Al Hijo de Wari no le hubiese demandado ningún esfuerzo tomar a su serpiente por el cuello y extraer de su boca el par complementario de cada una de las baratijas. Pero sabía que la mejor forma de cumplir una promesa no era mediante su realización, sino por medio de la formulación de otra promesa. Ante la mirada suplicante de todos, se apeó, abrió una de las alforjas que colgaban de las ancas de la muía y extrajo un grueso atado de billetes. Los liberó del cordón, los rompió por la mitad y los lanzó al aire formando un tropel tumultuoso que se desesperaba por hacerse de la mayor cantidad de fracciones de papel. Y así, fue desatando fajos de billetes, rompiéndolos al medio y arrojándolos al aire hasta vaciar por completo el contenido de las alforjas. El intendente, petrificado, miraba el triste espectáculo de sus boletas electorales desparramadas indolentemente por el suelo, pisoteadas y destrozadas por la multitud.
Durante su dilatada trayectoria hecha de marchas y contramarchas, de avances y retrocesos, de alianzas y de traiciones, el intendente había tenido que enfrentarse a diversos contratiempos e imponderables. Pero ahora, viendo cómo su autoridad quedaba vilipendiada bajo los pies descalzos de la turbamulta que obedecía a los inexplicables arbitrios de un bufón, cayó en la trampa como un bisoño inexperto. Personalmente ordenó al teniente que comandaba la pobre tropa que velaba por la seguridad del acto, que detuviera de inmediato al revoltoso.
El Hijo de Wari vio cómo el escuálido piquete trotaba hacia él y no solamente no hizo nada por evitarlo sino que fue a su encuentro. La multitud se aferraba a las vestiduras del Hijo de Wari intentando liberarlo de sus captores. Pero conforme intentaban interceder, recibían una lluvia de golpes de bastón y hasta culatazos de fusil. Finalmente el reo pudo ser arrancado de las manos de sus castigados protectores y conducido hasta la cárcel de la intendencia de la ciudad al otro lado del cerro.
Al viejo intendente no habría de alcanzarle lo que le restaba de vida para arrepentirse.
3
Fue durante su cautiverio en la cárcel de la intendencia donde el Hijo de Wari se ganó el apodo de Madre de Dios. La celda era un cubículo hediondo y oscuro donde apenas cabían las humanidades verticales de los cuatro presos que se apiñaban antes aún de que llegara el quinto. Eran cuatro cuerpos que se dirían despojados de alma. El carcelero que había conducido al Hijo de Wari hasta la celda, lo trataba con el respeto con el que se dirigiría un edecán a un mandatario. Llevaba una cadena alrededor del cuello desde la cual pendía un gemelo solitario que, quince años antes, había sido sacado de la boca de la serpiente por aquel a quien, ahora, mientras lo conducía hacia la celda, no se atrevía a tocar siquiera. Nadie ignoraba quién era el nuevo preso. Sus compañeros de celda, cuatro estafadores de poca monta que entraban y salían de la cárcel según el intendente necesitara o prescindiera de sus servicios, miraban al Hijo deWari con una devoción que se hubiera dicho religiosa, con la misma admiración que un aprendiz le profesa a su maestro. Uno por uno se fueron presentando con una suerte de reverencia improvisada que concluía con un espontáneo beso en la diestra del maestro. El más joven, un tipo regordete de mejillas rojas e inflamadas, parecía ser el que llevaba la voz del grupo. Se había presentado como Orestes Morse Santagada. Le decían La Morsa. Hablaron poco. O nada. Sin embargo, nunca más, hasta el entonces lejano día de la Ascensión, habrían de separarse.
Afuera, la gente iba llegando hasta las puertas de la intendencia para exigir la liberación del mártir. Llegaban desde los huecos más recónditos de la montaña a lomo de muía, cruzaban los cerros de a pie y, en la misma medida en que se dilataba el confinamiento del Hijo de Wari, crecía la multitud que se agolpaba frente a la intendencia. La noticia había llegado hasta la capital. Sumido en la confusión, el intendente hizo llevar al reo a su despacho. Sentado frente al inculpado, el viejo funcionario no podía evitar sentir la mirada de su interlocutor como el filo de una guillotina que caía sobre su cuello. El intendente fue escueto: prometió liberarlo solamente si abandonaba, no ya la ciudad, sino el vasto perímetro de la provincia y bajo la condición de que nunca más en su vida habría de volver a pisarla. El Hijo de Wari rió con ganas.
Existen dos modos de explotar para el provecho propio el potencial del prójimo del que podemos servirnos. Todo hombre presenta una arista visible y otra recóndita. En virtud de este lado evidente podemos conocer su utilidad manifiesta: puede ser rico o pobre, sabio o ignorante, soberbio o humilde, de franca disposición para el trabajo o completamente holgazán, sensato y cuidadoso de las apariencias sociales o promiscuo y de ordinarias costumbres. Pero puede que éstas no sean sino apariencias. Sobran los ejemplos de hombres que a la luz del día son respetables y cuidadosos de las formas sociales y, por las noches, revelan furtivamente sus inconfesables costumbres. Hay hombres avaros, dueños de secretas fortunas, que aparentan indigencia con el propósito de ganarse la compasión y evitarse el desembolso de un centavo e, inversamente, existen hombres que aparentan riqueza para gozar del crédito y la consideración que de otro modo serían incapaces de obtener. Para aprovecharnos de las virtudes evidentes de nuestros semejantes deberemos, primero, conocer sus miserias más secretas. Y, si en cambio, sus miserias nos fueran de utilidad, deberemos presentarlo a los ojos públicos como un hombre probo, ya que nadie sentaría a la mesa de su familia a un canalla. En resumen, un príncipe tendrá como norma y principio obtener lo peor de su prójimo
El Hijo de Wari acarició al perro enorme y escuálido que dormía a los pies del intendente y, frente a los ojos alelados del funcionario, extrajo del interior de la boca del animal un rollo de papel atado con un cordón púrpura. Sin que se moviera un músculo de su cara, el Hijo de Wari deshizo el nudo y extendió el papel. Primero lo leyó con expresiva atención y, cuando hubo terminado, se lo entregó al intendente:
– Fíjese -le dijo- lo que andan diciendo los perros de usted
El intendente arrancó el papel de las manos de su interlocutor y, sin que pudiera evitar una mueca de espanto, se derrumbó sobre el escritorio.
Empezaba a caer la noche cuando el balcón de la intendencia se abrió de par en par. La multitud pudo ver al viejo, inamovible como la montaña y tan blanco y eterno como las nieves que la coronaban, que se disponía a hablar. Primero anunció que el reo sería inmediatamente liberado. Y, entre la ensordecedora ovación que rompió en las gargantas, proclamó que, habida cuenta de que él ya era un hombre viejo, habría de ceder su propia candidatura al nuevo conductor. Entonces invitó a salir al balcón al Hijo de Wari para que saludara a los artífices del milagro.
4
El Hijo de Wari asumió la intendencia y la ejerció acumulando promesas cada vez más ambiciosas. Sin abandonar el viejo poncho que le confería un brío caudillesco, fue cosechando fascinadas voluntades en toda la provincia. Atrás habían quedado los días de los milagros obrados en el vientre de la serpiente. Ahora las obras prometidas eran de tal magnitud que no habrían de caber siquiera en la ciudad. Y la intendencia fue apenas un breve escalón en su rápido ascenso hacia la gobernación.