El Hijo de Wari tenía la piel cobriza de los descendientes de Atahualpa; sin embargo, detrás de los párpados rasgados destellaban unos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo traído en la madera de los barcos del conquistador. Y cada día que pasaba, el consejero se convencía con mayor firmeza de que aquel que, después de haber aniquilado a los suyos, dormía con la parsimonia de los vencedores no podía ser otro que el Príncipe.
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El consejero hizo correr la voz de que había llegado el enviado, el que habría de despertar a los amawtas. Dado que podía tomar la forma de aquello que quisiera, salvo la de los hombres, se encarnó en la materia del confesionario de una iglesia y, durante la ausencia del párroco, les decía a los descendientes de Atahualpa que iban a confesarse que el ansiado día del pachacuti estaba próximo, que Atahualpa por fin había renacido, que solamente había que tener un poco de paciencia hasta que tuviera la edad suficiente. La noticia fue extendiéndose, silenciosa y lentamente, a través de los valles y de las quebradas, a lo largo de los territorios de los antiguos imperios, de boca en boca y en el idioma que los hijos del conquistador no podían entender. El Hijo de Wari, el enviado de la destrucción, tenía que ser presentado como el emisario de Inti, como el mismísimo Atahualpa, el redentor. Ocultas a los ojos de los hombres, las bestias de las profundidades, en el interior de la Salamandra, pacientemente hacían su obra.
Como merecía un príncipe, todos los días recibía de todas y de cada una de las bestias de las profundidades las correspondientes pleitesías y el trato, aunque el niño todavía no comprendiera, de "Su Excelencia".
Todos los días el consejero evaluaba la evolución del niño. Y, ciertamente, a medida que el pequeño iba creciendo en estatura y volumen, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha podía comprobar con satisfacción los saludables resultados del estricto régimen de crianza.
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El Hijo de Wari se alimentó únicamente de la maternal ponzoña de la hormiga reina hasta los tres años. El mismo día en que abandonó el primoroso pezón, comió su primer alimento sólido. Viendo que podía prescindir por completo de su nodriza y que, en consecuencia, ya no le resultaba en absoluto útil, un día como todos, sin que mediara otro motivo que la necesidad de probar el filo de sus dientes, la mató y luego la devoró. Lo hizo frente a los espantados ojos del sapo. El inesperado acto no tuvo en absoluto el valor de una ceremonia ritual ni el dramatismo de las tragedias pasionales; sencillamente, tomó de la cintura del sapo la espada oxidada y la clavó en el vientre de la hormiga reina. Con sus propias manos desprendió el maternal aguijón y, con el ánimo investigativo de los niños, examinó el saco excretor donde se almacenaba el ponzoñoso calostro. Frente a los aterrados ojos del sapo, que no podía articular palabra, el pequeño arrancaba los tibios y pegajosos órganos, todavía palpitantes, y los deglutía con voracidad. Comió hasta la saciedad, soltó un eructo medieval, volvió a hundir la espada del sapo en el tajo abierto del vientre y así la dejó, clavada y vertical como una cruz. El sapo, sin creer lo que veía, se arrodilló junto a la hormiga, que se revolvía en convulsiones mecánicas. En ese momento el niño se incorporó, caminó tranquilamente hacia el exterior de la Salamandra y entonces prorrumpió en un llanto desconsolado y ruidoso, señalando hacia el interior de la caverna. Todas las bestias de las profundidades acudieron alarmadas. Cuando entraron, pudieron ver al sapo junto al cadáver de la hormiga reina despedazada con el filo romo de la espada del bufón. La indignación fue inmediata y espontánea. El pequeño, entre sollozos, relató de qué manera el sapo había asesinado a su nodriza por sorpresa y sin piedad. El odio brillaba en los centenares de ojos de todos los habitantes de las profundidades. El sapo escuchaba en silencio. Nada dijo en su defensa; conocía la naturaleza del pequeño príncipe y -se dijo-debió haber sabido que, más tarde o más temprano, habría de suceder. La serpiente asistía a la iracundia general de las bestias menores no sin cierta íntima euforia. Ahora sí, finalmente, habría de ocupar el lugar de la reina de la caverna.
En un espontáneo, unánime y tácito juicio sumario cuyo veredicto ya estaba resuelto por anticipado, el sapo fue ejecutado a manos de la furia popular.
La serpiente, enroscada sobre sí misma, considerando el caos en que se había convertido la Salaman dra, se dijo que era aquella una buena oportunidad para desembarazarse del pequeño obstáculo que la separaba del trono. Imperceptiblemente se fue arrastrando hacia el Hijo de Wari, que asistía a la ejecuciónde su fiel bufón, aquel que le había salvado la vida y que ahora ofrecía el último número, el de su propia inmolación, para la algarabía del príncipe. El reptil se arrastraba hacia el niño calculando el lugar exacto de la mordedura. Cuando estuvo seguro de que nadie lo veía, abrió la boca de par en par -su lengua fulguró en la oscuridad- y en un movimiento tan rápido como el recorrido de un látigo, hundió los colmillos en la tierna carne del niño. El Hijo de Wari sintió un ardor en el muslo e inmediatamente vio la marca par de la serpiente. Entonces, en medio del aquelarre de bestias que se disputaban la carne desgarrada del sapo, se sentó sobre una piedra a esperar la muerte. Efectivamente, en pocos segundos, pudo ver cómo el reptil se asfixiaba mordiéndose la lengua bajo el efecto devastador de las ínfimas gotas de la sangre del niño, mucho más letal que el ofídico veneno.
Mezclado entre la multitud de bestezuelas, el consejero, encarnado en la forma de una hormiga minúscula, miraba a su protegido con orgullo paternal.
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El pequeño príncipe reinó entre las bestias de las profundidades bajo la severa mirada de su protector. Después del pequeño Apocalipsis, la destrucción de los suyos y la de su pueblo, Inti Cuntur; después de erigirse como el único enviado de Wari exterminando a la hormiga, la serpiente y el sapo, el pequeño príncipe llevó una existencia sosegada, diríase larvada, latente, semejante a la de los gusanos que se preparan para la metamorfosis. Encerrado en su reino oculto en la profunidad de las montañas, protegido entre las oscuras paredes de la Salaman dra, el príncipe se preparaba, silenciosa y secretamente, bajo el consejo de su tutor, para el Gran Apocalipsis.
Cuando el consejero determinó que el Príncipe tenía la edad suficiente, decidió que era hora de que abandonara la Salamandra y partiera a mezclarse entre los hombres. Lo único que habría de llevarse consigo eran las modestas ropas que tenía puestas y solamente un objeto, el que él decidiera. Pero sólo uno. Tenía que ser una elección sabia, le advirtió el consejero, ya que no tenía posibilidad de arrepentirse. El Hijo de Wari no dudó un momento. Bajó a las ruinas de Inti Cuntur, caminó sobre los restos del apocalipsis que él mismo había provocado algunos años antes, se abrió paso entre las figuras petrificadas de aquel carnaval eternizado y se detuvo frente a la efigie danzante de su madre, Gregoria Galimatías Salsipuedes. Así, disfrazada de China Zupay, bañada en la liviana piedra volcánica del Wari, frente a frente, el príncipe comprobó que la había superado en estatura. En aquellos pómulos generosos y planos, en sus ojos rasgados, en sus labios gruesos, el joven Hijo de Wari pudo reconocer su propia fisonomía. La tomó por la cintura, calcárea y áspera, y la estibó sobre el hombro como quien cargara un contrabajo.