6
La puerta se abrió de par en par. Un seguidor cuyo origen no podía vislumbrarse desplegó su cono plateado y, en su centro, se hicieron visibles, con un resplandor que encandilaba, dos mariachis ataviados con bandoleras hechas de balas de plata, chalecos bordados en hilos de oro, botas con espuelas argénteas y sendos sombreros de charro, cuyo diámetro superaba el ancho de la puerta. Como provenientes del cuerno de un gramófono, las voces de los sorpresivos mejicanos sonaron antes de que abrieran la boca. Con un sonido plano y metálico que no sincronizaba con el movimiento de sus labios, entonaban las recias estrofas de El Rey. El contrariado fantasma de Luis Sandrini se acomodó púdicamente las ropas y enfundó el marlo, todavía tieso y morado, con la misma dificultad con la que lo había desenfundado. Turbado y presa del agotamiento, Sandrini tartamudeó por lo bajo:
– ¿Por qué no le dedican El choclo a ésta? -dijo sopesando lo que tenía entre manos-. Será de Dios…
María de los Perros Amor se sintió infinitamente avergonzada, rápidamente se acomodó las ropas y miró a su marido, que permanecía tendido en el suelo emitiendo un ronquido sonoro y acompasado, cantaba el dúo a pecho henchido.
No tengo trono ni Reina
Ni nadie que me comprenda
Pero sigo siendo el Rey.
Recién entonces la Primera Dama comprendió que aquel par de mariachis estaba compuesto por los legendarios Jorge Negrete y Pedro Armendáriz. María de los Perros Amor recordó otra vez la minúscula sala del Luminaris, el cine de su pueblo. Era un Metropolitan en miniatura, debajo de cuya fresca marquesina contemplaba, embelesada, los rostros pintados a la acuarela que le sonreían desde los afiches. La Primera Dama experimentó un indescifrable sentimiento que se aproximaba a la felicidad. Su mutismo incoercible no estaba hecho ahora de aquella angustia frente a la negación de la palabra, sino de la timidez de la niña que era cuando, recostada panza abajo en la terraza del Luminaris veía, a través de la claraboya que se abría en las noches de verano, las películas mexicanas cuyas canciones habría de cantar el resto su vida. La Primera Da ma volvió a mirar al Presidente, que yacía a sus pies, y deseó que permaneciese así para siempre, que aquel mundo salido de la planicie del celuloide se perpetuara; comprendió que prefería los fantasmas que no acertaban a sincronizar la voz con el movimiento de los labios, a los horribles espantajos ministeriales que presidía su marido y con los que, desde el día en que decidió casarse, estaba obligada a convivir. Descubrió que no estaba dispuesta a tolerar un día más junto a aquellos que hubiesen matado con sus propias manos a su hijo de no haberse muerto, antes, atragantado con un hueso de pollo. Luis Sandríni la miraba ahora con unos ojos llenos de la misma pueril ternura de su personaje más sentimental. María de los Perros Amor, conmovida por su reciente descubrimiento, se replegó en un llanto tan amargo como introvertido, en un llanto sordo que sólo se manifestaba en unas lágrimas que le inundaban los párpados. Imaginó que ella misma era el fantasma de una actriz del cine mudo sumida en el olvido. Se enjugó las lágrimas y, cuando volvió a abrir los ojos, pudo comprobar que los tres actores se habían desvanecido. El Presidente se incorporó como si nada hubiese sucedido, miró el reloj, terminó de cepillarse los dientes y sentenció:
– Es hora de dormir.
María de los Perros Amor llenó una jarra con agua y puso dentro las rosas, que empezaban a marchitarse.
7
El Presidente caminaba con las manos enlazadas detrás de la espalda a lo largo de los corredores que unían los inmensos sets de filmación. Sus pasos resonaban contra los tinglados desde cuyas alturas en penumbra colgaban como murciélagos durmientes decenas de reflectores destartalados, rieles pendulantes a punto de derrumbarse y madejas de cables que reptaban entre las vigas como serpientes al acecho. El Primer Mandatario esperaba ver aparecer a su fiel consejero desde las sombras; creía verlo encarnado en un maniquí ataviado de dama antigua, en el brillo de los ojos de un gato fugitivo que atravesaba el corredor; en voz baja interrogaba al retrato de tal o cual astro sonriente que mostraba los dientes a la posteridad colgado desde las paredes ruinosas de Palatina Sono Film. Inquiría con la mirada a los bustos de bronce que presidían los despachos, a las sílfides de yeso que adornaban las fuentes de los jardines, interpelaba en un susurro a los querubines de estuco y a los mascarones de la Tragedia y la Comedia que ornamentaban los dinteles de las puertas; murmuraba en aymará a los viejos proyectores y a los micrófonos, a los parlantes mudos y escacharrados, esperando oír la sabia voz de su viejo consejero, visible sólo a sus ojos, materializado en alguno de todos aquellos objetos diversos, antagónicos, indescifrables.