDOS, FIEBRE AMARILLA Y DISENTERÍA, EN ANCIANOS Y JÓVENES, ASÍ COMO TRASTORNOS BILIARES, CON MEDICINAS INDIAS QUE PREPARA Y VENDE LA SEÑORA CHARITY SHAW, EN LA ESQUINA DE HESTER STREET CON BOWERY LANE.

New-York Spectator

Enero 1808

9

Sábado, 30 de enero. Por la mañana

La habitación se hallaba helada. Debajo de la pesada colcha, Mariana Tonneman supo que estaba muriendo. Mientras yacía rígida junto a su marido dormido, el corazón le daba brincos como un cervatillo asustado.

De pronto tuvo calor. Un terrible fuego parecía brotarle de las entrañas, y se puso frenética; sudaba profusamente por debajo del mentón y en la nuca.

La primera vez que había experimentado esa oleada de calor, Mariana creyó estar en estado, pero la hemorragia mensual no se había interrumpido.

Para empeorar las cosas, últimamente perdía los estribos sin motivo aparente y regañaba a las niñas, a John, y ahora al pobre Peter.

Su querido hijo había desaparecido toda una semana. Cuando a primera hora de la mañana lo habían devuelto a casa en un estado terrible, la mujer se alegró profundamente de que su marido siguiera con Da Ponte. Lo había metido en cama y regresado a la suya. John había vuelto mientras ella dormía agitadamente.

Se estremeció. Como siempre, tras la oleada de calor experimentaba un frío que le penetraba en los huesos. El viento azotaba los postigos, logrando que el intenso frío traspasara las paredes de la vieja casa y agudizara el dolor de su espalda. Era preciso reparar el tejado, porque había goteras cuando llovía, pero su esposo siempre parecía tener algo más importante que hacer, aunque había reducido las horas de consulta y sólo visitaba a unos pocos viejos pacientes. Sin embargo, como delegado de sanidad, siempre andaba ocupado en otra parte.

El cochero del alguacil mayor, Noah, había llevado casi a rastras al pobre Peter del Tontine a casa. Lo que faltaba. Y ella había perdido la cabeza; primero había chillado para luego romper a llorar histérica, culpando a John por estar ausente una vez más cuando lo necesitaba.

El signore Da Ponte, que últimamente estaba muy preocupado por la inauguración de su compañía de ópera, había enviado el día anterior a un criado en busca de su marido, quien había acudido para atenderlo. El signore no estaba enfermo en realidad; desde 1805, año en que el escritor y ex tendero había llegado a Nueva York procedente de Italia, era uno de los mejores clientes y amigos de John y no quería otro médico.

De hecho, si John no hubiera conocido a Da Ponte, las niñas nunca habrían tenido la oportunidad de aprender italiano. Una vez a la semana, Gretel y Leah asistían a la clase que el obispo Moore había organizado en la casa parroquial de Saint Paul para que Da Ponte enseñara a los jóvenes de buena cuna de Nueva York. Estudiar italiano con el signore Da Ponte constituía el nuevo toque de distinción.

Mariana estaba muy impresionada. Y como entre los alumnos de Da Ponte se contaban los hijos de los Livingston, Hamilton, Schuler, Duer, Duane y Beekman, sus hijas se codeaban con ellos.

John había regresado finalmente a casa y se había desplomado en la cama sin dirigirle una palabra de cortesía. Miró al hombre con quien estaba casada desde hacía tres décadas y lo odió con toda su alma. El corazón volvió a palpitarle con violencia.

Apartó la ropa de cama, tendió la mano para coger el chal y se puso las zapatillas en sus pies fríos e hinchados. De haber sido ciega, habría sabido moverse por aquella habitación sin problemas. Descorrió las cortinas con la intención de que los rayos de luz invernal que se colaban por los viejos postigos cerrados despertaran a John. Era inútil. Todo estaba viejo y gastado, incluida ella. Movió los leños, pero John no despertó. Gruñó y, dando media vuelta, se tendió en la cama.

Al sentir el calor del fuego comenzó a sudar de nuevo. Se dirigió presurosa a la cómoda donde descansaban la jarra y la palangana y sumergió las manos en el agua helada para refrescarse y lavarse el rostro y el cuello febriles. Debería haber supuesto que cometía un error, porque de pronto empezó a tiritar de frío. Asqueada de su estado y su marido, abrió la puerta del dormitorio.

Todos dormían; Peter, en la habitación que había ocupado John de niño, y las crías, Gretel y Leah, en el piso superior. Oyó a Micah, la sirvienta, trajinar en la cocina.

La vieja casa de Rutgers Hill había sido el hogar del padre y el abuelo de John. La ciudad se desplazaba hacia el norte, y Mariana se preguntaba si, cuando John y ella hubieran muerto, sus hijos la mantendrían o la abandonarían.