Tardamos en darnos cuenta de que en aquella magnífica gala empírea faltaba alguien. Algunos de nosotros pudimos adivinar su sombra en el lugar más oscuro del balcón. Se hubiera dicho que el Secretario de Finanzas, el doctor Orestes Morse Santagada, permanecía oculto tras las celosías. Y creímos ver, en la diminuta lumbre de sus ojos que fulguraban en la penumbra, el brillo malicioso del rencor. Cuando volvimos a mirar, el Secretario se había perdido en la negrura del despacho.
Fuimos felices. Quizá por última vez. Nos habíamos olvidado del pasado y sospechábamos entonces, mientras mirábamos aquel fresco viviente, un porvenir venturoso. ¿Qué iban a decir ahora los gobernantes extranjeros, qué iban a decir las decadentes monarquías nórdicas, que, llenas de fastos y deínfulas presuntamente civilizadoras, eran incapaces de elevarse un milímetro del suelo? ¿Qué iban a hacer ahora con sus fraguados informes sobre sobornos, cohecho, untos, dádivas, retribuciones y otras descabelladas patrañas urdidas quién sabe con qué oscuros propósitos? ¿Con qué autoridad iban a denunciar ahora supuestos asesinatos políticos y crímenes de silencio? ¿Con qué argumentos iban a disimular la envidia que les provocaba el hecho de que nuestra moneda fuera más fuerte, más valiosa y más codiciada que sus míseras coronas? Las infamias habían sido tantas y tan desproporcionadas que hasta la oposición se mostró indignada. ¿Con qué descaro habrían de meter ahora sus narices en nuestros propios asuntos? Si hasta querían las cabezas de nuestros ancianos dictadores como si fuésemos incapaces de administrarnos justicia. Como ni siquiera habían podido tener sus propios tiranos, querían juzgar a nuestros asesinos que, no por asesinos, dejaban de ser nuestros.
Aquella noche de diciembre fuimos felices. Siempre habíamos conservado la ilusión de que Él era uno más entre nosotros. Tan próximo y elemental, era, en verdad, parte de nuestra cotidiana existencia. Y aun así, viéndolo volar magnánimo, augusto e inalcanzable, seguía siendo tan simple como el más simple de nosotros. Jamás lo llamábamos por su nombre. En su largo -y por momentos tortuoso- camino hacia la celebridad fue ganando apodos de amigos y enemigos. Lo conocimos como El Chivo, El Chino, La Gamba, La Chancha, El Alemán, La Garza, El Japo, Nipón, El Bosta, Nazo, El Doscincuentaytré, El Ñato, Cabeza de Turco, Cabeza, El Flaco, Ifigenia, Condorito, El Gordo Leo, La Gorda, Papito, El Papi, El Lechu, Lechuguita, El Mugre, Oldsmugre, Pitecantropus, El Pite, Piter, Piterpán, Pete, El Capanga, El Gato, Gato Capón, Capón, El Capo, Brígida, Santa Brígida, La Serenísima, El Leche, Queso, Buche, Tucán, La Nena, El Negro, Vieja del Agua, La Vieja, Cabeza de Naipe, Cabeza de Pija, El Sordo, Cantimpalo, Boga, Ana Bolena, Enrique Octavo, Locura, Locura de Dios, Batata, El Pelado, Porra, Peluca, Huevo, Jamón, El Mono, Pie Plano, Hueso, El Monje, La Manuela, Paja, El Preso, Soronga, La Pepa, El Cangrejo, Bigote, La Tur ca, Cabeza de Yunque; pero desde Su ascenso a la presidencia todos le decíamos Madre de Dios o Madre, a secas.
Aquella lejana noche de verano fuimos felices por última vez. Cuando las campanas de la catedral marcaron las doce en punto de la noche, sucedió lo que nadie esperaba. Hubiésemos querido que aquella coreografía celestial no cesara nunca. Y quizá no haya cesado. Quién puede saberlo. Lo cierto es que cuando todavía reverberaba la última campanada, el Presidente quedó suspendido en el aire, nos miró desde el cielo como un Cristo, extendió los brazos convocando a sus ministros, hizo una prolongada reverencia y, flanqueado por su leal séquito, tomó de la mano a la Primera Dama, María de los PerrosAmor, y comenzó un lento vuelo hacia el poniente. Nuestras cabezas giraban haciendo una ola humana a su paso. Ellos volaban en línea recta, cada vez más y más alto como una bandada de golondrinas. No quisimos entender lo evidente. Los vimos alejarse más allá de la plaza, más allá de la cúpula del parlamento hasta convertirse en un punto que acabó por fundirse para siempre con la línea nocturna del horizonte.
Nunca más, hasta Su segunda vuelta, habríamos de volver a verlo.