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El viejo bombardero ganó altura, viró hacia el poniente y se perdió suavemente tras un manto de nubes negras mostrando su culo burlón al triste gabinete.

EL REGRESO

Afuera, mientras esperábamos el ansiado regreso, mirábamos el cielo tormentoso que olía a buenas nuevas. Un relámpago dorado surcó la bóveda altísima hecha de nubes negras. Todos salimos a las calles y nos entregamos a ese viento redentor que se abatía como un azote de bendiciones. Unas gotas del tamaño de diamantes empezaron a romper sobre nuestras frentes y a levantar un vapor que olía a asfalto caliente. No tuvimos dudas. Era el día. Aquel día que se había convertido en el norte de nuestras pobres existencias. Llovía una lluvia furiosa que lavaba nuestras almas miserables. No teníamos miedo, pese a que sabíamos cuál era la condición de Su regreso. Sabíamos que aquel final próximo habría de ser el principio. Una nube de langostas, verdes, gigantescas, nos chicoteaba la piel, se nos enredaba en el pelo, en las barbas crecidas del abandono, se nos metía dentro de las ropas, nos ingresaba por la boca, se nos pegaba a la lengua. Era la primera de las ansiadas plagas. Una lluvia de serpientes, sapos y culebras nos latigueaba como una flagelación dulce y justa. Intentábamos mantenernos en pie, pero no podíamos evitar resbalarnos en aquel río de reptiles que anegaba las calles. Entonces, entre las nubes negras, pudimos ver al ángel de la sonrisa eterna, al ángel mudo que, con sus alas, abría un hueco de luz divina en el cielo. Todos a una vez escuchamos el rugido del motor y, atravesando aquella ventana celeste, por fin, lo vimos aparecer. Rompimos en un llanto único. Nos arrodillamos cruzando las manos sobre el pecho y le imploramos que sí, que por favor. El Hijo de Wari enderezó la nariz del avión hacia nosotros y descargó la primera ráfaga. Caíamos los unos sobre los otros mezclando la sangre con la sangre. El Presidente elevó la máquina, giró y volvió a volar sobre nuestras cabezas. Todos pudimos ver cómo se desprendía la primera de las bombas. Fue una explosión gloriosa que nos despedazó antes de que pudiéramos escuchar el estruendo. Un hongo anaranjado y negro se levantó sobre nuestros despojos. La ciudad se había convertido en un páramo negro y humeante, en un camposanto que albergaba nuestros cadáveres calcinados. Algunos de nosotros todavía nos arrastrábamos entre las brasas. Entonces el Hijo de Wari por primera vez cumplió su promesa impar; volvió a virar y soltó la segunda carga. Nada. Ni siquiera un desierto devastado.

Aquella Patria que nunca había existido más que en los sueños de unos pocos ilusos olvidados, fue destruida antes de nacer. Aquel hueco en el mapa, aquella nada hecha de vergüenza pronto fue cubierta por el piadoso manto del mar y el sudario del olvido.

[1] Recopilado de Máscaras de los andes bolivianos, Peter McFarren y Sixto Choque, Quipus, 1993.

[2] Colla Estúpido Orejas de Llama.