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Nos dormimos con el mismo temor de quien acaba de soñar una pesadilla. Y entonces, en la mitad de la noche, volvió a suceder. Pero esta vez no fue el solitario lamento de un perro. Desde todas partes llegaban, primero en sordina y luego con una proximidad inquietante, un sinnúmero de espeluznantes aullidos que sonaban como una ininteligible súplica. Era un ruego desesperado que no llegábamos a entender. Los perros que dormían al pie de nuestras camas se sumaban al aquelarre de las bestias desconsoladas.

Con el día volvió la calma. Pero esta vez, para nuestro completo estupor, cuando salimos a la calle nos encontramos con un panorama aciago. Los neumáticos de los autos, los picaportes de las casas, los troncos de los árboles, las bolsas de basura, los parquímetros, los bancos de las plazas, los canteros, los pedestales de los monumentos, todo, absolutamente todo cuanto dormía a la intemperie, había sido ferozmente destrozado por los perros. Aquí y allá se veían gatos descuartizados a dentelladas, los ómnibus eran paquidermos heridos caídos sobre sus propias llantas huérfanas de cubiertas. Las puertas de la perrera municipal habían sido violentadas y los caniles abiertos estaban vacíos. Pronto empezamos a notar que nuestros propios perros nos miraban con un desconocido recelo. Incluso aquellos que éramos mansos y falderos, nos volvimos hoscos y desconfiados con nuestros propios amos; sin que ellos comprendieran la razón gruñíamos y, amenazadores, les mostrábamos los dientes. Los lazarillos nos conducían a los ciegos por los caminos más tortuosos y, lejos de evitarnos los obstáculos, nos hacían golpear contra los postes y hasta nos dejaban caer en las zanjas abiertas. Temerosos de nuestros propios perros, distraídamente dejábamos las puertas de calle abiertas con la inconfesable esperanza de que huyeran. Por las noches nos encerrábamos en nuestras casas y la ciudad quedaba a merced de las jaurías. Fortificados tras los muros domésticos, podíamos escuchar los ladridos uñosos y el estrépito de los destrozos. Y todas las mañanas nos encontrábamos con un paisaje más y más desolador. Las hordas de perros saqueaban y destruían negocios, supermercados y ni siquiera había forma de detener la turba en los paseos de compras. Nocturnamente, entraban por los conductos de ventilación burlando a los guardianes, cada vez más numerosos y más armados, y se iban de la misma subrepticia forma antes del alba. Durante el día no se los veía. Desbordadas las fuerzas del orden, nos organizamos en brigadas. Armados de palos y piedras, infructuosamente salíamos a su encuentro. Escuchábamos los ladridos furiosos, podíamos ver los rastros de los estropicios, divisábamos sus inciertas sombras fugitivas, a nuestras espaldas escuchábamos sus alientos próximos, nos acechaban desde las oscuridad, estaban cerca pero tan agazapados que jamás podíamos tenerlos frente a frente. Los perros de policía nos declaramos, de hecho, en rebelión contra nuestros superiores y desconocíamos las voces de mando; poco a poco fuimos renunciando a nuestros cargos oficiales y desertábamos hacia las filas de los insurrectos.

La ciudad se había convertido en una babel donde imperaba el terror. Los perros, cada vez mejor organizados, tenían sus invisibles búnkers en los laberínticos subsuelos de la ciudad. Se agrupaban por zonas y cada zona tenía su líder. Cada quien parecía tener asignada una tarea específica según su capacidad, su olfato, su tamaño, su poder de camuflaje de acuerdo al color del pelaje, etc. Organizaban sabotajes y golpes de efecto propagandísticos. Tímidamente, algunos de nosotros empezábamos a sentir una inconfesable simpatía por la anónima causa de los rebeldes cuadrúpedos. Día por medio la ciudad amanecía a oscuras. Los perros fijaban blancos estratégicos: destrozaban a dentelladas los cables maestros que abastecían de electricidad al mismísimo Ministerio de Energía, atacaban las redes telefónicas de la Bolsa de Comercio o dejaban a ciegas las pantallas del sistema bancario.

