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La cueva trepidó y entonces la roca se partió como un huevo gigantesco. En medio una tromba de guijarros y polvo, del interior de la cascara pétrea irrumpió una horda de bestezuelas que corrían es-trellándose contra las paredes, aplastándose las unas a las otras, hasta alcanzar el exterior de la cueva.

El sapo espantaba a las bestias menores con el bastón o simplemente a patadas. Alumbrándose con su pequeña antorcha de madera y lava, buscaba a alguien entre las plagas espantadas de luz y libertad.

– Dónde estáis, reina de todas las putas -gritaba con su voz ronca y profunda-. Venid a rendir pleitesía al Hijo de Wari. A despertar.

Entonces, desde el lugar más oscuro de la caverna, asomó una sombra entre las sombras.

– Tantos años de paz, tanto tiempo sin tener que escucharte, Poquiscolla Millma Rinri [2]-dijo una voz grave y femenina-. Silencio, ya te oí.

5

Desde la fría negrura de la Salamandra, abriéndose paso entre una multitud de hormigas que parecían rendirle temerosa pleitesía juntando las patas anteriores por sobre las cabezas gachas, majestuosa y soberbia, hizo su aparición, después de centurias de pétrea monarquía, la Hormiga Reina. Era la soberana indiscutida de la más voraz de las plagas, la firme conductora del ejército más temido y el que mayor destrucción había causado entre los Urus, devorando casas y hasta poblados enteros, exterminando cosechas y diezmando las tierras dejándolas más yermas de lo que siempre fueron. Era, sin duda, la más fiel enviada de Wari, quien la había ungido de sus reales atributos. Y fue, también, la primera en aliarse a los aimaraes contra su propio pueblo, los Urus, la primera en traicionar a los aimaraes y unirse, a su llegada, a las huestes de Sus Majestades de España.

Erguida y magnífica, llevaba en la diestra el cetro real, tallado con la madera de la ingratitud, rematado con la empuñadura de oro y rubíes, símbolo de la traición, que el Adelantado le había obsequiado para sellar la nueva alianza. A guisa de corona, llevaba un bacinete adornado con sendos cuernos contorsionados, hechos de marfil y oro, que le cubrían las antenas. Una infinidad de collares se derramaba sobre el escote abierto que le destacaba el suntuoso busto, contrastante con la cintura, que, de tan estrecha, con los cuatro brazos puestos en jarra, podía tocarse los dedos de ambas manos ciñendo su talle. El vestido, ajustado al cuerpo, sugería unas piernas larguísimas, interminables y delgadas. Su estatura bípeda era incomparablemente mayor que la del resto de las hormigas que andaban en sus seis patas. Tenía unos ojos negros enormes y almendrados.

– Antes de dirigirme la palabra, Poquiscolla, es necesario que recuerdes que soy la Reina, ungida por el mismo Wari. Y, ante todo, que no olvides nunca tu condición de bufón -dijo la hormiga reina iluminada ahora por el fuego.

El sapo había quedado extasiado ante la belleza de la reina. De la cintura para arriba la examinaba con un ojo y, hacia abajo, con el otro. Sin acuerdo a protocolo y llevado por su vulgar naturaleza, no pudo evitar un arrebato de exaltación:

– Ah, vieja putarraquesa, soberanesa de todas las putesas, ni el tiempo ni la piedra han podido con tu voluptuosidad -y mientras daba unos saltitos en torno a la reina, vociferaba:

– Mirad qué culo mañífico, Oh Tu Maxestad, ved qué cintura tan menguada y tan estrechia tenéis.

– Según puedo ver, ni los siglos de obligado sosiego han conseguido cambiarte. El mismo idiota.

El sapo y la Reina intercambiaron rosarios de imprecaciones, advertencias, juramentos, blasfemias, insultos y pestes de toda laya. Iguales a las vacuas discusiones de siempre, como si los siglos no hubiesen pasado, como si el hecho de haber vuelto a la vida no tuviera para ellos la menor importancia. Y así hubieran seguido, maldiciéndose por otras cuatro centurias, de no haber sido porque, desde la entrada de la cueva, se escuchó un llanto estentóreo. En cuatro largos saltos, el sapo acudió al llamado de su salvador. Sopló las brasas para avivar las llamas que empezaban a languidecer y acercó al niño a la fogata. Pero viendo que la causa de tal profusión de lágrimas no era el frío, el sapo llamó a la hormiga. Con sus enormes ojos llenos de intriga y estirando las antenas por fuera de la cornamenta del bacinete, la reina miraba al pequeño desconsolado.

– Os apresento a vuestro Redentor, el Hijo de Wari que nos ha libertado de la piedra -dijo el sapo de rodillas ante el niño.

Las bestias menores, lagartos, lagartijas, culebras e insectos, se acercaban lenta y temerosamente al improvisado moisés de hierbas junto al fuego, con respetuosa curiosidad, se elevaban tímidamente en sus cuartos traseros, agitaban las aletas nasales o bien estiraban las lengüecillas atisbando el aire.

La Hormiga Reina, adivinando que el súbito berrinche no era más que hambre, lo alzó entre sus cuatro brazos, se desabrochó el escote dejando al descubierto su pequeño aguijón ponzoñoso y, con maternal cuidado, posó la boca del niño en el espolón que le brotaba del pecho como un agudo pezón. El pequeño bebía de aquel dulce veneno con un hambre voraz, como si aquella primera comida fuese a ser la última. Y a medida que comía, iba recobrando una vitalidad que se revelaba en el creciente rubor de las mejillas. Se hubiera dicho que de ese mismo venenoso calostro estaba compuesta la materia de su incipiente espíritu.

Aquella negra Natividad junto al fuego habría de verse interrumpida por una nueva llegada.

6

Desde las profundidades de la cueva, arrastrándose con pereza, asomó la punta de su cabeza triangular la tercera lugarteniente de las plagas enviadas por Wari: la serpiente. Todavía un poco anquilosada por los siglos de obligado letargo, miraba no sin cierta sorna aquella patética escena. Con unos ojos colmados de malicia y escéptica fatuidad, oculta en su propio sigilo, desde el anonimato de la penumbra, se complacía viendo sin ser vista. Antes de que la delatara una incontenible carcajada, con la voz en falsete dijo:

– Pero qué ternura, todavía no terminó la cacharpaya y ya empezaron los festejos de Navidad.

La serpiente se arrastró hasta los pies de la hormiga, se enroscó formando una base circular con su cola e, irguiéndose sobre su eje, le dijo acercándole la lengua bífida al oído:

– Qué pesebre viviente tan hermoso. Miren a la Virgencita -decía y enroscaba su cuello alrededor de los cuernos del bacinete de la hormiga que protegía al niño con sus cuatro brazos de la lengua filosa de la víbora.

– ¿Y este poquiscolla anda siendo el José? -susurró formando un tirabuzón alrededor del cetro destartalado del sapo.

De pronto, en un latigazo más rápido que losomnividentes ojos de la hormiga reina, la serpiente le arrebató al niño de entre los brazos y, haciendo un anélido moisés con la cola, lo acunó al borde del abismo.

– ¿Y diande han sacao a este Jesusito? -preguntó balanceándolo al filo del precipicio.

La serpiente miró al niño que dormía plácidamente en la concavidad de la cuna escamada, acercó sus narices y lo examinó con las puntas de su lengua dividida. Hizo un gesto de repulsión y sentenció:

– Esta basura que hiede a mierda no puede ser el Hijo de Wari.

Entonces transformó el canasto de su cuerpo en un cadalso y, con el extremo de la cola convertido en una soga patibularia, se enroscó en torno del cuello del pequeño y, sin otro motivo que el dictado de su viperina naturaleza, lo condenó a muerte.

Ante los espantados e impotentes ojos de la hormiga, el sapo y las bestias menores, la serpiente empezó a apretar el lazo vermiforme alrededor la garganta del pequeño.

7

Sin hacer caso a súplicas, ruegos desesperados, votos a Wari, ni a invocaciones a todos los soberanos de las profundidades, la serpiente se complacía dando su cáustico espectáculo frente al aterrado auditorio. Pero el niño era dueño de una calma que se diría ajena a la infantil carencia del sentido del peligro; al contrario, parecía afrontar el trance con el aplomo y la resignación de un anciano que ya hubiera vivido lo suficiente. Y cuanto más indiferencia mostraba el pequeño, tanto más parecía perder su tranquilidad la serpiente. Ella hubiera deseado una ceremonia más escandalosa, adornada de llantos y alaridos, de apremiantes sofocones y grandilocuentes convulsiones como las que suelen preceder a la muerte por ahorcamiento. Pero el niño, colgado por el cuello, bostezaba mirando de reojo a su victimaría como instándola a terminar de una vez con aquel aburrido espectáculo. La serpiente, fuera de sí y habiendo perdido el sarcasmo que la caracterizaba, se dispuso a dar el apretón final. Pero ante la pertinaz y desafiante apatía de su víctima ya no podía disimular sus propias dudas. ¿Y si realmente fuese el enviado de Wari? ¿Acaso podía esperarse tanta indiferente malicia frente a la inminencia de la muerte? ¿Y si en verdad volviera a transformarse en piedra? Sin embargo, aquello se había convertido para la serpiente en una cuestión de principios. Y parecía estar dispuesta a correr el riesgo. Finalmente, se dijo, dar un paso atrás era condenarse al descrédito frente a todas las bestias de la Salamandra.