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Desde el día previo a La Ascensión, cuando se presentó bajo la forma de una salamandra que reptaba entre las brasas del fuego del hogar, no había vuelto a tener noticias de su invisible asesor. El Presidente empezaba a preocuparse seriamente. Necesitaba, quizá como nunca, la palabra justa, el sabio consejo de su ministro sin cartera ni despacho, del incondicional mentor de sus decisiones más trascendentes. Confinado en aquella ciudadela poblada de espantajos color sepia que no acertaban a sincronizar la voz con el movimiento de los labios, recordaba los cada vez más lejanos días de gloria con una nostalgia amarga a la cual no estaba dispuesto a resignarse. Abriéndose camino entre fantasmas sufrientes condenados a recitar sus parlamentos más vergonzosos en ese purgatorio escenográfico, buscaba con desesperación a aquel que, con verbo oracular, tantas veces lo había sacado de los atolladeros más intrincados. Con los ojos inyectados de furia, aventaba el desfile de espectros que le salían al cruce como quien se deshiciera de un enjambre de moscas. Como salidos de un fresco ramplón alegórico de una Divina Comedia de saínete, multitudes de ánimas se desgarraban de sobreactuado dolor, ardían en el fuego histríónico de sus monólogos grandilocuentes y penosos.

Con sus pobres almas salidas de foco, Carlos Villarias, ataviado con una capa, mordía la yugular de Lupita Tovar una y otra vez, repitiendo hasta el hartazgo "voy a darte el dulce beso de la muerte", la célebre frase de la escena del Drácula criollo. Más allá, velada por unos rayones verticales y fulgurantes, Imperio Argentina lloraba el despecho de un cuplé apenas audible tras el ruido áspero de la púa de un gramófono invisible. Igual que un moscardón pertinaz, el lamentable espectro de Mario Sóffici representando el papel que hiciera en El linyera, se arrastraba a los pies del Presidente y extendiendo hacia él un sombrero marchito, le suplicaba:

– Por el amor de Dios, señor, una moneda.

Entonces el Primer Mandatario intentaba asestarle una patada pero, invariablemente, su pierna atravesaba la doliente figura del mendigo sin conseguir espantarlo.

Sentada en un sillón de terciopelo que deambulaba por el aire alrededor de Su Excelencia, Mona Maris sostenía el auricular de un teléfono blanco y, una y otra vez, en forma idéntica, extendía el tubo hacia el Presidente y repetía con voz dramática:

– Es para ti, canalla.

En un ángulo del estudio, María Esther Buschiazzo yacía en una cama, decrépita pero sonriente, tomando la mano de Luis Sandrini, que, con los ojos llenos lágrimas, no dejaba de proclamar a los cuatro vientos:

– ¡La vieja ve lo colore! ¡La vieja ve lo colore!

Sentado en una silla de tres patas, José Marrone, mientras se rascaba ostensiblemente la entrepierna, repetía como una autómata:

– Laburás, te cansás, ¿que ganás?

Y así, buscando entre la multitud de almas en pena la figura de su consejero, el Presidente se abría paso entre las voces que le susurraban al oído:

– Una moneda, señor, por el amor de Dios.

– Voy a darte el dulce beso de la muerte.

– Es para ti, canalla.

– ¡La vieja ve lo colore! ¡La vieja ve lo colore!

– Laburás, te cansás, ¿que ganás?

En medio de aquel alucinatorio desfile de espíritus condenados a representar por toda la eternidad sus libretos más lamentables, el Presidente pudo ver una figura que dimanaba un aura de luz blanca. El Hijo de Wari, encandilado, se cubrió la cara con el antebrazo. Cuando volvió a mirar, en el centro de la fulgurante silueta que presentaba unas alas inmensas y etéreas, reconoció la beatífica sonrisa de Carlos Gardel. El rostro radiante, blanco e iluminado lo miraba con unos ojos hechos de compasión y bondad. El ángel extendió un brazo crispado hacia el Presidente, movió los labios, rojos y delineados, pero no pudo articular palabra. Una lágrima rodó por su mejilla. Hizo otro esfuerzo por emitir un sonido pero volvió a fracasar. Sobrecogido, el Hijo de Wari comprendió que aquella estampa de Gardel databa de la época del cine mudo. A diferencia de los fastidiosos demonios que constituían el aquelarre vociferante de personajes levantados del sepulcro amarillo del celuloide, el ángel del Abasto estaba privado para siempre de su voz de zorzal. El Presidente comprendió de inmediato que la inconfundible figura de Gardel era, en realidad, la encarnadura que había elegido esta vez su consejero. El corazón de Su Excelencia latió con fuerza. Viendo que al Presidente ya no le alcanzaban las manos para ahuyentar a los espectros que no dejaban de acosarlo, el asesor encarnado en Carlos Gardel extendió la mano; en ese momento, sostenida por unos hilos mal disimulados, como manejada por un tramoyista, desde las alturas descendió la rolliza Shirley Temple agitando unas alitas de plumas de ganso trayendo un tridente que depositó en la mano del Zorzal Criollo. Entonces, ante la sola visión del ángel armado con el tridente, los espíritus penitentes se diluyeron en una nube de humo verde.

