– Muy bien -rompió el silencio el Presidente después de haber tomado el primer sorbo de café-, prefiero escuchar primero sus opiniones.
Era una suerte de tácito acuerdo que volvía a repetirse con la sistemática rutina de los rituales: el primero en hablar era siempre el doctor Cohén, Ministro de Interior.-Ante todo, Madre, quiero apelar a la calma, que si bien existen motivos para la preocupación, opino, Madre, que debemos abrir un compás le espera. Sería prematuro tomar hoy mismo una decisión.
En ese punto intervino el Ministro de Defensa:
– Yo no sería tan paciente, Madre, creo que en este caso el tiempo no obra a nuestro favor. En estas situaciones soy proclive, como usted bien lo sabe, Madre, a actuar con la presteza de un gendarme.
– A propósito -intervino el doctor Santa Marina-, ¿ustedes saben de dónde proviene la palabra «gendarme»?
Todos conocían la vocación etimológica del Ministro de Justicia, tan afecto a redactar proclamas, manifiestos y declaraciones de principios. En rigor, a nadie le interesaba demasiado el asunto, de modo que ni siquiera se molestaron en contestar; a pesar de lo cual, el doctor Santa Marina arremetió con su etimología:
– Gendarme, del francés gents d'arms: gente de armas: gendarme. ¡No es notable!
El Ministro de Defensa miró al doctor de reojo, resopló ostensiblemente y continuó con su exposición:
– Como le estaba diciendo, Madre, todavía tenemos tiempo para tomar una determinación. Existen diferentes alternativas.
– Acuerdo con el Ministro -se apresuró a decir el secretario de Minoridad habiendo visto el asentimiento del Presidente frente a las palabras del funcionario de Defensa.
– No sea genuflexo, hombre -vociferó el Ministro de Interior increpando al campeón de lucha libre.
– A propósito -volvió a interrumpir el doctor Santa Marina-, ¿ustedes saben de dónde proviene el término «genuflexo»?
Ahora sí, todos miraron al doctor con ostensible fastidio; sin embargo, como si se lo hubiesen suplicado a coro, el doctor ilustró:
– Genou, del francés: rodilla; flexo, de flexionar; genuflexo: el que dobla las rodillas, el que se arrodilla ante otro. ¡No es notable!
El Presidente se puso rojo. Sin embargo, muy a su pesar, mantuvo la calma y le rogó al Ministro de Defensa que expusiera las alternativas.
– Las alternativas que se me ocurren son tres, Madre: la primera, la que propone mi colega de Interior: esperar. Ya dije que me parece una opción riesgosa. La segunda: de alguna manera conseguir persuadirlo por intermedio de alguien de afuera. Si esto no fuera posible, entonces sí, propondría la tercera opción, que, como entenderán, requeriría de una operación de cierta complejidad y envergadura, y por favor, doctor Santa Marina, tenga el decoro de no exponer la etimología de este último término -se apresuró a suplicar el Ministro.
– Grosero… -se indignó Santa Marina-, usted es un vulgar. El Presidente se lamentó en silencio de su infortunio y, ya en límite de la paciencia, le imploró a su Ministro de Justicia que tuviera a bien guardar silencio y dejara hablar a su colega de Defensa. Persuasivo, lo instó con sólo tres palabras:
– Cierre el culo -le dijo escueto pero elocuente.
– Sí -murmuró avergonzado el doctor Santa Marina.
– Sí qué… -exigió el Presidente.
– Sí, Madre.
– Muy bien, prosiga -le ordenó a su subordinado de Defensa.
Sólo entonces el jefe de la cartera de Defensa expuso la tercera alternativa:
– La tercera alternativa también tiene sus riesgos y requeriría la participación de más de una persona de afuera. Me refiero a organizar un grupo comando que, gentilmente, lo acerque hasta nosotros.
Entonces intervino el Ministro de Trabajo:
– Madre, creo que lo que propone el Ministro es viable salvo por un detalle: no tenemos a nadie afuera.
– Salvo al doctor Santagada -terció el doctor Santa Marina poniendo cara de astuto, como si quisiera reivindicarse de sus anteriores participaciones.
