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Había sido su tutor y consejero, Xavier Huáscar Molina Viracocha, quien ideó el plan de fuga hacia los cielos. Nadie había visto nunca al consejero del Presidente. Nadie le conocía la cara y muy pocos sabían de su existencia. El consejero era un oráculo sin rostro. No tenía despacho oficial, ni estudio privado. No percibía honorarios ni participaba de las reuniones de gabinete. Nadie sabía qué vínculo unía a Su excelencia con aquel misterioso asesor en las tinieblas. Nadie había oído su voz. Jamás se lo vio ingresar a la casa de gobierno. Inclusive aquellos pocos que habían oído hablar de Él, dudaban de su existencia. Nadie sabía ni en qué momento ni en qué lugar se reunía el Presidente con su consejero. Ni siquiera el Jefe de Inteligencia había podido establecer el paradero del enigmático ayo del primer mandatario. Sabían, sin embargo, que el Presidente no tomaba una sola decisión sin consultarlo. Se llegó a decir que el oscuro consultor no tenía una materialidad unívoca, que era visible sólo a los ojos de Su Excelencia, en fin, se tejían las más descabelladas conjeturas en torno a la identidad del mentor de las resoluciones oficiales.Lo cierto es que el Presidente había sido sorprendido en las más insólitas situaciones. El Ministro de Interior juró haberlo visto en animado diálogo con un sapo en su propio despacho. El edecán aseguraba que pudo presenciar cómo el Presidente hablaba con el busto marmóreo del General Pontevedra y, lo más desconcertante, que fue testigo del largo monólogo que, en respuesta, le diera la estatua moviendo sus labios pétreos. Incontables veces fue visto por los ordenanzas discutiendo acaloradamente con el retrato del Virrey Gallardo, con el cuadro del caudillo Manuel de la Zarza o con la pequeña gárgola de la fuente del Jardín de la Palmera. Todos los testimonios son coincidentes en un punto: sea quien fuere el eventual interlocutor, por lo general un objeto o un animal, en tales circunstancias, el Presidente hablaba en su idioma original, el aymará.

Cierto era que el primer mandatario siempre llevaba consigo un anotador que, día tras día, iba poblándose de máximas y aforismos, de preceptos y estratagemas, de sentencias y apotegmas relacionados todos con la sabiduría en el manejo de los asuntos de Estado que, se sospechaba, le habían sido dictados por su invisible consejero. Quienes a hurtadillas o de reojo pudieron leer algunas anotaciones, se encontraron con pensamientos tales como:

El mandatario siempre ha de tener presente que el vulgo, de voluntad tan voluble como predecible,puede ser igualmente proclive al melodrama y los sentimientos de piedad como la épica y los actos más inhumanos. Puede conmoverse hasta las lágrimas ante la muerte de un inocente y al día siguiente regocijarse como un animal carnicero ante el escarnio público de un reo. El mandatario debe saber aprovechar esta volubilidad a su conveniencia atrayendo hacia sí los sentimientos de compasión y piedad, y los de odio e ira hacia sus enemigos.

No constituye obstáculo alguno para la consecución del favor popular que el mandatario se enriquezca a expensas de su cargo. Esto no obra en desmedro de su prestigio ni credibilidad siempre que el vulgo perciba que su enriquecimiento es justo y merecido, pues no lo ha de considerar como malhabido sino una suerte de cobro por los servicios prestados al bien común. El pueblo ha establecido un claro apotegma: "Que robe pero que haga", demostrando de esta manera su propensión aprestarse como cómplice del mandatario cuando percibe esto como un beneficio propio, y como víctima cuando no. El mandatario deberá persuadir al vulgo de que si no es apto para enriquecerse él mismo, no lo será, tampoco, para enriquecer a sus conciudadanos. Cuanto más rico y ostentoso se muestre el mandatario, tanto más respeto obtendrá de la plebe. El vulgo se sentirá indignado ante la corrupción oficial en la misma medida en que se sienta excluido de ella. Si en cambio conserva la ilusión de que el fraude habrá de beneficiarlo, preferirá guardar un silencio colaborador, como sucede en los cotejos deportivos ante un fallo injusto pero que beneficia a los de la propia bandería.

