Pero hasta que ese momento llegara, el plan finamente fabricado por su anónimo consejero parecía condenado a zozobrar.
9
Era noche cerrada en Estambul. El Presidente, su mujer y su gabinete miraban la borra de café adherida al fondo de sus tazas, intentando descifrar los albures que el destino habría de depararles. Entre las caprichosas formas oscuras que teñían la delicada porcelana de los tiempos de los otomanos, todos creían ver con meridiana claridad el inconfundible rostro del doctor Orestes Morse Santagada.
– No se aflija, Madre -intentaba consolar el Ministro de Interior-, ya va llegar, no se preocupe.-;
Y si no llega?
– No piense en eso, Madre, La Morsa sería incapaz…
– Pero, ¿y si no viene?
– Algo se nos va ocurrir, Madre.
Todos sabían qué significaba aquella frase, "algo se nos va a ocurrir", en boca del Ministro de interior. Nadie ignoraba que aquellas palabras eran el prólogo de una sentencia. Y, habida cuenta de que la existencia misma del doctor Orestes Morse Santagada se había convertido en una amenaza, era hora de empezar a preguntarse si su existencia era conveniente.
"Algo se nos va ocurrir" había dicho también el Ministro de interior ante las investigaciones de cierto periodista que, con la insistencia de una mosca, se obstinaba en meter sus narices en los negocios oficiales; "algo se nos va ocurrir", sentenció antes de que apareciera colgado del mástil del periódico que lo empleaba, con la boca repleta de artículos que llevaban su propia firma. Algo se nos va a ocurrir, había pronunciado el Ministro, días antes de que el fiscal que investigaba el caso del periodista apareciera haciendo la plancha en el río. "Algo se nos va ocurrir", dijo el doctor Cohén, justo el día en que cuatro testigos de la causa del fiscal aparecieran convertidos en una brochette humana, empalados como en una carbonilla de Goya. "Algo se nos va ocurrir", declaró en un suspiro el funcionario, durante la madrugada previa a la noche en que, accidentalmente, se prendiera fuego el juzgado en el que obraba la causa y se quemaran los expedientes, las pruebas y, por cierto, todos los empleados incluido el juez.
Existen Estados que reservan para sí la potestad sobre la vida o la muerte de los subditos. Así como velan por la vida de los ciudadanos honorables, tienen la atribución de suprimir la de aquellos que emponzoñan los cimientos de las normas del propio Estado. La justicia tiene como función superior, no ya la consecución del bien del soberano, sino, antes, la preservación en el tiempo del funcionamiento del mismo Estado que determina todos los vínculos sociales. Consecuentemente, la condena a muerte no puede considerarse un crimen, sino, al contrario, la defensa más elocuente contra el propio crimen. Y, en estos casos, quienes deciden en nombre del Estado son hombres: abogados, fiscales, simples ciudadanos y jueces. Suelen ser largos y tortuosos procesos que, en muchos casos, están tan cerca de la justicia como de la injusticia. El gobernante, como ejecutor y garante de los designios superiores del Estado, no puede despojarse de la herramienta que suprime, de raíz, a quienes atenten contra él. La única diferencia entre la condena a muerte y el homicidio surgido del interés político es que la primera se celebra a la luz pública y el segundo se decide y se ejecuta en secreto. Por lo demás, no existen diferencias por cuanto no interviene la voluntad divina.En el homicidio por interés político, la supresión del "reo " debe ser tan brutal e indisimulada que, por su misma torpeza, no pueda ser atribuida al sospechoso natural, es decir, el gobernante. Ha de aparecer a los ojos públicos como una burda patraña urdida por la oposición con el propósito de inculpar al principal sospechoso, esto es, el gobierno.
Sin embargo todos sabían que, en el caso del doctor Orestes Morse Santagada, tal sentencia era inaplicable: si algo llegara a ocurrirle, habría de llevarse a la tumba la clave para acceder al botín. Tan perfecta era la estratagema del Presidente que, en virtud de su misma exquisitez, peligraba ahora su eficacia. Contra sus voluntades tenían que cuidarse los unos de los otros. Tenían que ser cautos para evitar que, accidental e involuntariamente se escapara de sus bocas la cifra clave. Se veían obligados, a su pesar y por mucho que fuera el odio que se prodigaran, a protegerse y mantenerse unidos tanto en la salud como en la enfermedad, como un matrimonio fundido en el crisol de la conveniencia.
