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LIBRO TERCERO : ARGENTINA SONO FIN

I EL REINO DE LAS SOMBRAS

1

Trece reposeras paralelas al mar hundían sus patas en la arena blanduzca de la orilla, justo al límite ondulante de la línea de espuma blanca que dejaba el reflujo de las olas en sus últimos estertores. Por sobre los respaldares se recortaban sendas cabezas contra un cielo hecho del mismo azul turquí del mar. Eran trece plácidas almas en silencio. Algunos sostenían sobre el abdomen unos cocos inabarcables repletos de un licor que se diría fluorescente, otros revolvían con morosa displicencia unas copas en forma de grial que contenían un daikiri espeso y frutado. A sus espaldas, que todavía no se habían acostumbrado al sol tropical, sonaba una vaporosa música de ukelele. Después de los avatares del vuelo, el gabinete en pleno se tomaba un meritorio descanso. En la reposera del medio, tendido cuan largo era -por así decirlo-, el Presidente no podía evitar una mueca indescifrable pero muy semejante a la preocupación, que se le manifestaba en una arruga vertical entre ceja y ceja. Sin despegar la vista de un punto invisible situado más allá del horizonte, se bebió de un sorbo el fondo de daikiri, tibio y ya diluido, e inmediatamente elevó el vaso vacío haciendo sonar los últimos vestigios de hielo contra el vidrio. El Ministro de Asuntos Exteriores, que dormitaba en uno de los extremos, salió de su plácida duermevela como lo haría un perro cuyos reflejos estuviesen condicionados por una campana, sacudió la cabeza a izquierda y derecha hasta ver el vaso tintineante que lo requería. Saltó como despedido por un resorte y ante la insistencia del Presidente, que no dejaba de agitar el vaso en el aire, declaró raudo:

– ¡Voy!

El Ministro de Interior, mientras sorbía una suerte de jugo de un tubo fluorescente que serpenteaba a través de una cánula en forma de espiral, dirigiéndose al canciller por lo bajo pero en un volumen suficiente para que escuchara el resto del gabinete, murmuró:

– Vaya volando.

Salvo el Presidente, que parecía no escuchar otra cosa más que el secreto soliloquio de su pensamiento, los Ministros, secretarios y hasta la Pri mera Dama, rompieron en una implosión de carcajadas contenidas, de risas que querían escapar del encierro de la glotis, transformadas en lágrimas de tentación irrefrenables. Sofocaban los accesos de carcajadas revolviéndose como un feliz grupo de espásticos. Con gestos disimulados se llamaban a la cordura viendo el ceño inamovible del Presidente. Y cuando las risas parecían definitivamente extinguidas, cualquier acontecimiento, por carente de sentido que pareciera, volvía a encender los rescoldos de hilaridad. Así, el vuelo de una gaviota que pasaba frente a sus ojos despertaba murmullos tales como:

– Ahí va la ministra Arguello -y entonces, otra vez, se desencadenaba una explosión de risotadas.

Finalmente, el estado de excitación del gabinete consiguió romper el mantra en el que el Hijo de Wari se guarecía imperturbable. Lanzó una mirada de fusilamiento general y, entonces sí, todo volvió a la calma. En ese mismo momento llegaba el obeso canciller con paso corto y ligero, meneando el abdomen blanco y pendiente, trayendo en la diestra el nuevo daikiri para el Presidente.

– Sírvase, Madre -le dijo, genuflexo, intentando no deshacer su frágil sosiego.

El Hijo de Wari, tendido en la reposera, consideraba sus piernas no sin cierta desaprobación. El vientre, despojado ahora de la faja que solía comprimirlo, se le desparramaba hacia los costados y contrastaba con aquellas pantorrillas óseas, sarmentosas y demasiado delgadas que asomaban como dos ramas secas desde los amplios bermudas cuyo estampado reproducía el paisaje que tenía frente a sus ojos. Bebió un sorbo, se calzó unos Ray Ban de marco dorado y, sin mover la cabeza, le preguntó al Ministro de Justicia:

– Santa Marina, ¿cuántos hijos me quedan?

El doctor Santa Marina carraspeó, fingió que no tenía ninguna duda, miró de reojo hacia su izquierda y entonces vio el gesto que, con el índice extendido, le hacía a escondidas la ministra Arguello.

– Uno, Madre -contestó compungido.

– ¿Varón o mujer? -volvió a preguntar el Presidente.

El Ministro de Justicia, otra vez en apuros, volvió a mirar las manos de su colega que formó una figura juntando ambos índices hacia arriba y los pulgares hacia abajo.

– Mujer, Madre -dijo, desembarazándose del brete.

En un hilo de voz inaudible, el Presidente musitó:

– Qué problema…

Entre los reconocidos, los naturales y los de dudosa paternidad, el Hijo de Wari declaraba diez hijos aunque, en rigor, nadie de su entorno ignoraba que solamente había tenido dos: un varón y una hija. Pero durante su larga preparación, antes de llegar al poder, había aprendido de labios de su maestro y consejero, Xavier Huáscar Molina Viracocha, que nada conmovía al pueblo más que la muerte. Y, en efecto, el apotegma de su tutor le había dado sus frutos.

De todos los infortunios, la muerte es el que con mayor filo atraviesa los muros del alma, el que más acongoja y el que despierta mayor compasión hacia los deudos de la víctima fatal por parte del vulgo. El mandatario no debe disimular su dolor y habrá de dedicar a sus muertos las mayores pompas y los más elocuentes fastos, disponiendo cortejos funerarios públicos y compartiendo, de este modo, su congoja con el vulgo. En casos extremos de descontento popular y ante la inminencia cierta de grandes revueltas, con espíritu heroico debe el mandatario afrontar la posibilidad de destinar al altar del sacrificio alguno de sus seres más próximos y queridos, convirtiendo el descontento en compasión y su propio dolor en generoso martirio en pos de los superiores intereses de la Patria.

Antes de su primera asunción había recogido ocho niños al azar de la Casa de Expósitos de su provincia natal y los había anotado como propios con el auspicio del director del orfanato, quien luego habría de ser su Secretario de Minoridad. Fueron ocho dramáticos decesos y ocho felices alecciones nacionales sucesivas, ganadas con la mayoría absoluta de la compasión popular. Pero mientras se aproximaba la fecha de la Gran Elec ción, la que determinaría su enésimo mandato, el Hijo de Wari había notado dos hechos preocupantes: por una parte, las encuestas no eran del todo favorables y, por otra, había caído en la cuenta de que ya se le habían agotado los hijos destinados al sacrificio por la Patria. Desarmado, con la desesperación de quien mira desconsolado el tambor vacío del cargador de un revólver mientras ve acercarse al enemigo, el Presidente tuvo que tomar la determinación. Tenía que optar. Se vio en una dolorosa y peculiar decisión salomónica en la cual él era juez y parte; tenía que ser el propio Salomón y, a la vez, las madres en pugna representadas por su conciencia dividida. Pero, además, el hijo en disputa habría de ser uno de sus propios hijos biológicos. Sin embargo, se había dicho, él era más sabio, más justo y, sobre todo, más templado que el mismo Salomón. De modo que no habría de temblarle el pulso a la hora de blandir el sable de la imparcialidad para derramar la sangre de su sangre. Y así lo hizo.