Por cierto tanto al Presidente como a su gabinete les costaba hacerse a la idea de que estaban completamente aislados, de que no contaban con nadie más que sus mutuas presencias, de que no tenían ningún apoyo exterior. Pero así lo requerían las circunstancias. Habían firmado un pacto de hermético silencio. El Presidente sabía cuan corta era la distancia que separaba la confidencia del rumor y el rumor del dominio público, de modo que resultaba imprescindible que el secreto no saliera del pequeño diámetro del círculo de los involucrados. No quedaba otra alternativa que la de encomendarse a la santa paciencia y esperar a que el doctor Orestes Morse Santagada se dignara a hacerse presente. Pero quedaba otro acuciante problema que se derivaba del primero. Las reservas con las que contaban no habrían de durar mucho tiempo más. Y durante los últimos años se habían desacostumbrado a las privaciones. Se habían prometido no trasponer, por nada del mundo, los límites de Palatina Sono Film. Debían hacerse a la idea de que, realmente, se hallaban prófugos fuera de las fronteras del país. Cualquier operación bancada resultaba tan riesgosa como salir a comprar pan o cigarrillos. El más mínimo movimiento en sus cuentas personales podría revelar sus mundanas existencias. Salir del perímetro de las instalaciones pondría en evidencia la presencia de intrusos y provocaría la alarma o la curiosidad de los vecinos. El dinero con el que contaban era tan magro como inútil ya que, de cualquier modo, no tenían dónde gastarlo. Igual que aquellas aristocráticas familias que al enfrentar la vergüenza de una súbita debacle financiera simulaban ante los vecinos los preparativos de las habituales vacaciones y, después de largas despedidas, partían por la tarde para volver a escondidas por la noche encerrándose durante tres largos meses sin siquiera abrir las persianas, así, en semejantes condiciones se encontraba quel gobierno en las sombras.
– ¿Cuáles son las existencias? -preguntó el Presi-lente a su Ministro de Finanzas.
– Café: catorce kilos, leche en polvo: diecisiete kilos, tapas para empanada: dos docenas. Galletas: siete kilos. Quesos varios, fiambres y embutidos… -con el monocorde tono de una ecónoma que estuviera revelando una receta de cocina, el Ministro enumeró la totalidad de los víveres.
Considerando la extensión de la lista que iba desenrollando el doctor Tamburrini, el Presidente se apuró a interrumpir:
– ¿Para cuánto tiempo nos alcanza?
– Haciéndolos durar, estimo que tenemos víveres para unas pocas semanas más.
El Presidente dio por concluida la reunión de gabinete, con la desesperanzada certeza de que aquél era el comienzo del fin.
(Afuera, mientras tanto, esperábamos la vuelta triunfal de Aquel que una noche de diciembre emprendió la Ascensión, tirados en el sillón destartalado del desánimo, la diestra colgando exánime como el péndulo de un reloj que se hubiera detenido a la misma hora de nuestra muerte en vida, sosteniendo bajo el pulso férreo del rigor mortis el control remoto de la ventana patética donde veíamos pasar el espectáculo de nuestras misérrimas existencias, la siniestra sacudiéndonos con desgano la verga mustia del aburrimiento. Mirábamos las caderas bamboleantes de la parca que bailaba la Cumbia Fúnebre y, presas de una excitación senil que no alcanzaba para levantar al difunto que se negaba a resucitar pese a los masajes que le prodigábamos, nos abandonábamos al pajar de la melancolía con tan poca fortuna que terminábamos clavándonos la aguja extraviada de la mala suerte. Igual que el nuevo Presidente, aquel espantapájaros que se dejaba derribar ante la brisa más suave, yacíamos boca arriba con los labios cosidos por la resignación. Sin ánimo de mirar, los ojos vueltos hacia atrás, sordos como la tapia que dividía el uno del prójimo, éramos los victimarios del olvido. Ganados por la amnesia, seguíamos matando a nuestros muertos una y otra vez. Huérfanos de aquellos que murieron devorados entre los colmillos del chacal, nos convertimos de pronto en los ejecutores del parricidio, perpetrado ahora en la memoria del genocidio.