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– Me quiero ir de acá.

El Presidente, que se estaba cepillando los dientes en el pequeño lavabo del camarín, miró a su esposa a través del espejo y, estupefacto ante el hecho casi milagroso que acababa de protagonizar su mujer -de hecho, él ni siquiera recordaba su voz-, giró sobre su eje y, con el cepillo todavía en la boca, conmocionado por la súbita ruptura del añoso silencio, le dijo:

– Te podes callar, imbécil.

Entonces la Primera Dama rompió en un llanto sordo y desconsolado. Dos cosas enfurecían al Primer Mandatario como ninguna otra: la primera, que lo llamaran por su nombre y, la segunda, los estúpidos lloriqueos de su mujer. La suma de ambos elementos lo encolerizó de tal modo que, con la boca anegada de espuma, le cruzó la mejilla de un golpe seco y sonoro. Iba a descargar una segunda cachetada, ahora con el revés de la mano, cuando escuchó algo que lo dejó petrificado con el brazo en alto. Desde un lugar incierto el Presidente y la Primera Dama pudieron oír un coro de carcajadas acompañadas de unos aplausos desacompasados y estridentes que, tan pronto como se habían hecho audibles, fueron menguando hasta acallarse. El Primer Mandatario, todavía con el brazo levantado, miraba en todas direcciones y hubiera jurado que aquella invisible explosión de hilaridad se había originado dentro mismo del camarín. María de los Perros Amor había reemplazado su ataque de llanto por unos gemidos aterrorizados que le agitaban el pecho.

– ¿Qué fue eso? -susurró pálida.

Entonces, a modo de respuesta, aquella claque incorpórea volvió a romper en risotadas, ante el gesto espantado de la Primera Dama. Luego sobrevino un silencio interrumpido apenas por unas carrasperas aisladas. El Presidente tomó el candelabro y extendiendo el brazo iluminó los rincones que permanecían en sombras. En su breve caminata a tientas tropezó con la pata de la litera, trastabilló, e intentando mantener el equilibrio, metió su pierna izquierda en un balde de lata que, al golpear contra la pared, hizo temblar una pequeña estantería en cuyo anaquel superior se debatió un jarrón que terminó estrellándose contra la cabeza presidencial. Las carcajadas eran ahora de una exaltación que terminó en paroxismo cuando el Presidente bizqueó en el mismo momento en que unos pequeños pájaros volaron en torno a un enorme chichón que se elevó, levantándole en vilo el cuero cabelludo como si fuese un bisoñe. Con aquella sonrisa estrábica, el primer mandatario se desplomó sobre sí mismo; un temblor convulso le mantenía la pierna levantada. Las risas se prolongaron en un aplauso cerrado. La Primera Dama, aterrada, se incorporó y corrió hasta donde yacía su marido. Se arrodilló y, desesperada, le cacheteó las mejillas. Viendo que su esposo no reaccionaba, le quitó el balde que permanecía trabado en el pie y corrió a llenarlo con agua. Hecho esto, volvió cargando el balde, se detuvo frente al cuerpo horizontal del Primer Mandatario, tomó impulso y arrojó con todas sus fuerzas el contenido del cubo. Pero lo hizo con tal puntería que el agua pasó, paralela, por sobre la yacente humanidad de su marido y siguió de largo en dirección a la puerta. En ese preciso instante la puerta se abrió sorpresivamente y el fallido borbotón fue a dar en pleno rostro del recién llegado. Las risas se elevaron hasta la afonía. El visitante sostenía un ramo de rosas que se doblaban bajo el peso del agua y el ala de un sombrero empapado le cubría la cara por completo. El anónimo galán escupió un hilo de agua como lo haría la estatua de una fuente, se levantó el ala del chambergo y entonces quedó revelada su enjuagada identidad. Los aplausos atronaron entre ovaciones interminables. La accidentada visita era un desgarbado y delgadísimo Luis Sandrini. No era el Sandrini padre de familia, moralista y circunspecto de los últimos años, sino el tartamudo de ojos saltones de la primera época. Hizo una infinidad de muecas mientras esperaba que la invisible claque hiciera silencio y, sólo entonces, articuló con dicción espástica:

– María, espero no importunarla, sucede que vi luz y subí.

Pálida, María de los Perros Amor, mostraba una expresión horripilada. Recordaba que, personalmente, había asistido al multitudinario funeral de Luis Sandrini; que, conmovida, se había abrazado con Malvina Pastorino junto al féretro del popular finado. Y ahora, viéndolo de pie con un ramo de rosas exangües, torpe y desmañado, chapoteando en un charco de agua, con el mismo gesto que tantas veces había presenciado en su infancia en el único cine de su pueblo natal, la Primera Dama no podía evitar una mezcla de pavor y emoción que, como de costumbre, se le manifestaba en la absoluta imposibilidad para articular palabra. Sin embargo, María de los Perros Amor notaba que algo en ella se abría paso por sobre su voluntad, una frase se le impuso como si proviniera de un pensamiento ajeno al suyo y cuya pronunciación se le aparecía como un mandato al que no podía desobedecer:

– Luis, sabía que vendría y le preparé un pastel -dijo desconcertada por su involuntario acceso de verbosidad.

Luis Sandrini ensayó su mirada más tierna, sacudió el ramo de rosas empapando, de paso, a su interlocutora y titubeó:

– Son para usted, María -dijo y avanzó un paso

María de los Perros Amor tomó las flores y, primorosamente, las puso en el balde de lata que pendía de su brazo derecho.