Pero hubo dos hechos que hicieron que nosotros, los que estábamos fuera de aquello que inciertamente se daba en llamar la opinión pública, abrazáramos incondicionalmente la causa de los perros.)

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2

Dentro del auditorio sonó un crescendo de timbales. Un punto situado en el centro de la pantalla fue acercándose desde el infinito fondo sepia, hasta que se hizo inteligible el impetuoso y casi monárquico logotipo de Palatina Sono Film. El escudo se desvaneció tan pronto como apareció y dejó lugar a una contrastante música de trompeta con sordina que anticipaba el inicio de una comedia. Una multitud de rientes y pequeños fantasmas dibujaban el marco de los títulos.

LA CONSPIRACIÓN DE LOS FANTASMAS

Sobre un horizonte sombrío y difuso se alzaba un viejo y ruinoso palacete que elevaba su escuálida torreta hacia una luna llena evidentemente pintada sobre un fondo de decorado. La cámara centró el foco en la única ventana iluminada y, convertida la lente en un subjetivo ventarrón, se introdujo en el living presidido por dos armaduras. Dos figuras temblorosas se acurrucaban en un sillón finisecular.

– No se asuste, Dorita, fue el viento -decía sin demasiada convicción y pálido de miedo un joven Juan Carlos Thorry, que, de paso, aprovechaba para abrazar fogosamente a la aterrada, exultante y cubanísima Blanquita Amaro.

– Eso no ha estado chévere, chico, mira cómo se me ha puesto la piel de gallina -dijo ella con sobreactuado pavor mostrando un muslo firme torneado y cubanísimo.

– No tenga miedo mi gallinita cló cló, mire cómo se me ha puesto el ganso, digo, el bulto, digo, el pulso -y extendió su mano temblorosa.

– Pero chico, es que tú eres incorregible, no respetas ni el miedo -dijo Blanquita Amaro, desembarazándose del acoso de su galán y, poniéndose de pie y de espaldas a su interlocutor, agregó con la voz quebrada:- No ves que me muero de miedo.

Juan Carlos Thorry no despegaba la vista de la retaguardia inconmensurable, firme y cubanísima de la bailarina.

– Puedo ver qué pavo tiene, Dorita, quiero decir, qué pavor tiene, Dorita. Discúlpeme, ya no sé ni lo que digo, esta situación me ha puesto al palo, digo, al poste, quiero decir que, a la postre, todo va a salir bien, no se asuste -dijo Juan Carlos Thorry sonriendo nervioso con su boca repleta de dientes.

En ese momento se oyó una voz que provenía desde la sala contigua.

– Algún gracioso me escondió la ropa -dijo Nathan Pinzón cubierto únicamente por una toallita mínima, por debajo de cuyo borde le asomaban las partes -disculpe que ande en cueros, Dorita.

– Milagro de talabartería! -exclamó la estrella caribeña, espiando ostensiblemente por entre los dedos con los que simulaba cubrirse los ojos. En ese momento se oyeron unas risitas al otro ado de la puerta.

– ¡Dios mío, qué es lo que es eso! -gritó Blanquita Amaro.

Nathan Pinzón pudo ver las figuras fugitivas de las hermanas Legrand que huían con la ropa del huésped; Silvia llevaba una media en cada mano, y Mirtha blandía los calzoncillos como una bandera.

– Ahora van a ver! -dijo, y se echó a correr hacia la sala, detrás de las mellizas.

Acababa de cruzar el vano de la puerta cuando, literalmente, se topó con Armando Bo que traía a la perra de la correa.

– Con usted quería hablar, venga -dijo pasándole una mano por encima del hombro. La Prity le hurgó la toallita con el hocico.

– Podrá ser en otro momento, tengo un poco de frío…

– Nada, venga. Voy a presentarle a un amigo.

