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Tendido en la reposera, el Hijo de Wari recordaba aquel lejano día en que se había visto obligado a intervenir en la providencia para cambiar el fatídico destino que, de otro modo, le hubiese deparado a la Patria.

Como correspondía a una determinación semejante, digna de los héroes, cercana a la de los dioses mitológicos, se imponía que el ofrendado al sacrificio fuese el primogénito. Como un Saturno famélico del favor popular, el Presidente decidió entonces devorar de un bocado, rápido e indoloro, la carne de su carne. En carácter reservado hizo llamar a su despacho de la Casa de Campo al Ministro de Interior y, en el monacal retiro de los jardines del Palacio, mientras caminaban entre los senderos de grava bajo el techo vegetal de los jacarandaes, el Presidente le hizo saber su resolución. No quería saber ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Tenía, sí, que ser una muerte épica y, sobre todo, profundamente conmovedora.

– Déjelo en mis manos, Madre -le dijo emocionado el Ministro, a la vez que abrazaba al primer mandatario, quien hacía ingentes esfuerzos por mantenerse impertérrito.

Una semana después de la conversación en la Casa de Campo y a un mes de la Gran Elección, el Presidente recibió la trágica noticia. Todos los diarios anunciaban la descomunal necrológica en letras del tamaño de la tragedia. La muerte había asestado un nuevo golpe al corazón presidencial. El pueblo, presa del desconsuelo y el azoramiento, lloraba al vástago del primer mandatario como se lloraría la muerte de un hijo propio. La Primera Dama, la madre, María de los Perros Amor, caminaba como una loca de aquí para allá queriendo convencerse de que todo aquello no era sino una pesadilla. Muda de espanto, nunca más, hasta el Día de la Ascensión, habría de poder pronunciar palabra. El Ministro de Interior no había salido de su despacho. Reunido con el Jefe de la Secretaría de Inteligencia, no hacían más que mirarse atónitos sin comprender qué había sucedido. El Presidente leía una y otra vez, aturdido y furioso, los titulares de los diarios:

HIJO DEL PRESIDENTE

MUERE ATRAGANTADO

CON HUESO DE POLLO

El Ministro de Interior tuvo que jurarle y perjurarle al Presidente que él era completamente inocente. El secretario de Inteligencia asentía intentando declinar cualquier responsabilidad, después de todo, él era un exquisito, un detallista, un verdadero manierista del magnicidio disimulado y así lo acreditaba su nutrido e impecable curriculum. ¿Cómo hacerle entender al Presidente que aquello había sido un simple y vulgar accidente? Si bastaba con haberlo visto comer; su hijo deglutía como un desaforado y casi no sabía usar los cubiertos, el pobre. El Ministro asentía cuando el Hijo de Wari vociferaba que no era aquella ya ni siquiera una muerte épica, sino, lisa y llanamente, una verdadera vergüenza familiar. El secretario de Inteligencia intentaba consolarlo convenciéndolo de que, después de todo, su hijo no había muerto en vano, que el pueblo estaba realmente conmovido, que había que pensar en el futuro.

Y, en efecto, el futuro habría de compensar la pérdida irremediable con un nuevo triunfo electoral.

Mirando la puesta de sol a través de sus lentes ahumados. El Hijo de Wari volvió a considerar su horizontal humanidad y no pudo evitar verse viejo. Su mujer, en cambio, quien reposaba a su diestra, se veía tan joven como el lejano día en que la conoció. Giró la cabeza hacia ella y, aprovechando que tenía los ojos cubiertos por una mascarilla protectora, la examinó con minucia. Tenía aquellas mismas piernas, largas y forjadas en el torno trajinado de los catres de un burdel de pueblo, el mismo vientre, terso y llano, la misma candidez en la mirada que el día en que la conoció. Él, en cambio, no era ni la lejana sombra de lo que fue.

El Presidente buscó al Ministro de Finanzas en la hilera de cabezas sucesivas.

– Tamburrini -susurró el Hijo de Wari.-Si, Madre, diga -contestó el Ministro de Finanzas, enderezando el torso.

– ¿Cuánto nos queda, Tamburrini? -preguntó el primer mandatario con desidiosa preocupación.

El Ministro se incorporó raudo y caminó entre las reposeras agachándose para murmurar al oído de los integrantes del gabinete. Entonces todos empezaron a hurgar en sus bolsillos y billeteras. El doctor Tamburrini se acercó al Presidente y dejó sobre el alzapiés de lona un amasijo de billetes arrugados debajo de un puñado de monedas a guisa de pisapapeles. El Hijo de Wari se levantó las gafas oscuras, miró aquel triste acervo que se amontonaba a sus pies, elevó la mirada hacia la cabizbaja figura del Ministro de finanzas y, por fin preguntó:

– ¿Esto es todo?

El doctor Tamburrini, viendo que su cabeza se negaba a asentir, se limitó a sonreír como un idiota. El resto del gabinete presenciaba la escena al borde del pánico. Entonces, ante el silencio general y frente a la sonrisa congelada del Ministro, el Presidente también sonrió. Y no solamente sonrió, sino que además ahora se reía con ganas.

– Entonces, ¿esto es todo lo que hay? -y el primer mandatario hundía la diestra en el montículo de billetes y los dejaba caer como una volátil cascada sin dejar de reírse.

El Ministro de Finanzas imitó las breves carcajadas del Hijo de Wari y, ante la distensión, el gabinete rompió en un coro de risas que, otra vez, termi-naron en un orfeón de carcajadas espasmódicas. Entonces el Presidente se puso de pie y, rojo de furia, maldijo a todos y cada uno de los miembros de su cohorte de imbéciles, maldijo su suerte y maldijo la hora en la que a alguien se le había ocurrido la maldita idea de la fuga. Y así, colérico y vociferante, arrojó el vaso al aire. El vaso se elevó, alcanzó su altura máxima, giró varias veces sobre su eje y cayó haciéndose trizas contra una superficie dura, plana y muy diferente de la arena. En ese mismo momento el Hijo de Wari ordenó:

– Hoy quiero cenar en Estambul.

Entonces aquel cielo diáfano, ese mar apacible y el sol rojo e inflamado del ocaso se diluyeron, de pronto, en la más absoluta negrura.

3

Hubo unos segundos de desconcierto. En el interior de aquella penumbra más oscura que la noche, acrecentada por el contraste de ese sol reciente que todavía destellaba en las retinas del gabinete, se escuchaban carraspeos y palabras dichas a media voz. Los Ministros y secretarios podían intuir una fantasmal presencia que recogía las reposeras y las plegaba haciéndolas sonar como tijeras. Los vasos tintineaban chocando unos con otros y los restos de cocos y piñas esparcidos en el suelo parecían agruparse y alejarse. De pronto se hizo la luz. Un rectángulo perfecto de luz blanca ocupó el lugar en el que antes acontecía aquel vivido paisaje marítimo. Desde las negras alturas se descolgaban ahora unos conos de luz que encandilaron a los miembros del gobierno e iluminaron a un par de ágiles ordenanzas que barrían y componían el pequeño caos de los restos tropicales. Detrás del gigantesco proyector que ahora fulguraba en un destello quieto y blanco, el Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, descargaba el rollo del carrete que giraba huérfano, y lo guardaba en una lata cuyo rótulo manuscrito rezaba: "Vista panor. Honolulú, cámara fija".