En el interior de su despacho, el Presidente se asomó al pequeño ventanuco que daba a un estrecho respiradero y, por mucho que se contorsionaba girando el cuello hacia arriba y hacia abajo, no conseguía ver ni el cielo ni el piso. Como no había un solo mueble, uno de los edecanes improvisó un escritorio con una puerta que descansaba sobre una de las paredes afirmando un extremo contra el marco de la ventana y el otro sobre una estufa en desuso. Desempolvó con la manga una silla de esqueleto de caño y, ceremonioso, invitó al primer mandatario a ocupar el solio presidencial. El Presidente se acomodó, se aflojó el nudo de la corbata, posó los pies sobre la tabla, miró el reloj y tomó la primera decisión de gobierno. Mientras intentaba adecuar su lordótico espinazo al respaldo destartalado, ordenó al edecán:
– Despiérteme dentro de cuatro años -dijo y se durmió profunda y plácidamente dejando caer un delgado hilo de saliva sobre la raída banda presidencial.
3
La indiferencia del nuevo Presidente, aquel espectro somnoliento que jamás levantaba la mirada del suelo, contrastaba, sin duda, con el vivo interés que había mostrado nuestra Primera Dama, María de los Perros Amor, la primera vez que entró al palacio gubernamental. Ni bien hubo traspuesto la guardia de granaderos vio, espantada, las funestas antiguallas que le hacían recordar a los sórdidos caserones de su provincia natal. A través de unos anteojos negros del tamaño de su desazón, miraba el viejo mobiliario de los tiempos de la Colonia. Envuelta en un tapado de leopardo cuya brevedad develaba sus muslos largos y pronunciados, evidentemente forjados en el trajín de las tablas, estuvo a punto de desfallecer de horror. La primera medida que tomó, aún antes de trasponer el vestíbulo, fue la redecoración completa de la casa presidencial.
– Vaya tomando nota -le ordenó al edecán al tiempo que, in situ, le señalaba todo aquello que habría de ser remozado.Primero mandó alisar los frisos de las paredes y los arquitrabes corintios de las columnas. Ordenó que se retirara la tétrica boiserie de ébano que oscurecía las paredes y dictaminó que habrían de reemplazarse por una sucesión de infinitos espejos esfumados. Las antiguas e interminables mesas de roble para treinta y dos comensales fueron depuestas y, en su lugar, la Primera Dama decretó el cambio por otras de vidrio color miel. Las añosas cómodas, secretaires, escritorios y chiffonniers fueron a dar a las ávidas bocas de un centenar de contenedores y terminaron en los vastos basurales que se extendían como hediondos sembradíos a la vera del río. La misma suerte corrió la innumerable colección de vidrios pintados que llevaban las ignotas firmas de Gallé y de Lalique, de Daun Nancy y de Müller, de Leverre y de Gaudí. Las viejas lámparas de Tiffany que pretendían adornar los escritorios fueron reemplazadas por otras de porcelana que representaban largos cisnes de cuyos lomos dimanaban fulgores dicroicos. Los gigantescos tapices del siglo XVI que cubrían las paredes fueron arrancados y, en su lugar, la Primera Dama mandó empapelar los muros con enormes fotografías de los lejanos Cayos de la Florida. Aquí y allá podían verse plácidos paisajes tropicales, cocoteros y palmeras recortadas contra un cielo satinado. María de los Perros Amor, flanqueda por el edecán, señalaba con su índice admonitorio, tamborileaba con sus pequeñas garras de nácar rosa Dior sobre las vetustas reliquias, a la vez que ordenaba por cuáles otras cosas habrían de ser reemplazadas. Los vitrales que repartían la luz de los jardines sobre los salones circundantes, fueron retirados enteros y, en su lugar, María de los Perros Amor instruyó que pusieran cristales espejados. Conforme avanzaba con su contoneo caribeño, iba ordenando y decidiendo, expeditiva y práctica, dueña de una seguridad propia de las amas de casa, acostumbradas a resolver los intrincados problemas domésticos.
Al edecán no le alcanzaban los papeles ni las manos para tomar nota de todo cuanto habría de ser remodelado. Y, por cierto, tampoco le alcanzaban los ojos para mirar las firmes pantorrillas de la Pri mera Dama, remarcadas por la elevación de los tacos largos y finos como agujas.
La mujer del Presidente creyó morir de espanto cuando llegó a la alcoba del palacio. Ordenó que se retirara la vieja cama colonial con una cabecera de bronce labrado a mano y que, en su lugar, pusieran una de estructura oval laqueada en blanco y dorado que contenía, embutidas en el respaldar de pana, las botoneras de luces y, desde luego, de la música funcional y el televisor. No pudo evitar que se le frunciera la nariz cuando entró al baño. Aquellos sanitarios de porcelana inglesa de principio de siglo, se dijo, no eran dignos de la excelencia de su marido. De inmediato dispuso que colocaran otros en forma de valva con grifería bañada, ¿por qué no?, en oro.
En un mes exacto el Palacio de Gobierno estuvo completamente renovado. Nada tenía que envidiar a los más lujuriosos hoteles de Hawai.
Pero el nuevo Presidente, aquel homúnculo durmiente aun en vigilia, jamás se preguntó qué había sido de todo aquel esplendor anterior a la gran remodelación. En rigor, se hubiera dicho que no se preguntó ni eso ni ninguna otra cosa. Mientras dormía el sueño de los justos en su palacio del horror hecho de polvo y escombros, confiado ciega y plácidamente en el curso natural de las cosas, un hecho inesperado habría de sacudir violentamente su hasta entonces imperturbable sopor.
4
Una mañana entre las mañanas, una mañana idéntica a todas las pedestres mañanas, un oscuro contador de la oposición hecha gobierno, mientras metía su nariz de ave en los libros contables, creyó encontrar entre las anotaciones que se encriptaban ilegibles entre el Debe y el Haber, una diferencia que se obstinaba en permanecer fugitiva. Se quitó los lentes para la miopía y los reemplazó por los de ver de cerca. Volvió a sumar y restar, comparó la cuenta con la anterior, rebuscó página por página y, otra vez, la diferencia seguía escabulléndose. Entonces interpuso una gruesa lupa entre los lentes y el papel y recomenzó la tarea. La diferencia no aparecía. Se rascó la cabeza, se incorporó, caminó hasta el baño y volvió con un rollo de papel higiénico. Se arremangó los pantalones, se arrodilló y, en cuatro patas, fue extendiendo el papel sobre el piso, mientras anotaba la cifra ausente: 8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
millones con cuarenta y siete centavos.
Volvió a enrollar el papel, se puso de pie, se acomodó la ropa, se desempolvó las rodillas, salió de su despacho, cerró la puerta con llave, caminó por un largo pasillo derruido, se cruzó con un ordenanza de uniforme marchito, agachó la cabeza a modo de saludo, subió una escalera carcomida por el olvido, atravesó un gran salón vacío presidido por el fantasma de una araña de infinitos caireles reducida ahora a un ramillete de focos quemados, cruzó en diagonal un jardín desértico, eludió una palmera, ingresó en un corredor, subió otra escalera, se acomodó la corbata y el pelo, se plantó frente a las puertas destartaladas del despacho presidencial, pidió al edecán que lo anunciara y, esgrimiendo el rollo de papel, agregó terminante:
– Es urgente.
Antes de que el edecán intentara señalarle con un confidente cabeceo los confines del fondo y la izquierda, el contador, por las suyas y sin esperar el anuncio, forcejeó con el picaporte y, por fin, ingresó en el despacho presidencial.
El Presidente dormía. Conservaba la misma posición en que lo había acomodado el edecán, las piernas extendidas sobre la puerta colocada a guisa de escritorio, la cabeza volcada sobre el pecho y la estalactita de saliva que bañaba profusamente la banda presidencial raída.