Si las circunstancias políticas han excedido por completo las posibilidades de que el mandatarío se mantenga incólume, si acaso los vaivenes del manejo público se han tornado insostenibles, no debe permitir el gobernante que los escombros de la catástrofe se desplomen sobre su persona. Lo más aconsejable, por duro que pueda parecer, es aplicar una cauta retirada dejando que el peso del desastre recaiga sobre su enemigo. Sin embargo el alejamiento no debe parecer un acto de pusilanimidad ni de desidia ni de renuncia ni, mucho menos, de pánico. Al contrario, el mandatario deberá retirarse de un modo magnánimo, lleno de gloría y victoríoso, de modo que el vulgo lo recuerde con adoración y proclame la necesidad de su regreso.

Fue, exactamente, la justa combinación de estos tres consejos lo que había decidido la insólita partida del Presidente y sus Apóstoles a perderse en las misteriosas alturas de los inolvidables.

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Había sido una retirada magnánima, gloriosa, digna de un Mesías y no había requerido mayores artificios que los que podría aplicar un mago de mediana astucia. Por otra parte, en efecto, su aletargado sucesor veía cómo se desplomaban los escombros del desastre sobre la ruinosa madriguera del despacho donde hibernaba, durmiendo sobre los marchitos laureles de la desidia. El estado de las finanzas públicas se resumía en la triste imagen de las puertas abiertas del Tesoro Nacional que ahora albergaba en su interior a las familias de los empleados despedidos. Los balances oficiales eran una larga suma cuyas cifras se apilaban en la roja columna del Debe dejando el Haber en la más absoluta orfandad. La gente recordaba a Su Excelencia con la misma añoranza con que se recuerda la juventud perdida, con la misma nostalgia que tiñe al pasado con la ilusoria impresión de que ya nada volverá a tener ese dorado resplandor de los viejos y buenos tiempos. Las vacas flacas del pasado parecían, a la luz de los posteriores acontecimientos, gordos y saludables terneros que se ofrecían generosamente a los nuevos apetitos, rayanos con el hambre. Todos esperaban el regreso de Su Excelencia con la misma devoción con que se espera la vuelta de El Salvador. Por otra parte, siguiendo el sabio consejo acerca del necesario enriquecimiento del mandatario, el Presidente consideraba que el generoso botín que lo esperaba en las lejanas tierras de los cantones era dinero suficiente para sobrellevar el tiempo de misteriosa ausencia durante el cual habría de forjarse el bronce del mito y preparar el más triunfal de los regresos y entonces sí, habría de quedarse para siempre investido con todos los atributos, prerrogativas, honores y facultades con las que se corona a un rey. Desde el día de su asunción hasta la noche de la Ascensión, el Hijo de Wari no albergó esperanza más alta que la de fundar una nueva y majestuosa monarquía.

El Presidente se preguntaba con más amargura que indignación el porqué de la traición de su único amigo en el gabinete, el doctor Orestes Morse Santagada. Sin su presencia, la posibilidad de encontrarse con el anhelado botín se escurría como el agua entre los dedos. ¿Qué motivos habría de tener para renunciar a la gloria eterna? ¿Por qué él, justamente él, su compañero de celda, su cómplice y guardián de los más recónditos e inconfesables secretos, había decidido desertar hacia el bando de los infelices, de los fracasados, de los perdedores? ¿Por qué esa súbita vocación de perro del hortelano que lo llevaba a abjurar de la más holgada de las riquezas, arrastrando a sus compañeros a su mismo desgraciado destino? Pero lo más desesperante del caso era la posibilidad de que se le ocurriera hablar.La posibilidad de que, frente al acoso de la justicia, de la prensa y de la indignación popular su ex Ministro se resolviera a revelar el secreto de la fuga, aterraba al Presidente. Pero, en el fondo de su corazón, el primer mandatario albergaba la esperanza de su inminente llegada. Esperaba verlo atravesar el portón de los estudios de Palatina Sono Film y confirmar, de una vez, que todo había sido un malentendido, que jamás habría de traicionarlo y entonces se estrecharían en un abrazo tan prolongado como la historia que los unía.