– ¿Así; le parece?

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(Afuera, mientras tanto, una mañana, frente a nuestras casas hechas con el cartón humedecido de la resignación, la chapa vertical del estoicismo y el ladrillo impar de la paciencia, pudimos verlo. Estaba sentado mansamente sobre sus cuartos traseros en el lodazal que demarcaba el límite entre la nada y la nada. Era un perro enorme cuyo pelaje gris plateado se diría que irradiaba luz. No tuvimos tiempo de temerle. Nos miraba con unos ojos hechos de una mansedumbre idéntica a las aguas estancadas que habían dejado las últimas lluvias. Para nosotros la guerra de los perros era algo que sucedía en las noticias, al otro lado del puente, en la ciudad, tan cercana pero tan inexpugnable. Cierto era que nuestros perros nos fueron abandonando desde el día del aullido general. Hacía tiempo que no habíamos vuelto a ver uno. Pero no era menos cierto que jamás habíamos sufrido el ataque de las jaurías. Uno a uno, fuimos saliendo de las casas para verlo. Se echó cuan largo y flaco era sobre su costillar sarmentoso y, sin dejar de mirarnos, posó la cabeza entre las patas delanteras. Jadeaba como si acabara de correr durante días enteros. Formamos un círculo del diámetro de la cautela. El perro se sometía a nuestra curiosidad entregándose con una confianza tal, que pronto comprendimos que en realidad éramos nosotros quienes nos habíamos rendido ante su magnánima indefensión. Estaba lastimado. Un hilo de sangre le brotaba del muslo y se mezclaba con el barro. Parecía una herida de bala. Uno de nosotros rompió la rueda del estupor, caminó hasta las casas y volvió con un cuenco de lata que desbordaba agua limpia. Lo dejó delante de su hocico cuarteado como la ciudad que, tras el puente, mostraba su silueta indiferente de añosa cortesana. Hacía mucho tiempo que no experimentábamos ningún sentimiento misericordioso. La piel se nos había vuelto gruesa, paquidérmica; de poco y sin que lo notáramos, habíamos cobrado un remoto aspecto de rinocerontes dispuestos a hundir el cuerno indiviso del resentimiento en las desprevenidas espaldas de quienes tuviéramos a nuestro alcance. Sumergidos en aquel porquerizo, cuidábamos de la voracidad del vecino nuestra propia parcela miserable y cenagosa, que nos iba trabando hasta los anhelos. Fuimos capaces de matarlos los unos a los otros por un par de zapatos deslenguados. Desde el comienzo de la guerra la cabeza de un perro tenía precio. Por cierto, un precio más alto que el que pagarían por cualquiera de nosotros. Pero ahora, movidos quién sabe por qué arrebato de piedad, a falta de gasa, nos quitábamos la camisa para sanar la herida de un pobre animal. Desde la radio y la televisión se había desplegado una tenaz campaña contra las fieras. "Sea el mejor amigo del hombre, mate un perro", decía mirando a cámara, conmovida, la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales. El Ministerio de Defensa no reparaba en gastos para combatir el desastre. Otro corto publicitario mostraba un primer plano del beato rostro de Bob Dylan, quien, ostentando un crucifijo en el cuello, con su voz de adolescente encaprichado, decía desde el subtitulado en españoclass="underline" "Sea el mejor amigo del hombre, coma hot dogs", mientras se llevaba una pata de perro a la boca y le daba un tarascón medieval. Una actriz de pelo crispado y decir tembloroso recitaba parafraseando a Bertold Brecht: "Primero fueron los gatos, pero no me preocupé porque yo no era gato. Después fueron las patas de los sillones, pero no me preocupé, porque yo no era sillón. Luego fueron los tachos de basura pero no me preocupé, porque yo no era tacho de basura. Ahora están golpeando a mi puerta". La cámara hacía un traveling y revelaba la borrosa presencia de un perro vestido con uniforme nazi.