La cara del Presidente se iluminó. Cuando el consejero por fin consiguió que los fantasmas volvieran a su prisión de celuloide diluyéndose en aquel vapor que se deshizo en el aire, miró al Hijo de Wari y, con una sonrisa tierna, articuló sin emitir sonido:

– Madre -pudo leer el Presidente en los labios del ángel mudo. Adivinaba en el brillo de los ojos de su consejero personificado en la inmaculada estampa de Gardel un signo sombrío. El ángel callado giró sobre su eje, caminó cabizbajo y, con paso lento y las alas plegadas, se perdió en las sombrasde un largo corredor. El Hijo de Wari supo que no tenía nada que preguntar. Caminó siguiendo el paso leve del arcángel que se detuvo frente a la entrada de un estudio. Carlos Gardel destrabó el enorme pasador que aseguraba las puertas y las abrió de par en par. Entonces el Presidente pudo ver una réplica perfecta del Enola Gay con su resplandeciente carga de bombas debajo de su vientre de aluminio que alguna vez había reflejado las últimas imágenes de Hiroshima y de Nagasaki. Deslumbrado, el Hijo de Wari caminó hacia el avión. Acariciaba las aspas de las hélices, recorría con la yema de los dedos las nervaduras de las alas, palmeaba el lomo plateado de la bestia como quien le prodigara caricias a un viejo saurio durmiente. Su consejero encarnado en la figura de Gardel miraba al Presidente con una sonrisa hecha de satisfacción y fatalidad. Con un gesto apenas perceptible, el sombrío asesor que había adivinado las intenciones de Su Excelencia- asintió, invitándolo a que se dejara llevar por la tentación. Entonces, con la destreza de un piloto experimentado, el Presidente tomó un aspa de la hélice y la hizo girar. El motor rugió, carraspeó y, finalmente, rodó parejo en un estruendo ensordecedor. Con un salto ágil, el Presidente trepó hasta la cabina, ocupó la butaca, probó el instrumental, el funcionamiento de las palancas y se calzó las antiparras y la bufanda que descansaban sobre el ala.

Su consejero abrió las compuertas del hangar y,por primera vez en seis décadas, el avión inició el lento carreteo hacia el exterior con la incontenible avidez de libertad de un pájaro escapado de su largo cautiverio.

El ángel mudo se elevó paralelo al aeroplano. Ambos se perdieron tras una nube de tormenta.

8

Sobresaltados por el bramido ensordecedor de los motores, los Doce, desperdigados en distintos sitios de la ciudadela, corrieron hacia el incierto lugar desde donde provenía el estruendo. A un tiempo y sin que se lo hubieran propuesto, coincidieron todos en el corredor que conducía a los sets. Se miraron los unos a los otros y en la expresión desencajada del prójimo descubrieron que los unía la misma preocupante sospecha. Entonces se echaron a correr en dirección al exterior. Algunos a medio vestir, otros ataviados con vestuarios escénicos, avanzaban torpe y desesperadamente enredándose entre los complicados pliegues de las túnicas árabes, trastabillando a merced de los coturnos griegos, enceguecidos por los sombreros de cosaco que les caían sobre los ojos. Como una turba de clowns espantados, apuraban el paso tomándose el abdomen. Con el corazón en la garganta a causa de la fatiga y el desasosiego, los ministros, finalmente, alcanzaron la salida. Detuvieron la marcha y vieron, boquiabiertos, el viejo cuatrimotor elevándose hacia un claro entre las nubes. Pudieron distinguir la figura del Presidente, que los miraba, hubieran jurado, con una sonrisa hecha de malicia. Presas de su mismo artilugio, convencidos de la eficacia de la magia de la que jamás fueron dueños, inocentemente intentaban levantar vuelo. Corrían como avestruces, agitaban los brazos persuadidos de que eran alas, saltaban e inmediatamente caían de bruces como presas de caza. Se incorporaban y volvían a intentarlo una y otra vez. Decepcionados de su pedestre condición, lloraban con el rostro hundido en el barro. Pataleaban, golpeaban el suelo con los puños, arrojaban piedras inútiles e insultos en vano hacia el cielo, mientras veían cómo se escapaba su futuro y se perdía entre las nubes. Como niños, lloraban y maldecían su infinito candor: hechizados por el Hijo de Wari, confiados en su propia lealtad, y sin que lo supieran los demás, le habían revelado al Presidente el número secreto.