Esperaban en forzada armonía, ocultos en aquella Hollywood olvidada, la consolidación del mito para volver, resucitados, desde el Reino de los Cielos y fundar así el gran reino en la Tierra.
Aunque por el momento no contaran más que con un puñado de monedas en una pequeña patria hecha de cartapesta.La luna se había ocultado por completo tras la cúpula semicircular de la Mezquita Azul. Habiendo dado por concluida la cena en Constantinopla, el Presidente creyó oportuno recordar que, por la mañana, habría desayuno de trabajo. Contempló por última vez los restos del hipódromo romano que se extendían frente al hotel y pidió que le encendieran un narguile con tabaco frutado. Envuelto en la nube de humo que olía a manzana, ingresó en un grato sopor que lo liberó de sus recientes preocupaciones.
(Afuera, mientras tanto, esperábamos su regreso escudriñando el cielo a través de las lagañas secas que nos mantenían los párpados apenas separados como para sostenernos en vigilia pero, a la vez, tan pegados que casi no podíamos ver, sumergidos en aquella duermevela en la que permanecíamos, equidistantes, a un palmo de la vida y otro de la muerte pero en un territorio ajeno a ambas, fluctuando en ese purgatorio entre la nada y la nada, ardiendo en el fuego destemplado de la abulia, sintiendo en el cuero cabelludo el paso moroso de los piojos del abandono que nos iban comiendo poco a poco el seso de la voluntad y nos dejaban seco el cacumen del entendimiento, y asistíamos a nuestra propia ruina con la sonrisa congelada del cretino. Cultivábamos la lástima con escrúpulo. Nada nos provocaba un placer más dulce que lograr que se compadecieran de nuestros pesares. Exhibíamos nuestras miserias, mostrábamos las cicatrices y las excrecencias, las llagas abiertas y la carne mórbida de la septicemia. Y, con simétrica curiosidad, nos regodeábamos viendo las pilas de cadáveres dejados tras los terremotos, secretamente nos deleitábamos ante el llanto desconsolado de quienes veían como sus casas eran arrastradas por el río desbocado de la Modernidad. Entonces ofrecíamos nuestro hombro piadoso para que las lágrimas del doliente regaran el campo yermo en el que cultivábamos la dulce flor de la amargura. Llevábamos en el cuello la marca bífida de los dientes del vampiro de la execración. Como Lázaros de las tinieblas, nos levantábamos de nuestras tumbas hechas con la madera del naufragio y buscábamos el pescuezo inmaculado de aquellos que todavía conservaban el único patrimonio de sus anhelos; acechábamos desde las sombras y, surgidos de la nada, nos abalanzábamos sobre la lujuriante yugular de los que aún guardaban el hálito tibio de la vida. Entonces, pálidos e inertes, convertidos en uno más de nosotros, muertos en vida, recibíamos con júbilo a las nuevas huestes de las profundidades. Apestábamos.)
10
El gabinete en pleno, con la obvia excepción del doctor Orestes Morse Santagada, ya se había sentado a la mesa oval del despacho presidencial, improvisado para la ocasión. El asunto a tratar era, justamente, el caso del Ministro desertor, de cuya ausencia daba cuenta la silla vacía a la diestra del Presidente. El Hijo de Wari ya no era aquel caudillo de provincias envuelto en su poncho de vicuña; ahora vestía un traje azul de saco cruzado y una corbata de seda amarilla. Su pelo negro que otrora se peinaba según los arbitrios del viento de los Andes, ahora se veía corto, matizado con brillos plateados y dividido por una raya que se diría trazada a escuadra. Abocado al asunto que lo ocupaba, Su Excelencia estaba dispuesto a olvidar su condición de amigo del antiguo compañero de celda y proceder como mejor conviniera.