– Usted no se va nada -dijo ella tomando al doctor de la manga del saco, y mirando con odio al intruso, le espetó:- ¿Por qué no se poda el higo a ver si le crece un poco?
Pedrito Quartucci se irguió, miró a su hiriente interlocutora con una sonrisa suficiente, se atusó el bigotito y meneando la cabeza explicó:
– Higuera, querrá decir -y moviendo la cadera hacia adelante-; palo borracho, querrá decir.
Libertad Lamarque miró ostensiblemente lo que su interlocutor exhibía a través del pantalón y, a la vez que empujaba al doctor Santa Marina lejos de sí y con una sonrisa lasciva, susurró:
– Yo diría… sequoia.
– ¿Le gusta?
– Me encanta -susurró.
El doctor Santa Marina carraspeó y con tono de resignada derrota, dijo:
– Los dejo solos…
Sin siquiera mirarlo, Libertad Lamarque lo invitó a retirarse sacudiendo la mano despectivamente.
– Hazme de vos, gran gandul -imploró Libertad, armando un remolino en el pelo de su nuevo galán con el índice de la diestra.
Pedrito Quartucci acercó su boca a la de su encendida admiradora y a milímetros de sus labios, con voz radiofónica, le dijo:
– Ni que me paguen, no te toco ni con un palo, o me dedico a los caranchos cascoteados. Raja de acá, arrastrada.
Libertad Lamarque tardó en comprender aquellas palabras. Como si acabaran de vaciarle un barril de agua helada, se incorporó, y llena de vergüenza corrió escaleras arriba.
Entonces la pantalla se fue oscureciendo hasta quedar en completa penumbra. Sin que todo aquello tuviese el más mínimo sentido, sin que nada justificara el final de aquella historia que había extraviado el argumento antes de empezar, sobre el fondo negro apareció la leyenda:
Fin
(Afuera, mientras tanto, durante la noche escuchábamos los lejanos ladridos y el incesante ulular de las sirenas provenientes de la ciudad que, tras el puente, mostraba su pálida corona de luces proyectadas contra las nubes. Los helicópteros eran pterodáctilos hambrientos que husmeaban el horizonte en busca de alguna presa. Desde la radio y la televisión informaban, "minuto a minuto", las alternativas de la guerra. Uno tras otro, eran leídos los partes y comunicados oficiales que enumeraban los destrozos de los "infieles" -aquel era el único término permitido, en un súbito e involuntario arrebato de islamismo, para referirse a los perros- y, con sonrisas triunfales, anunciaban las bajas infligidas al enemigo. Las imágenes mostraban pilas de perros muertos exhibidas orgullosamente por los oficiales a cargo de uno u otro operativo. En las plazas colgaban del cuello centenares de perros ahorcados, en forma sumaria y pública, en las ramas de los árboles. Desde la pantalla se podía ver de qué manera los perros que habían sido atrapados vivos envueltos en redes kilométricas eran apedreados hasta morir por las multitudes enardecidas.
Habíamos ocultado a aquel perro blanco que se diría luminoso después de curarle la herida que casi le había perforado el muslo de lado a lado. Y así, rengo y exhausto como estaba, intentaba ponerse de pie cada vez que un aullido atravesaba las márgenes del río. Teníamos que cuidarlo de los otros pero, sobre todo, de nosotros; la traición había sido nuestra moneda más corriente: solíamos pagar con la traición y cobrarnos con la venganza. Y sabíamos que cada colmillo tenía buen precio. La tentación era un pájaro negro que nos sobrevolaba en círculos cada vez más bajos y más concéntricos. Después de todo, nos decíamos, no tenía demasiadas posibilidades de pasar la noche. Habíamos hecho todo cuanto estaba nuestro alcance. Y aquello que había empezado siendo un inconfesable pensamiento, pronto se convirtió en un tímido murmullo que acabó transformándose en una enfática moción. Nos trenzamos en una discusión que todos -incluido el perro, que nos miraba con unos ojos llenos de piedad- sabíamos en qué habría de terminar.
