Cuando terminaron de barrer y despejar el piso del estudio, los mismos ordenanzas hicieron correr unos enormes paneles del fondo de decorado deslizándolos sobre unos rieles aéreos que los sujetaban. Los Ministros y secretarios, detrás de bambalinas, envueltos en toallones, se quitaban los trajes de baño y una vestuarista les alcanzaba los atuendos que habrían de vestir para la cena.
La misma noche en que el Presidente con sus doce apóstoles se habían evaporado en el cielo, tenían ya prolijamente preparada la que habría de ser su secreta y provisoria guarida. El Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, personalmente había reacondicionado los añosos y abandonados interiores de los estudios de Palatina Sono Film. El nuevo cuartel general del gobierno en las sombras era una verdadera ciudad en ruinas dentro de los suburbios también en ruinas. Ya casi nadie recordaba que allí, dentro del perímetro de aquella ciudadela, se habían gestado las más gloriosas páginas de la historia del cine. Los titánicos sets de filmación que otrora iluminaban el cielo con sus cañones de luces, eran ahora una sombra difusa entre la bruma suburbana. Parecían viejos hangares derruidos después de un bombardeo. Los imponentes letreros de bronce que en forma de sol naciente coronaban los dinteles de los estudios, ahora colgaban desvencijados al arbitrio del viento. La rampa de acceso al edificio:entral, allí donde se detenían los interminables Impalas, los radiantes y fabulosos Cadillac desde cuyas muertas asomaban pantorrillas interminables envueltas en medias de red, aquel suelo hecho de mármol Y alfombra que una vez había pisado la mismísima Rita Hayworth, se había convertido en un delgado pastizal entre la grava que se perdía en un campo a merced de los perros hambrientos. Los espléndidos salones que circundaban el auditorio quedaron despojados del techo, y los pisos habían sido devorados por una alfombra vegetal donde pastaban los caballos de los cartoneros junto a las columnas dóricas que ya no tenían nada que sostener. En aquellas terrazas donde, en las noches de verano, bailaban las estrellas bajo las estrellas, ahora no sonaba otra música más que el lamento lobuno del viento. Desde el cierre definitivo de los estudios de Palatina Sono Film nadie, salvo las vacas, los caballos y los perros, se había atrevido a transponer los alambrados. Se decía que el predio de los antiguos estudios era el purgatorio de los astros muertos, que bajo los tinglados de los viejos sets se paseaban las sufrientes almas de los comediantes condenadas a interpretar sus peores papeles, sus actuaciones más lamentables, que por las noches se oía a una claque espectral que alternaba aterradoras carcajadas con horripilantes lamentaciones.
Aquella ciudadela oculta y olvidada contenía dentro de sí todas las ciudades del mundo. Aquí y allá podían verse apolillados telones que reproducían el Big Ben envuelto en la bruma londinense, los grises tejados parisinos con el fondo de una Notre Dame reconocible pero distinta, alucinada, el puente de Brooklyn delante de una Nueva York onírica y borrosa, la Fontana di Trevi recortada contra el fondo imposible del Coliseo, la calle de Alcalá hecha con una improbable arquitectura catalana, los morros de apariencia prehistórica de Río de Janeiro junto a una Acrópolis marmórea y flamante, como si acabara de ser construida. Y ciudades quiméricas e inverosímiles. Ciudades que jamás existieron. Ciudades que se dirían narradas por Marco Polo.
El Director Oficial de Cine, Héctor Perón del Bosque, descubría cada rincón de los estudios con la misma sorprendida excitación de un arqueólogoque acabara de internarse en una cripta nunca antes explorada. Con su índice tembloroso de emoción, removía las gruesas capas de polvo que conservaban intactas las reliquias de la edad de oro del cine. Viejas moviolas manuales que todavía contenían en sus carretes miles de fotogramas que jamás habían sido puestos en pantalla. Archivos repletos de películas íntegras de las que nunca nadie tuvo conocimiento. Podía reconocer los decorados correspondientes a tal o cual escena memorable del blanco y negro, los vestuarios completos e inmaculados que vistiera esta o aquella luminaria olvidada o perdida en el Olimpo de la nostalgia. Y a medida que se internaba en aquellos elíseos galpones fantasmales de la añoranza, en un silencio solamente interrumpido por el eco de sus pasos, se dijo que no podía haber elegido un lugar mejor para levantar el cuartel general del gobierno en las sombras.
