Con ese único equipaje bajó de los cerros hasta llegar al largo y tortuoso camino que habría de conducirlo al lejano pueblo que estaba al pie del valle. Caminaba seguido por una legión de reptiles e insectos que salían de la Salamandra y, a su paso, se fueron sumando toda clase de alimañas que andaban por los cerros.
Su tutor, el capitanejo Xavier Huáscar Molina Viracocha, encarnado en la forma de un cactus, lo despidió como si fuese la última vez que habrían de verse. Pero ambos sabían que no sería así.
13
El Hijo de Wari hablaba la lengua de los suyos y la del conquistador. Sin embargo, nunca había visto a un semejante. Ni siquiera en la persona de su tutor, Xavier Huáscar Molina Viracocha; lo había reconocido en las formas más diversas e inverosímiles, pero jamás lo vio encarnado en hombre. Conocía la forma humana por haberse visto a sí mismo reflejado en el agua o en el metal. Pero, desde luego, ésta no era sino una visión parcial y fragmentada. La rígida imagen de Gregoria Galimatías Salsipuedes, cargada ahora sobre su hombro, le devolvía apenas un poco de su propio aspecto. Pero de hecho ignoraba, en términos generales, cómo eran los hombres. No conocía ninguno de los humanos oficios porque, a decir de su tutor, salvo el de las estratagemas, un príncipe no debería ni siquiera verse tentado de saber ningún otro. Para eso estaban los subditos.
En su camino se cruzó con el primer congénere que habría de ver: un solitario pastor de llamas. Se miraron con simétrico asombro: el uno no podía entender qué hacía un hombre caminando por la ladera de la montaña, seguido por una legión de reptiles y llevando una estatua al hombro; otro, en cambio, no se explicaba por qué razón un hombre se dejaba someter por unos animales tan estúpidos y desagradables. Se dijo que si aquellas bestias de mirada cretina eran capaces de sojuzgar a los hombres haciéndose alimentar por ellos, si podían obligarlos a que las protegieran de los animales salvajes y les procuraran, en fin, toda clase de cuidados por el solo hecho de que resultaban útiles, a él -se dijo el Príncipe- habría de serle mucho más fácil todavía ganarse el favor de sus semejantes. De hecho, recordaba que su tutor una vez le había dicho que la utilidad no era sino un puro espejismo.¿Tiene el príncipe alguna utilidad? Esta pregunta es vana para el príncipe, aunque crucial para el vulgo. De modo que es menester que el vulgo jamás llegue a cuestionarse tal asunto. Carece de toda importancia que la investidura del príncipe sea, en sí misma, útil o completamente inservible; lo verdaderamente importante es que el príncipe pueda convencer a los demás de la propia utilidad de su existencia, al punto de parecer absolutamente imprescindible, siempre que tal esfuerzo redunde en su propio provecho. Por ejemplo, si alguien nos resultara indispensable, lo primero que deberíamos hacer es invertir la situación y convencerlo de que, en realidad, nosotros somos imprescindibles para él.
Sintió un inmediato y profundo desprecio por los pastores y una proporcional admiración por las llamas. Su consejero le había enseñado a valorar la estupidez y, en consecuencia, a desdeñar la inteligencia:
El príncipe tiene por función establecer los dogmas, siempre irracionales pero de suma utilidad para el ejercicio del poder. Conviene dejar en manos de los "inteligentes" el fundamento racional de los dogmas. Trátese del origen del Universo o de la aplicación de un nuevo impuesto, nunca faltará un filósofo, un teólogo o un jurista que explique por la razón lo que elpríncipe promulga por la fe o, llegado el caso, por el uso de la fuerza.
El encuentro con su primer semejante persuadió al joven Hijo de Wari de que no habría de resultarle en absoluto difícil convencer a los demás de que él era, en verdad, imprescindible.
