Habíamos llegado a repudiar a los perros. Pero ahora, mientras mirábamos a ese gigantesco mastín con su cuerpo lleno de marcas y cicatrices impresas como testimonio de una batalla feroz, cuyo propósito no llegábamos a descifrar, no podíamos evitar sentir una vergüenza inabarcable. Desnudos en nuestra propia ruindad, pudimos mensurar, de pronto, el abismo que separaba la pobreza de la miseria. Y, comparados con aquel perro que, estoico y sin doblegarse, se lamía las heridas para volver al ruedo, nos sentimos infinitamente miserables. Entonces nos iluminó el hartazgo.
Hartos de ver pasar, uno tras otro, los camellos obesos del despilfarro a través del ojo ciego de la aguja, terminamos por convencernos de que el reino de los cielos jamás habría de pertenecemos.)
3
La pantalla mostraba la espalda de un sillón por sobre el cual asomaba una nuca. Cuando entraron al office, Nathan Pinzón pudo ver a un hombre joven que se paseaba nerviosamente alrededor del escritorio con las manos en los bolsillos; sentado al escritorio había otro que revisaba unas carpetas a través de unos anteojos de leer.
– Doctor, le presento al señor Pinzón; Nathan, el doctor Santa Marina.
– Encantado -dijo el doctor Santa Marina.
– No lo tome a mal, doctor, pero lo que me está estrechando no es la mano.
Santa Marina lo miró desconcertado. Nathan Pinzón pudo comprobar que el doctor tenía las manos en los bolsillos; entonces miró hacia abajo y descubrió espantado que la Prity le estaba apretando el ganso contra el paladar.
– ¡Soltá fiera del carajo, soltá que no es chorizo!
– ¿What is cboraizo? -preguntó deconcertado el hombre de anteojos que revisaba una gruesa carpeta.
La Prity encontró divertido el asunto y empezó a tirar como si fuera un trapo, dando unos gruñidos alegres.-Dígame si no parece la propaganda de Coppa y Chego -señaló el doctor hacia el ganso de Pinzón, que se estiraba como si fuera de goma.
– Suelte, bicha, suelte -ordenó Armando Bo mansamente.
Como a regañadientes, la Prity soltó…
– Tenemos una sorpresa para usted, Nathan…
En ese momento, desde el otro lado del cortinado púrpura, surgió una figura a contraluz. Cuando hubo estado completamente descubierta, empezó a cantar en un tono tan alto que hizo aullar a la perra.
Nací libre como un ave
y mi nombre es Libertad.
– Hablando de aves y de libertad, ¿podré recuperar mis calzoncillos, que se me va resfriar el ganso?
– Después, hombre, después.
Libertad Lamarque abrió la cartera y extrajo una veintidós corta.
– Tome, estamos repartiendo armas entre el pueblo.
– Señora… me la hacía en México.
– Y ahora, ¿dónde se la hace? -dijo Libertad en un acceso de risa imparable, a la vez que ejecutaba un gesto ascendente y descendente con la diestra alrededor del caño de la veintidós.
El doctor Santa Marina festejó la humorada con una sonrisita ínfima hecha con la mitad de la boca.-Discúlpela, estuvo mucho tiempo junto a Cantinfl as.
– Con usted, cinco…-dijo y agregó-Pero somos mas de cien potenciales voluntades.
– Quién pudiera ser llave de quince para aflojar el bulón… -empezó a decir el doctor Santa Maria, antes de perder el hilo del complicado piropo que había comenzado a improvisar al paso ondulante de Libertad Lamarque.
– No comprendo -dijo la halagada, deteniendo el paso.
– Bueno, pretendía ser un halago -dijo avergonzado el doctor Santa Marina mirando al piso.
– Tengo la sospecha de que usted me quiere enhebrar la ganzúa.
– Bueno, puesto en esos términos… -dijo el doctor sin terminar de comprender la metáfora.
– Sea claro, doctor, ¿somos camaradas o no somos camaradas?
– Y… sí…
– ¿Pustonces…? -preguntó e inmediatamente, poniendo una voz grave, sensual, agregó-. No ves que hace rato que te eché el ojo. Hazme de vos, gran gandul -suspiró Libertad poniendo los ojos en blanco, y se echó en los brazos del doctor Santa Marina.
En ese preciso momento entró en la sala Pedrito Quartucci, quien, pudorosamente, tuvo el decoro de carraspear para informar de su presencia.
– ¿Qué quiere, no ve que estamos ensayando?-justificó Libertad acomodándose la falda que había quedado por sobre sus rodillas. El doctor Santa Marina se llevó una mano al bolsillo para disimular el promontorio que le inflamaba la bragueta.
– Sigan, sigan ensayando tranquilos, yo venía a podar los malvones. Hagan de cuenta que no estoy.
– Mejor seguimos en otro momento, señora, voy a aprovechar para terminar unos escritos.