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II EL SUEÑO ETERNO

1

A desgano y porque no le quedaba otro remedio, la oposición se hizo cargo del Gobierno. Y aun siendo Gobierno, nunca dejaron de ser para nosotros la vieja y vetusta oposición.

La oposición tomó Su Doctrina igual que Roma la Palabra del Salvador. Como un Constantino ínfimo, enjuto, circunspecto y enfermo de tedio, el nuevo Presidente, antes opositor, declaró inamovible el Dogma y nos tranquilizó en la seguridad de que el Camino por Él trazado no habría de torcerse un ápice. Legitimando con su rúbrica los mil doscientos cuarenta y ocho sabios decretos que prolijamente Él había dejado sobre el escritorio antes de perderse en los cielos, el nuevo Presidente sacralizó los Principios Fundamentales. Con su índice parkinsoniano pero inmaculado de toda sospecha de venalidad, canonizó la totalidad de los contratos, concesiones y concordatos que había recibido en herencia. Y en algunos casos fue todavía más allá. Casi sin darnos cuenta fuimos arrollados por La Modernidad. Ahora podíamos ver nuestros rostros maravillados en el reflejo de las pantallas de los RÍA, Recaudadores de Impuesto Automatizados, detrás de aquellos caracteres que, analfabetos, no sabíamos leer; podíamos acariciar los suaves teclados de cromo que tampoco sabíamos cómo operar, pero siempre acabábamos por ingeniárnoslas para poder cumplir, rientes, con nuestras cargas tributarias.

Antes de Su Partida al Reino de los Cielos, Él había puesto la salud de los pobres en las mismas manos de Dios; viendo la irreversible obsolescencia de los viejos hospitales, decidió darlos en generosa y salomónica concesión, por una parte a la sabia Obra de Miracle amp;Company, propiedad del pastor evangelista James Sugar, y por otra, para quienes no queríamos abandonar la Iglesia romana, a la Orden de los Padres Carismáticos. A cambio de un óbolo completamente voluntario, podíamos participar de las multitudinarias misas de sanación. Los ciegos volvíamos a ver, los paralíticos podíamos caminar, y no nos levantamos los muertos de nuestras tumbas por explícito ruego del Registro Civil.

Pero lo cierto es que nada estaba como antes. El nuevo Presidente era incapaz de elevarse un milímetro del suelo. Si le preguntaran a cualquiera de nosotros cuál era el nombre de Su sucesor, contestaría encogiéndose de hombros. Quizá recordaría su nombre. Pero lo cierto es que ni siquiera tenía un apodo. O si lo tenía, tampoco lo recordábamos.

Pero sabíamos que algún día Él iba a volver para redimirnos. Así como había venido desde el centro del misterio y de la misma misteriosa forma se había elevado un día hacia los cielos perdiéndose del otro lado de la línea del horizonte, de la misma forma habría de regresar. Nadie conocía su pasado. Quizá por esa misma razón lo habíamos elegido. Nunca supimos del todo quién era aquel ángel de labios de madre judía, ceño severo de padre musulmán, lengua ardiente de amante italiano; ignorábamos quién era el que nos miró por última vez a través de sus ojos transparentes hechos con el azul cristiano del Mediterráneo, aquel príncipe de tez morisca, armado de la paciencia del Oriente y de la osadía nórdica de los vikingos. Y cuanto más ignorábamos su pasado, tanto más alimentábamos la esperanza de su futuro regreso.

Después del triste pero glorioso día de la ascensión junto con los Doce Apóstoles que componían su gabinete y María de los Perros Amor, hicimos numerosas exégesis e infinitas interpretaciones. Algunos decíamos que había partido en silencio. Otros asegurábamos haber leído en sus labios, antes de emprender el vuelo definitivo, una frase, una palabra o apenas una interjección; los menos aseverabamos haber escuchado claramente una admonición. Construimos innumerables parábolas, establecimos diversas alegorías. Pero todas las disquisiciones coincidían en una única certeza: Él habría de volver un día no muy lejano.