14
El joven Hijo de Wari había caminado durante una jornada completa siguiendo el sendero tortuoso que zigzagueaba por la ladera de las montañas. Estaba exhausto y hambriento. Era noche cerrada cuando, hacia el final del camino que descendía hacia una profunda hondonada cruzada por un delgado hilo de agua, vio las primeras luces del pueblo. Impulsado por la brusca pendiente, el hambre y la fatiga, el Hijo de Wari apuró el paso hasta el talud donde se iniciaba el bajo caserío que se extendía, blanco y desigual, al pie de los cerros. Las casas estaban vacías y las calles desiertas. Desde un lugar incierto aunque cercano se escuchaba la música de los erques y los bombos que resonaba contra la falda de los cerros, subía y parecía descender desde el cielo. Era la fiesta de las Alesitas. El Hijo de Wari se aventuró por una callejuela y, más allá de la iglesia que se elevaba por sobre los techos exhibiendo su único campanario huérfano de campana, en el centro de la plaza, pudo ver el enorme fogón en torno al cual la gente bebía, cantaba y bailaba. Se le hizo agua la boca cuando vio una enorme olla, de un diámetro semejante al de su hambre, donde se cocía una yantar hecha de maíz y gallina, de papa y cerdo y de cuanta cosa tuviese una consistencia comestible. Más allá, a los costados de la plaza, se levantaban los enclenques puestos de la feria de las Alesitas. Desde una de las recovas que circundaba la plaza, el Hijo de Wari veía las tiendas donde se apiñaban incontables miniaturas hechas con el barro cocido de los anhelos: casitas blancas con techo de tejas, diminutos fajos de dinero, hombrecitos vestidos de novio, camiones del tamaño del pulpejo de un meñique, botellas de vino de la circunferencia de un clavo, llamas, vicuñas y ovejas agrupadas en manadas liliputienses y centenares de enseres minúsculos que la gente pagaba con el cobre único de sus esperanzas. Envuelto en la sombra de las columnas de la recova, el Hijo de Wari veía las mesas forradas de felpa púrpura diezmada por las polillas, donde los tahúres hacían su número de prestidigitación cobrando en contante y sonante a expensas de la candidez de los apostadores. Más allá, debajo de un toldo marchito, una fila de hombres esperaban su turno para tirar al blanco con un rifle de caño deliberada y sutilmente torcido. Obnubilado por el perfume que rezumaba la olla, el Hijo de Wari volvió a levantar a Gregoria Galimatías Salsipuedes, caminó hasta al fogón y, como ella misma lo hiciera en vida tantas veces, ofreció el cuerpo de su madre, ahora convertido en estatua, a cambio de un plato de comida. Sin terminar de convencerse, la vieja cocinera llenó un plato hasta el borde, se apuró para que no hubiera tiempo para el arrepentimiento, le agregó todos los condimentos que tenía y lo puso ante de las fauces hambrientas del Hijo de Wari. La vieja se quedó contemplando la magnífica escultura de la China Supay que acababa de adquirir y se dijo que aquel había sido el mejor negocio que jamás hubiera hecho.
El Hijo de Wari no había pasado inadvertido. Como si se tratase de un número más de todos aquellos que ofrecían sus habilidades a cambio de unas monedas, la gente se paraba a mirarlo. Era un extraño espectáculo verlo comer, sentado junto al fogón, rodeado de lagartijas de todos los tamaños y colores trepándose sobre sus hombros, de serpientes que se le enredaban alrededor de los tobillos y de las muñecas, de hormigas que formaban un círculo en torno a su famélica persona, de sapos, ranas y escuerzos que le saltaban de aquí para allá por sobre las rodillas. Antes de que hubiera terminado de comer, el Hijo de Wari levantó la vista del plato y notó que se había formado un nutrido grupo de curiosos queesperaban que aquel anónimo forastero hiciera su número.
Y no habría de hacerse rogar.
15
El Hijo de Wari se limpió la boca con el reverso del extremo del poncho y, con el ánimo recobrado después de haber comido hasta la saciedad, se detuvo a contemplar los rostros expectantes que se reunían en torno a él. Luego miró por sobre las cabezas y vio la cruz que remataba el campanario sin campana de la iglesia recortada contra la montaña. Consideró otra vez a los embaucadores que cambiaban una quimera por dos monedas, a los que vendían dos promesas diminutas al precio de cuatro certezas de cobre circular, a los que adivinaban la suerte en las tripas de los fetos de llama. Entonces pudo ver en los ojos de todos aquellos que se apiñaban a su alrededor el brillo candoroso de aquel que, en su desesperación, está dispuesto a cegarse para ver lo que anhela ver. El Hijo de Wari recordó las palabras de su tutor: