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Y así, a medida que se dilataba la espera, cada día que pasaba se multiplicaba el volumen de la desazón y el número de los que guardaban una vigilia esperanzada y paciente.

La materia del príncipe debe estar constituida por la misma substancia de la que están hechas las promesas. El valor de la promesa no ha de estar dado por su cumplimiento, sino, al contrario, por su dilación indefinida en el tiempo. Una promesa cumplida genera en el vulgo, al contrario de lo que indicaría el sentido común, una profunda decepción. No existe obra más magnánima que aquella que reside en la imaginación. La realidad nunca puede superar en perfección a la idea. De manera que cuanto más ideales e irrealizables sean las promesas, tanto más fuerza tendrá en las ilusiones del vulgo. Siempre será mucho más tenido en estima aquel que se presente como un idealista soñador que el que concrete en la realidad sus obras que,irremediablemente, siempre se verán más torpes y deslucidas que la idea que de ellas había generado. Una mujer siempre es más bella, más sublime y deseada mientras nos es ajena. Su encanto disminuye ni bien conseguimos tenerla en nuestros brazos. A tal punto esto es innegable que las propias Tablas de la Ley nos prohiben, no ya a la mujer del prójimo, sino al propio deseo sobre ella. Un objeto nos será apetecible cuanto más se dilata nuestra espera y, al contrario, se desvanecerá el interés sobre él tan pronto como lo poseamos.

La propia figura del príncipe deberá obedecer a este principio. Tendrá que entregarse al vulgo con la misma etérea perfidia de una mujer fatal. Alternativamente deberá mostrarse enamorado de sus subditos y, al día siguiente, evasivo y escurridizo del fervor popular. Nunca un amante puede mostrarse posesivo y mendicante de amor. El príncipe debe proceder como el amante perfecto: si para conservar la estima del vulgo tiene que posponer el cumplimiento de una promesa, habrá de estar dispuesto, también, a privar al vulgo de su propia presencia para hacerla infinitamente más deseable.

Siguiendo los consejos de su tutor, Xavier Huáscar Molina Viracocha, el Hijo de Wari decidió diluirse por un tiempo de este mundo para consolidarse en el espíritu de sus seguidores.

18

Más de tres interminables lustros permaneció el Hijo de Wari en un hermético retiro. Nadie, ni siquiera su fiel consejero, conoció el recóndito lugar de su aislamiento. Hubo toda clase de especies y rumores en torno a su paradero. Los alfareros, que bajaban para vender sus artesanías al pueblo del otro lado de las montañas, decían que decían los viajantes que iban a la ciudad que decían los que iban al otro lado de la frontera que los que cruzaban el río ancho decían que decían los que viajaban a la capital que decían los que atravesaban el océano que lo habían visto, llevando la estatua de la China Supay a cuestas, seguido por su cohorte de lagartijas, sapos e insectos, haciendo aparecer de la boca de la serpiente aros, alianzas, gemelos, zapatos y toda clase de impares a la espera de su pareja. Decían que decían haberlo visto caminando por las escarpadas laderas de las Rocallosas y bordeando los infinitos precipicios del Himalaya, decían que decían haber visto su paso decidido a través de la cintura de los Urales y entre las cumbres cercanas al Monte Ararat.

Pero éstas no eran más que habladurías. Lo cierto fue que durante tres eternos lustros nadie, absolutamente nadie, volvió a saber de su existencia.

II LA CORONACIÓN

1

Un lejano día entre los días, desde el sendero que bordeaba los cerros, fue acercándose una silueta que, conforme avanzaba, iba apareciendo y desapareciendo por encima y por debajo de los horizontes sucesivos que imponía el tortuoso relieve del camino. Era un hombre montado sobre una mula de grupa cuadrada y vientre inflamado, cargada con una alforja a cada lado. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza en torno a la glorieta. Abúlicos y un poco a desgano agitaban pancartas y banderines que llevaban escrito el nombre del intendente. La banda de vientos sonaba estridente y voluntariosa, aunque parecía no guardar un criterio unánime de armonía ni arreglo a compás alguno. El intendente, mientras ensayaba disimuladamente y para sí los numerosos folios del discurso que se preparaba para leer, cada tanto sonreía y saludaba a la multitud. Nadie había prestado atención al hombre que, lentamente, iba bajando por la ladera del cerro.

Cuando la banda concluyó su irreconocible pieza, dejó lugar al presentador oficiaclass="underline" un hombrecito bajo que vestía un traje raído y que era la voz del pronóstico meteorológico de la radio de la ciudad, aquel que desde hacía incontables años repetía invariablemente:

– Tiempo bueno, cálido y cielo despejado durante el día. Frío por la noche.

Y ahora, en su papel de presentador oficial de los actos de campaña del intendente, no podía evitar un ligero espasmo nervioso en los labios que opacaba su decir cristalino y radiofónico.

El intendente era inamovible como las montañas sobre las que se recortaba su obesa persona, blanco como las nieves eternas que las coronaban y tan antiguo en su función como la memoria del más longevo de los asistentes al acto. Desde siempre, invariablemente una vez cada cinco años llegaba desde la ciudad, leía su discurso -siempre el mismo-, no sin cierta indisimulable aprensión besaba las mejillas de los niños, abrazaba a las mujeres, estrechaba la diestra de los hombres, personalmente servía vino y empanadas, repartía las boletas electorales que llevaban su nombre y, finalmente, se iba antes del anochecer llevándose las voluntades de los lugareños hasta el próximo lustro. El intendente tenía la flotante materialidad de las boyas de los pescadores de los rápidos que bajaban de las cumbres: había sobrevivido en su puesto a las turbulencias más feroces; sabía subirse a los tanques de los vencedores y bajarse a tiempo, cuando la corriente empezaba a cambiar.

Nadie se había percatado de la presencia del recién llegado, hasta que los cascos de la mula sonaron contra el empedrado de la plaza rompiendo el silencio ceremonioso que precedía a la palabra del intendente. Alguien entre la multitud giró la cabeza por sobre su hombro; no pareció otorgarle ninguna importancia al desconocido hasta que vio la delgada línea de reptiles que seguían a la mula en imperceptible caravana. Entonces, cuando buscó el rostro del jinete, que estaba cubierto por el ala del sombrero, pudo distinguir entre los pertrechos que llevaba en bandolera, la cabeza cornamentada de la China Supay.

2

El niño que se había alejado por aquel mismo camino hacía más de tres lustros, tenía la misma inexpugnable expresión del hombre que ahora miraba a la multitud como si nunca se hubiese ido. Detrás de aquellos párpados que llevaban el estigma oblicuo del Oriente brillaba el azul de sus ojos, como dos gotas del Mediterráneo caídas en el desierto moro de su piel, ahora quebrada por el paso de los años. La multitud giró lentamente sobre sus talones y de a poco formó un semicírculo en torno al Hijo de Wari dejando la plaza vacía y los banderines y pancartas tirados en el suelo. El intendente miraba azorado por encima de los lentes de leer. Carraspeó frente al micrófono, lo golpeó con el índice pero no consiguió suscitar, ni siquiera, la atención de los músicos, que iban abandonando la pérgola embanderada. Todos conservaban, como un talismán que siempre llevaban consigo, las alhajas impares, las alianzas y los aros únicos, los gemelos solitarios y hasta los zapatos derechos que había materializado el Hijo de Wari hacía más de quince años. Todos suplicaban su magia extendiendo los brazos, mostrando los tesoros singulares, implorando la multiplicación del milagro.