Y así, hurgándonos las narices con los dedos de la diestra y haciéndonos la puñeta con los de la siniestra, esperábamos el regreso de aquel Mesías quein día había partido hacia los cielos con sus doce ipóstoles.
Sin embargo, aunque ni siquiera lo notáramos al principio, una subterránea y silenciosa rebelión empezaba a gestarse entre nosotros.)
II EL REINO DE LAS LUCES
1
El director oficial de cine, Héctor Perón del Bosque era, previsiblemente, quien mejor conocía los gustos cinematográficos del Presidente. Sabía que era un amante del celuloide nacional, sobre todo del que databa de la Época de Oro. Y le tenía preparada una sorpresa a Su Excelencia. Durante su expedición arqueológica entre los viejos archivos, el cineasta del gobierno había descubierto verdaderos tesoros ocultos: decenas de rollos jamás exhibidos, películas enteras que, por distintas razones, nunca habían llegado a las salas, fragmentos censurados y filmaciones tras bambalinas hechas en medio de los rodajes.
Todo estaba dispuesto. El auditorio conservaba casi todas las butacas intactas. La pantalla, protegida por un telón que alguna vez había sido púrpura, apenas presentaba unas difusas manchas de humedad que le conferían un parejo tono sepia. El viejo proyector solamente pidió unas gotas de aceite en los engranajes para rodar con la precisión de un reloj. Héctor Perón del Bosque, que iba a oficiar de proyectorista, respiraba con la excitación de quien fuera a presentar su ópera prima. Sentía que era el artífice del renacimiento de la vieja y olvidada Palatina Sono Film. Se dispuso a preparar las variedades. Entonces, con las manos temblorosas pero hábiles, el director sacó el pequeño rollo contenido en una de las latas. Se trataba de un cortometraje que, según acreditaba el rótulo, había dirigido Luis César Amadori y presentaba tres inquietantes X rojas que delataban el cuño inapelable de la censura. El Presidente y la Primera Dama ocuparon las butacas centrales de la séptima fila y los miembros del gabinete se acomodaron, de a uno en fondo, en la fila posterior. A medida que se descorría el telón, las luces fueron menguando hasta que la sala quedó en absoluta penumbra. Inmediatamente se abrió la pirámide horizontal de luz blanca que iluminó la pantalla panorámica.
3, 2, 1 y entonces sí, por fin, aparecieron los títulos. En letras cursivas y con un fondo de música de cuerdas se leyó:
UN COFRECITO DE ORO
Con F e rnando Lamas
y Ricardo Montalbán
Los títulos se fueron diluyendo sobre el primer plano de un florero del que sobresalían dos margaritas. La cámara fue abriendo el plano hasta revelar una mesa que presentaba un desayuno recién servido. Frente a frente estaban sentados, a la derecha, Ricardo Montalbán y, a la izquierda, Fernando Lamas. Al mexicano se lo veía envuelto en una robe de chambre de seda, sonriente y satisfecho, untando una tostada con manteca. Fernando Lamas, en cambio, se mostraba cabizbajo, inapetente y con gesto desconsolado.
– Decime una cosa, Ricardito -suspiró Fernando Lamas con cierta irresolución.
– Sí -contestó distraídamente Ricardo Montalbán llevándose la tostada a la boca.
– ¿Te puedo hacer una pregunta…?
Sólo entonces el mexicano levantó la vista guardando un asombrado silencio.
– Vos, ¿me querés? -susurró avergonzado Fernando Lamas.
Ricardo Montalbán sonrió con ternura y, pasándole una mano por la mejilla, susurró:-Claro, tontito, qué pregunta -se dispuso a continuar con su desayuno.
– Ricardito, vos no me haces el amor. Ricardito… -dijo sollozando-, vos me… -titubeó tratando de eludir la palabra adecuada.
– Pero cómo dice eso, mi bicho -contestó Ricardo Montalbán y sin dejar de sonreír dulcemente, lo tomó de la mano.
– ¡Salí, no me toques!
Hubo un silencio incómodo. Fernando Lamas no quería forzar las cosas. Se acarició el bigote y habló:
– A vos no te preocupa si yo… termino.
En ese punto Ricardo Montalbán no pudo evitar un gesto de sorpresa. Se quedó pensando y finalmente dijo:
– Pero decime una cosa, Fernando -buscó las palabras más adecuadas-, ¿vos… acabas?
– ¡Qué pregunta! -dijo indignado Fernando Lamas-, es claro que… termino.
Ricardo Montalbán frunció el ceño, se llevó el índice al mentón y le preguntó al oído:
– …¿Por atrás?
– Guarangote -alejándolo de sí-; sos un chancho.
– No, de en serio te pregunto, siempre me picó esa curiosidad, ¿vos… terminas?
– Y es claro, tonto, ¿o que te crees…? -contestó incómodo, meciéndose a izquierda y derecha y formando un pequeño corazón con su boca contraída.-Y decime una cosa, Fernando… ¿qué se siente?
Fernando Lamas se puso de pie, elevó la vista hacia las penumbras del cielo raso, juntó las manos sobre el pecho y en un suspiro, contestó:
– Es… es como cagar un cofrecito de oro.
La cámara se elevó. Sonaron violines y entonces, sobre el techo salido de foco, apareció el injusto:
Fin
Los miembros del gabinete, sentados en línea, intentaban compartir su desconcierto buscándose las miradas en la oscuridad. El Presidente giró la cabeza y miró hacia la pequeña ventana, desde donde fulguraba la lente, como pidiendo una explicación. Héctor Perón del Bosque no salía de su extasiado asombro. Con la destreza de un profesional colocó el segundo corto en el carrete superior sin que se notara el cambio de película.
Sin que nadie lo supusiera, lo que habría de continuar iba ser un enigma que dejaría perplejo al Presidente, al gabinete y, sobre todo, a uno de sus miembros.
(Afuera, mientras tanto, era la luna nueva.
Todos y en todas partes pudimos escucharlo. Se hubiera dicho que fue un lamento salido de la misma negrura estrellada de aquel cielo sin luna. Nos despertamos sobresaltados por ese aullido absoluto que, por provenir desde todas partes, parecía no venir de ninguna. Tenía la imprecisa sonoridad de las alucinaciones; fue tan vivido y a la vez tan incierto que muchos conjeturamos que había nacido de nuestra turbada percepción. Era el aullido desgarrador de un perro. Una letanía interminable que nos llenó de terror y desconcierto. No nos atrevimos a movernos de la cama. Duró hasta la madrugada. Al día siguiente ni siquiera mencionamos el asunto. Mirábamos pasar las horas con el secreto anhelo de que el sol no se pusiera nunca. Y en la misma medida en que avanzaba el día y se acercaba la noche, nuestros ánimos iban poblándose de negros e inexplicables augurios. Nos quedábamos en los bares buscando la infantil protección de la presencia del prójimo hasta la hora en que los mozos ponían las sillas patas arriba sobre las mesas. Y, cuando ya no quedaba otro remedio, caminábamos con paso ligero a nuestras casas.