En la mitad de la noche, volvimos a formar un círculo en torno del animal. La decisión estaba tomada. Faltaba resolver quién lo haría. El azar habría le determinarlo. Tiramos al aire la moneda patibularia de la pusilanimidad cuya ceca no alcanzó a ocultar la cara descompuesta del elegido. Fue un disparo, único y certero, apuntado al centro de los ojos. El perro cayó sobre sus patas delanteras. Tuvo el infinito decoro de morir sin agonía.
De la misma impredecible manera que los perros habían iniciado aquella inexplicable rebelión, un día entre los días y sin que mediara un motivo, decidieron abandonar la lucha. Pero jamás volvieron a vivir entre nosotros. Así como un día muy lejano un lobo había aceptado comer de la mano de un hombre y seguirlo a una distancia prudente cuando salía de caza; así como aprendió a no temerle al fuego en el que el hombre cocía su presa; así como dormía junto a la puerta de la casa del hombre hasta que aceptó dormir confiadamente a sus pies ya convertido en perro, de la misma manera, abatidos por la vergüenza, los perros decidimos alejarnos para siempre y volver a nuestra primitiva condición de lobos.)
4
Cuando se encendieron las luces, el doctor Santa Marina pudo ver cómo todas las miradas recaían sobre su absorta persona. Hundido en su butaca, intentaba articular alguna palabra pero un temblor incontrolable se había adueñado de sus labios. No había el menor resquicio para la duda: aquel que hasta hacía unos momentos interpretaba su propio papel en la pantalla haciendo de sí mismo en blanco y negro, no podía ser otro que el Ministro de Justicia. Y así lo testimoniaban los títulos finales que caían hasta perderse en la parte inferior de la pantalla; su nombre, Gregorio Félix Santa Marina, había pasado, fugaz pero claramente, en la lista de los actores de reparto. Pero lo más desconcertante del caso era que, pese a que la película había sido filmada durante los últimos años de la década del cuarenta, el doctor Santa Marina se veía exactamente igual cincuenta años después. Aplastado en su butaca, el Ministro de Justicia, sumido en un pasmo catatónico, parecía perjurar con su silencio que jamás había incursionado en las, para él por completo ajenas, faenas actorales.
Nadie pronunció palabra. El Presidente se retiró convencido de que aquello había sido una alucinación.
5
Había pasado la medianoche cuando el Presidente decidió que la jornada había concluido. Aquella extraña función había dejado en el auditorio una extenuación hija del desconcierto y de una ominosa e innombrable inquietud. Recluidos en aquella espectral ciudad ilusoria hecha de la misma materia de la que están construidos los espejismos, enclaustrados en esa necrópolis escenográfica habitada por maniquíes ataviados con fantasmales vestuarios de un anacronismo que invitaba a perder toda certeza temporal, por primera vez sintieron el frío aliento del miedo.
El Presidente y la Primera Dama habían instalado su suite presidencial en el inmenso camarín que alguna vez había pertenecido a Marlene Dietrich, y que había sido especialmente construido para la diva cuando viajara para filmar "Torrente de Pasiones". En los modestos camarines situados en el piso inferior, se alojaba el resto del gabinete. Todo presagiaba una larga y tortuosa noche. Un cielo bajo hecho de unas nubes que se dirían sólidas, anunciaba una tormenta cuya ferocidad se podía prever en el silbido del viento a ras del suelo, levantando remolinos de tierra y pasto seco. Los sets de filmación guardaban una tenue penumbra, apenas iluminada por la mortecina claridad de las nubes. El viento se filtraba por las rendijas de las enclenques ventanas que se quejaban con un chirrido prolongado semejante a una letanía hecha de sollozos. Un enceguecedor relámpago plateado anticipó el furioso clamor de un trueno que hizo cimbrar las paredes; las luces parpadearon y finalmente se extinguieron. Los estudios quedaron en la más absoluta oscuridad. María de los Perros Amor, que acababa de meterse en la cama, se incorporó sobre los codos y, por primera vez en muchos años, le habló a su esposo. Llamó al Presidente por su nombre, cosa a la que nunca nadie se había atrevido -de hecho, muy pocos conocían su nombre verdadero-, e inmediatamente agregó entre sollozos: