Federico Andahazi
El Príncipe
Aquellos que gracias a su fortuna
se convierten de particulares en príncipes,
con poca fatiga lo hacen,
pero con mucha se mantienen;
y no tienen ninguna dificultad en su camino,
porque son elevados como en alas…
Nicolás Maquiavelo
LIBRO PRIMERO : LA ASCENSIÓN
I EL REINO DE LOS CIELOS
1
En las gargantas de cobre y cartón destartalado de los parlantes de los taxis errabundos como perros, propagándose paciente pero irrevocable como la chispa de una mecha tan extensa como el tiempo que separaba la medianoche del crepúsculo; en el ronquido trémulo de los camiones de basura; en el temor apocalíptico que sembraba la inexplicable demora de la salida de los diarios, cuyo retraso auguraba titulares tamaño catástrofe que nadie sabía aún qué fatalidad habrían de anunciar; en la noche larga y tormentosa de los insomnes; en la candida placidez de los durmientes; en el enigmático alboroto nocturno de palomas que volaban en bandadas despavoridas, desorientadas, de aquí para allá, de cúpula en cúpula, como si escucharan las trompetas del anuncio del fin de todos los fines; en los cuellos de animal antediluviano de los semáforos, cuyos impares ojos verticales y contrahechos enloquecieron, parpadearon epilépticos de rojo a verde hasta quedarse en el amarillo intermitente de la más profunda ceguera; en las bocas desdentadas, hediondas y atónitas de las alcantarillas; en la vigilia vacilante de los carteles de neón que de pronto fulguraron e inmediatamente se extinguieron como estrellas, todos a una vez, dejando nubes de insectos huérfanos de luz; en el vuelo torpe y angular de los murciélagos que, confundidos por la etérea invasión de las señales satelitales y la profusión de frecuencias antagónicas, se estrellaban contra las campanas de la catedral haciéndolas doblar como si estuviesen animadas por abades invisibles y agoreros; en las carteras ya irremediablemente vacías de las putas que, desanimadas, iban abandonando la parada oscura de la recova de la estación desmintiendo aquel apotegma sobre la gran orgía del fin del mundo; en la incredulidad de las almas castigadas que habitaban las borracherías vecinas al puerto; en la indiferencia de los desesperados, de los que no tenían nada más que perder; en el súbito y temprano alboroto de las cárceles y los manicomios; en la lluvia oblicua de los televisores traicionados por el sueño; sobre los techos de fiesta necrológica de las ambulancias; en el tronar de cilindros desnudos de los motorizados; en el peso del cielo que podía mensurarse en kilohertzios de información imprecisa y contradictoria; en preguntas que volaban de antena en antena y cuyas respuestas jamás bajaban al reino de los mortales; en cumulus nimbus hechos de megavatios que presagiaban la tormenta del final; en el ulular de las sirenas; en los corazones palpitantes de intriga; en la ciudad indefensa bajo un cielo negro que se cernía como un ultimátum, algo todavía indecible habría de ser anunciado.
2
La ciudad amaneció alfombrada de palomas y murciélagos muertos. Las calles estaban desiertas y los negocios no habían abierto. Eran las nueve de la mañana y los diarios continuaban ausentes. Las radios emitían el mismo, silencio asmático en toda la circunferencia del dial. Los televisores seguían lloviendo a cántaros esa misma nada oblicua que anegaba los ánimos suplicantes de noticias. Los teléfonos, inútiles, no hacían otra cosa que dar la hora con la compulsión irrebatible de los locos, como si aquélla, la hora, fuese la única evidencia cierta en este mundo.
Necesitábamos, aunque más no fuera, un rumor. Pero un silencio supersticioso se fue anudando a nuestras gargantas como una boa lenta e implacable. Nacida de un acuerdo unánime pero impronunciable, en todos nosotros se había instalado una sola y arbitraria certeza: el anuncio llegaría a las diez en punto de la mañana.
Fue la noche más larga y más sombría. En los almanaques y las efemérides, en las crónicas conmemorativas y en las letras fileteadas de los camiones, en las épicas elementales de los discursos de los actos escolares y en el dorso de los sobres de azúcar, en la última página de los diarios y en el bronce de las placas alusivas, para siempre habríamos de recordar esa fecha como Jueves de Agripina.
En efecto, nadie había dormido. íbamos y veníamos como apóstoles en vísperas de la Resurrec ción. Esperábamos, nadie sabía qué, con el desasosiego de quien aguarda el Final Veredicto, como si alguien hubiese anunciado el Segundo Regreso para aquella misma noche de diciembre. Algunos combatíamos el péndulo del agobio con café o anfetaminas, otros invocábamos la calma con infusiones de hojas de tilo o, llegado el caso, a fuerza de benzodiazepinas. El humo de los cigarrillos trepaba morosamente en aquel aire espeso que, a duras penas, se cortaba con las aspas de los ventiladores, íbamos y veníamos como tigres enjaulados. Como patéticos fantasmas enfundados en piyamas, nos asomábamos a las ventanas sin encontrar otra respuesta diferente del semblante pasmado del vecino, idéntico a nuestra propia consunción.
3
A las diez en punto de la mañana las pantallas dejaron de llover y se despejaron, diáfanas, en el arco iris de las barras de sintonía. Entonces sí, sobre el pequeño horizonte, se alzó el sol del escudo, que poco a poco se fue fundiendo con el primer plano de los Ojos de la Patria, con aquella Mirada Serenísima que venía para traernos la luz, para componer el orden natural de las cosas. La ciudad exhaló un suspiro tibio. La cámara se alejó hasta develar la sonrisa del Presidente hecha de labios de madre, dientes de padre y lengua ardiente de amante. Sin embargo, en aquellos ojos transparentes, rasgados por la estirpe de Oriente pero hechos con el azul cristiano del mediterráneo, en su tez de príncipe moro empalidecida ahora por un sino inescrutable, en aquella sonrisa pía, mezcla de Gioconda y Zorzal Criollo, algo oscuro estaba escrito.
La muerte nos conmovía. Quisimos engañarnos en la creencia de que un nuevo y trágico óbito había vuelto a enlutar a la familia presidencial. Y pese a todo el dolor que aquella conjetura nos provocaba, en ella encontrábamos el consuelo que morigeraba el fantasma de un anuncio aún más amargo. Nos habíamos acostumbrado a La Muerte. Como con Él no podía, La Muerte se había ensañado con la familia presidencial. Desde Su asunción, La Parca había blandido la guadaña sin pausa, diezmando la progenie del Primer Mandatario con tal ferocidad que el mausoleo familiar tuvo que ser convertido en un edificio mortuorio de diez pisos donde cohabitaban los mártires, dispuestos todos por fin en armoniosa y pacífica coexistencia. Y como la muerte nos conmovía, a cada nuevo guadañazo asestado a la familia presidencial, en la misma medida que se iba poblando la necrópolis vertical se acrecentaba nuestra compasión, que pronto se transformaba en veneración para con Su desventurada persona.
El Presidente siempre daba sus discursos rodeado de su gente más cercana: ministros y secretarios, consejeros y consejeros de los consejeros, consultores y asesores, peluqueros, valets, modistos, magistrados amigos y allegados, ministros de la Corte de Justicia y caddies, actrices y futbolistas y, por supuesto, la familia presidencial en su totalidad o, al menos, lo que de ella iba quedando. Albergábamos la mezquina esperanza de que una nueva muerte nos sería anunciada. Pero conforme la cámara ampliaba el plano, en la misma proporción y a medida que iban apareciendo en la pantalla cada uno de los miembros que como una gran familia constituían el entorno presidencial, nuestros corazones se llenaban de una mezcla de desazón y júbilo nacido del incumplimiento de nuestros negros augurios. No faltaba ninguno.La cámara volvió a concentrarse en el primer plano del Excelso Rostro. El Primer Mandatario se dispuso a hacer el enigmático anuncio que, sospechábamos, habría de ser fatídico.