Se había ido a las alturas con sus apóstoles, sin dejarnos siquiera un discípulo, un iluminado que nos diera una palabra paulista, alguien que nos legara una escritura. Nunca más fue visto. Ni por nosotros ni por nadie. La oposición no se pronunciaba al respecto. Se limitaba a gobernar siguiendo la senda que Él había marcado con una prolija desidia que olía a bibliorato húmedo, con una inercia tejida como la telaraña que se junta entre las patas de los escritorios, con la anónima indolencia nacida de la oscuridad de los despachos administrativos.

2

La oposición no evidenció el menor signo de sorpresa la primera vez que entró en el palacio de gobierno. Se hubiera dicho, a juzgar por sus impertérritos semblantes, que al nuevo Presidente y a su séquito, conforme iban avanzando hacia sus respectivos despachos, no les resultaba en absoluto extraño el hecho de que no hubiese siquiera un rastro de mueble en todo el palacio. Tal vez porque nunca antes habían estado dentro, no repararon en que en el lugar vacante de las arañas, de cuya ausencia daban testimonio las enormes aureolas blancas del cielo raso, colgaban ahora unos escuálidos cables rematados en un triste racimo de bombitas quemadas. Tampoco parecieron otorgarle ninguna importancia a la multitud de escombros que se esparcían a diestra, siniestra, arriba y hasta debajo de sus pies.

El nuevo Presidente, aquel fantasma sin nombre enfundado en un traje que se diría de sepulturero, caminaba con las manos enlazadas tras la espalda siguiendo el paso decidido de los edecanes, que, como mayordomos, no podían disimular cierto recelo disfrazado de burlona genuflexión ante los nuevos moradores. Detrás caminaban los secretarios y por último los Ministros. Todos vestían trajes idénticos al del Presidente, idénticas camisas y corbatas idénticas y, pese a las diferencias de estaturas y grosores, se hubiera dicho que también los talles eran iguales. Algunos arrastraban las botamangas de los pantalones, otros dejaban al descubierto tobillos huérfanos de tela, como si las quince tristes vestiduras hubiesen sido encargadas todas a una vez el día anterior a última hora. Caminaban por un laberinto devastado e interminable, atravesaban innumerables salones despojados de todo cuanto habían tenido. Pisaban un suelo de cemento pedregoso en cuyas grietas se adivinaban los vestigios de los antiguos listones de roble de Eslavonia.

– Polillas -musitó uno de los edecanes con una circunspección que mal disimulaba una carcajada contenida-. Hacen estragos.

Más allá, junto a una escultura yacente, se apilaban unos pocos restos de mosaicos traídos de Venecia que hubieran competido en resplandor con el ábside de la basílica de San Marco. Las enormes bisagras desnudas delataban que aquellas que parecían arcadas habían sido portones tan macizos como lo era ahora su ausencia. Las escaleras habían pasado del resplandor del mármol de Carrara al gris áspero y despojado del cual estaban hechas las gradas de los desamparados hemiciclos que circundaban las canchas de fútbol de los andurriales. A su paso, mientras se adentraba en las polvorosas tinieblas, el nuevo gobierno tropezaba con los detritos de los murciélagos, con pájaros muertos e inclasificables, resbalaba en ríos de mierda de paloma adosada al suelo, a las columnas, a las paredes y, a medida que avanzaban por el intestino fétido del palacio presidencial, espantaban multitudes de gatos que salían desde los meandros en penumbra. Lo único que se había salvado de aquel Apocalipsis era la biblioteca. Infinitos volúmenes de lomos deshilachados por el tiempo y la indiferencia, ocultos tras el polvo del abandono, terminaban de marchitarse de pie, agonizando verticales como condenados al cepo del desdén.La comitiva se iba raleando a medida que los edecanes señalaban, a su turno, a cada uno de los funcionarios; los conducían hasta la puerta de su despacho y, como lo haría el botones de un hotel, extendían la palma de la diestra a la espera de una moneda.

El último en llegar a su despacho fue el Presidente. En el lugar más recóndito y oscuro, junto a una escalera clausurada por un par de vigas cruzadas, los edecanes tuvieron que luchar contra un picaporte inamovible hasta poder abrir la puerta.