(Afuera, mientras tanto, ajenos por completo al misterioso destino de Su Excelencia, esperábamos el día de Su regreso. Mirábamos caer la lluvia incesante del agobio a través de los vidrios empañados con el aliento acre del desaliento. Contábamos las exiguas monedas que nos habían dejado los tiempos añorados y volvíamos a esconderlas debajo del colchón de astenia en el que nos hundíamos como en un foso sin fin. Sumidos en aquel domingo sin pausa, nos resistíamos a comprender que el lecho pringoso que se pegoteaba a nuestras espaldas no era el fondo del abismo, que siempre era posible estar más y más abajo. Como las crías de los buitres, abríamos el pico de par en par hacia el cielo esperando que cayeran las migajas de la fiesta. Con eso nos bastaba para conformarnos. Echados en la hamaca pendular de la resignación, no atinábamos a otra cosa que a rascarnos el culo escaldado por el letargo. Igual que el nuevo Presidente, aquel espantajo durmiente al que le colgaban las babas desde las comisuras de los labios mientras saqueaban lo poco que quedaba del Palacio de Gobierno, asistíamos impávidos al desvalijamiento de nuestras propias casas: sin llamar a la puerta entraban los acreedores de deudas que nunca habíamos contraído y frente a nuestros somnolientos ojos intentaban vaciarnos los bolsillos desfondados de los sacos y los pantalones diezmados antes por las polillas. Nos tomaban de los tobillos y nos sacudían cabeza abajo sin conseguir que se nos cayera más que la leve caspa de la indigencia. Entonces, igual que al nuevo Presidente, nos metían una pluma entre el índice y el pulgar y, moviendo nuestra diestra parapléjica, nos hacían firmar el conforme mientras cargaban con los muebles y nuestros pocos enseres. Habíamos aprendido a construir nuestra dicha con el amargo adobe de la desdicha ajena. A mandíbula batiente, los muertos nos reíamos ante el paso aturdido de los degollados que llevaban la cabeza bajo el brazo, los rengos hacíamos alarde de destreza bailando en una pata frente a los paralíticos, los miopes nos jactábamos ante los tuertos y los tuertos batíamos nuestro cetro real frente a las cuencas vacías de los ojos de los ciegos. Y así, mientras esperábamos el anhelado regreso de Aquel que se había perdido entre las nubes de la gloria, hincábamos el diente voraz en la carne magra de nuestros propios dedos.)
4
Desde la cabecera de la mesa del restaurante del Hotel de los Sultanes, en el centro de Estambul, el Presidente podía ver a su derecha los seis alminares de la mezquita de Sultanhamed rasgando las nubes y a su izquierda los cuatro minaretes de la iglesia de Santa Sofía. Protegido a diestra y a siniestra por Alá y por Nuestro Señor respectivamente, Su Excelencia experimentó un súbito vendaval de divinas bendiciones. Las distintas religiones no constituían para su alma cotos antagónicos; al contrario, las concebía como una cifra única derivada de la suma de todas.Era cristiano entre los cristianos, mahometano entre los musulmanes, hebreo entre los judíos, budista entre los lamas; en fin, había renegado de todas las religiones para poder adherir, según lo requirieran las circunstancias, a cualquiera. Como quiera que fuese, ataviado con una túnica blanca y un quepis turquesa bordado con hilos de oro, el Hijo de Wari sintió que un hálito sagrado le confería una señal de buenos augurios. Y en verdad necesitaba confiar en el destino. Habían sido sólo dos días de convivencia con su gabinete y su esposa y creía que no habría de soportarlo ni un minuto más. Y menos aún bajo las actuales condiciones, que no le dejaban otra alternativa. Quién podía saber hasta cuándo habría de durar aquel curioso destierro alrededor del mundo, o mejor dicho, del mundo alrededor de su atribulada persona. Durante la cena en las terrazas del Hotel de los Sultanes, bajo una luna menguante que se confundía con las repetidas lunas que coronaban las cúpulas bizantinas, el Presidente hizo un rápido recuento de los acontecimientos que lo habían obligado a dejar el poder perdiéndose en las alturas.