– A propósito, María, ¿cómo está su marido? -inquirió Luis Sandrini, con un mal disimulado interés en establecer si la anfitriona estaba sola en casa.

– Debajo de su zapato -contestó escueta la Pri mera Dama sin despegar la vista del inesperado galán. Seguía animada por el mismo inexplicable mandato que se había adueñado de sus cuerdas vocales.

En ese preciso momento, cuando Luis Sandrini levantó torpemente el pie de la cara del Presidente, Su Excelencia intentó abrir los ojos mientras volvía en sí sacudiendo la cabeza a izquierda y derecha. Entonces, de pronto, la Primera Dama entró en pánico. Se sintió infinitamente culpable. ¿Qué pasaría si su marido la descubría sosteniendo un ramo de flores de manos de su insólito festejante? Antes de que el Presidente pudiera incorporarse sobre sus codos, María de los Perros Amor, movida por una voluntad contraria a la suya, levantó el pesado balde y lo descargó con fuerza sobre la cabeza de su esposo. El Primer Mandatario volvió a ponerse bizco, levantó el índice y antes de que pudiera expresar su sentencia, se desmayó por segunda vez.

Luis Sandrini, con su enorme y payasesco zapato, sacó de su paso el bulto que constituía el Presidente tendido en el piso y, una vez superado el escollo, se abalanzó sobre la Primera Dama. Con su diestra inconmensurable, Sandrini rodeó la cintura de María de los Perros Amor y la apretó hasta tocarse el índice con el pulgar. Presa de una fogosidad opuesta a su albedrío, la Primera Dama se entregó a la avasalladora reciedumbre del visitante oponiendo una resistencia tan inútil como provocativa. Luis Sandrini pasó su lengua ávida por las comisuras de los labios de la mujer del Presidente y, en el momento en que ella abrió la boca para recibir el postergado beso, la apartó de sí sin soltar su estrecha cintura. La manejaba como quien empuña el mecanismo oculto de un títere. Con cada movimiento de sus dedos acromegálicos, suscitaba en la Primera Dama ya suspiros irresistibles, ya gemidos altisonantes. Separándola de su pecho empapado, la contempló largamente recorriendo con los ojos cada ápice de pielque traslucía el camisón; sin tocarla, cada vez que detenía su mirada en el halo morado de sus pezones, María de los Perros Amor sentía una opresión cálida, como si realmente la estuviera acariciando. Se diría que aquel fantasma no presentaba la inasible sustancia de la que están hechos los espectros ordinarios sino que, por el contrario, ostentaba una materialidad más sólida que la de los mortales. Hecho este último que la Primera Dama pudo comprobar fehacientemente cuando el aparecido le tomó la mano y con ella se frotó la pétrea protuberancia que pugnaba por salirse del pantalón. Inmediatamente, sin soltarle la cintura, la obligó a girar sobre su eje -cosa que hizo con la gracia de la bailarina que se supone había sido y la detuvo cuando quedó de espaldas a él. El desmañado fantasma contempló la generosa retaguardia de María de los Perros Amor, lentamente le levantó la falda del camisón y dejó al descubierto unos glúteos macizos y prominentes que contrastaban con su espigada cintura. Estaba por abrir la infinita botonadura del pantalón para liberar de su encierro a la bestia que pugnaba por ver la luz para hundirse en las húmedas penumbras que la reclamaban, cuando el redivivo Luis Sandrini notó que el Presidente, otra vez, empezaba a recuperar la conciencia. Fastidiado, resopló con el gesto de contrariedad que tantas veces había hecho desde la pantalla y, antes de que Su Excelencia abriera los ojos, lo midió, calculó y le descargó una violenta patada en la pera que lo elevó a medio metro del suelo y lo hizo aterrizar inerte. María de los Perros Amor no se había dado por enterada de este último incidente y, de espaldas a su gentil espectro, apoyada sobre el lavabo, esperaba ansiosa el anhelado trofeo. Luis Sandrini había conseguido, por fin, ganar la batalla contra los incontables botones del pantalón y se disponía a proceder. En ese momento, la Primera Dama involuntariamente encontró su rostro en el espejo que tenía delante de sí. Vio sus mejillas avivadas por el rubor de la pasión, vio el mechón de pelo que, liberado del cautiverio de la hebilla, se agitaba delante de sus párpados como animado por una tibia brisa de juventud. Levantó la vista por sobre su cabeza buscando el reflejo de su ardoroso tenorio, pero no vio más que su solitaria persona meneándose contra nadie. Atormentada, giró la cabeza y, entonces, volvió a la calma: ahí estaba Luis Sandrini de pie y aferrándola por la cintura. María de los Perros Amor cerró los ojos, se elevó un poco sobre la punta del pie derecho y levantó la pierna izquierda por sobre el mármol del lavatorio, exhibiendo los labios mudos, abiertos y empapados de su vulva. El enardecido comediante aceptó el amparo rojo y cálido que se ofrecía, hospitalario y palpitante, al impaciente huésped que pugnaba por irrumpir con furia. Entonces, interpuso su voluntad contra los bríos perentorios de su socio enceguecido, y lo guió suave, lenta y cuidadosamente a través de aquellas dulces tinieblas. La Primera Dama suplicaba piedad ante cada leve embestida y, luego, cuando llegaba la pausa, imploraba por más inclemencia. María de los Perros Amor no alcanzó la extática culminación por la sencilla razón de que todo el tiempo, desde el comienzo, se había entregado a un ininterrumpido estado de paroxismo que sólo concluyó cuando el ardiente fantasma, después de agitarse en espasmos repetidos, se desplomó, satisfecho, sobre la espalda de la Primera Dama.