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El sapo adivinó de inmediato las íntimas cavilaciones del reptil. Supo entonces que en el resquicio del dilema estaba la oportunidad. Conocía el orgullo de la serpiente y la sabía incapaz de revocar una decisión. De modo que, se dijo, la única posibilidad era, paradójicamente, la de reemplazar aquella resolución por otra más tentadora. En el mismo momento en que el niño empezaba a pasar del blanco lívido al morado cianótico, el sapo, intentando simular calma, se acomodó el viejo yelmo, pitó largamente la pipa y envuelto en una nube de humo espeso, habló:

– Apostemos -dijo escueto y enigmático.

La serpiente tenía fundados motivos para dudar de la autenticidad del oscuro Mesías. ¿Acaso no habían confiado también en las promesas del conquistador? ¿Qué podía disuadirla del recuerdo de la traición? También en esa oportunidad se habían dejado convencer de que aquellos que habían sembrado la destrucción eran los verdaderos enviados de Wari. Había creído ver en los asesinos de Atahualpa la auténtica e indudable encarnación del gigante Wari. Y sin embargo fue el Arcángel Miguel, traído por el conquistador, el que habría de condenarla a ella y al resto de las plagas al sepulcro de la piedra.

El sapo insistía en que no podía haber dudas de que aquella criatura que acababa de liberarlos era el príncipe, el enviado de Wari; una vez más le señaló los recientes vestigios de la destrucción que el pequeño había provocado. En el preciso momento en que el sapo iba a formular los términos de la apuesta una voz de trueno irrumpió desde la boca inconmensurable de la caverna.

8

Todos reconocieron de inmediato aquel vozarrón atronador que parecía ser la mismísima voz de la Salamandra, como si de pronto la cueva se hubiese puesto a hablar.

– Sea o no el enviado de Wari, yo me comprometo a hacer de él un Príncipe. Voy a convertir a ese pequeño despojo de mierda, quienquiera que sea, en el Redentor de todos nosotros. Si no fuera el enviado de Wari o si fracasara en mi intento, entonces, al cabo de medio siglo, nos matarás a los dos. A él y a mí -dijo la voz que, de tan grave, hizo cimbrar a las piedras.

No había dudas: el que acababa de hablar no podía ser otro que el viejo consejero, el capitanejo Huáscar Molina Viracocha. Nadie se molestó en buscar su figura entre las sombras por la sencilla razón de que el consejero no tenía fisonomía alguna o, para mejor decir, podía ser dueño de cualquier semblante. Salvo el humano. Nadie conocía su verdadero rostro. Podía presentar la apariencia de un lagarto o la de un remanso de agua, la de una vicuña o la de un cactus. Aparecía bajo el aspecto de una imperceptible mosca o bien como un árbol gigantesco. Podía ser una pura voz o hablar, como lo acababa de hacer, a través de la boca de una cueva. Pero había sido condenado a perder su humana condición.

Cuando era hombre, Huáscar Viracocha había sido el consejero, político y militar, de Huayna Cápac y, a su muerte, de su hijo Atahualpa. Lo aconsejó sabiamente hasta el día en que previo su caída inevitable a manos del Adelantado. Entonces, viendo que su propia vida peligraba decidió, igual que lo hiciera Malinche, susurrar hacia otros oídos. Jamás supo Atahualpa que fue su propio consejero quien lo entregó a las huestes de Pizarro. Convertido en lenguaraz primero y en capitanejo después, fue rebautizado con el nombre de Xavier y el apellido de Molina. Xavier Huáscar Molina Viracocha era, ante todo, consejero. No importaba de quién. La furia de Inti Huara no se hizo esperar: como condena a semejante traición, primero lo despojó de su forma humana y luego lo confinó al sepulcro de la montaña como pura nada petrificada junto a las tres plagas.

Salido de su sarcófago de piedra, despojado de su vestidura de hombre, Xavier Huáscar Molina Viracocha ofrecía su propia vida a la serpiente. Su oficio era el de consejero y, después de años de obligado reposo, tenía frente a sí un Príncipe a quien aconsejar.

La serpiente aceptó los términos de la apuesta.

9

El pequeño fue bautizado como El Hijo de Wari. El consejero había establecido para el niño un severo régimen de crianza. Cuatro veces por día debía ser amamantado con el fórmico veneno. Comía con tal voracidad que costaba separarlo del negro espolón maternal de la hormiga reina. Con uñas y encías se resistía a desprenderse del agudo pezón del que brotaba la ponzoñosa leche ámbar. Desde muy temprano el pequeño había aprendido el difícil arte de la simulación: cuando lloraba no lo hacía con la franca e inconsolable angustia de los lactantes, sino con una pena histriónica y conmovedora. El consejero había notado con satisfacción que el Hijo de Wari no se desgañitaba en vanos y ensordecedores berrinches, sino que buscaba suscitar la compasión de su eventual auditorio para conseguir lo que se propusiera. Así lograba que la hormiga, exhausta y exprimida como un limón bajo la presión de las voraces encías del pequeño, le diera en cada amamantamiento hasta la última gota de su veneno y, por cierto, de sus fuerzas. El capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha también había observado el notable hecho de que el pequeño se conducía hacia cada uno de los miembros de su nueva familia de un modo distinto y de la manera en que cada uno de ellos esperaba que él procediera. Así como frente a la hormiga reina se mostraba compungido y contrito para procurarse la mayor parte de alimento que le fuera posible, al sapo bufón le prodigaba tiernas sonrisas e imitaba sus payasescas morisquetas para que lo alzara en brazos. A la serpiente le lanzaba furtivas miradas de rencor y malicia, le clavaba los ojos en el centro vertical de los suyos, sosteniéndole la mirada hasta exasperarla; buscaba desafiarla y cuanto más profundo era el odio que en ella provocaba, tanto mayor parecía ser su regocijo. Con las bestias menores procedía como si no existiesen; no porque le fueran indiferentes, al contrario; disimuladamente, parecía poner la mayor atención en la multitud de reptiles e insectos, anónimos e idénticos entre sí, que transitaban por la Salamandra de aquí para allá. Con el rabillo del ojo, el pequeño los examinaba escrupulosamente; escrutaba sus dientes afilados, sus espolones agudos, los aguijones, garras, aletas cortantes y colmillos venenosos. Y cuanto más los consideraba, menos se explicaba por qué razón se sometían ciega y mansamente a los dictados de una hormiga, un sapo ridículo e inofensivo y una serpiente solitaria. El niño comprobaba que, cuanto mayor era su desprecio hacia las bestias menores, tanto más grande era la veneración que le prodigaban cuando, esporádicamente, les dedicaba una breve sonrisa o, cuanto menos,una mirada de benevolencia. Pero lo que mayor sorpresa le causaba al consejero era que, aunque tomara la forma más inverosímil, aunque pasara inadvertido para todos, el niño siempre lo reconocía. Así se mimetizara en la forma de una piedra, en la figura de una lagartija mezclada entre otras cien, así se hiciera a la imagen de una rama o de una mosca, el pequeño, invariablemente, advertía la secreta presencia de su oscuro preceptor señalándolo con su diminuta mano.