El contador carraspeó con timidez primero y, viendo que no conseguía siquiera alterar el ritmo monocorde de los ronquidos de Su Excelencia, tosió ruidosamente aproximándose unos pasos. Habida cuenta de que no había logrado el menor resultado, murmuró respetuosamente junto a la oreja presidenciaclass="underline"
– Señor Presidente…
Nada. Al borde de la insubordinación, el contador le apoyó una mano en el hombro y lo meció suavemente. Pero lo único que logró fue que el Presidente pronunciara una frase ininteligible, salvo por la última palabra:
– …culo -dijo escueto y enigmático.
Término del cual podía deducirse, sin embargo, que estaba soñando algo relativo a su única pasión conocida: la taba. En efecto, el primer mandatario era, además del más alto funcionario público, Presidente de la ATBP, la Asociación de Tabófilos y Bochófilos por la Patria. Cargo que, muy a su pesar, tuvo que desatender en virtud de los últimos acontecimientos, es decir, la misteriosa desaparición en los cielos del gobierno anterior, motivo por el cual se vio en la obligación de asumir sus actuales funciones. Sea como fuere, el contador no podía arrancarlo de su dulce y grato sueño. Habiendo colmado su paciencia, el obcecado tenedor de libros empezó a zamarrear furiosamente a Su Excelencia, quien, por fin, aunque no se pudiese afirmar categóricamente que estaba despierto, al menos había abierto los ojos. Cuando consiguió serenarse, el contador se dispuso a hablar. Le explicó al Presidente que la administración anterior, la misma que se había perdido en el cielo más allá de la raya del horizonte, había dejado un faltante cuya cifra era tan dilatada como su propia sorpresa y, a modo de prueba concluyente, extendió el rollo frente a los inertes ojos del primer mandatario.
El Presidente escuchaba simulando atención, seguía con una mirada bovina el ampuloso movimiento de las manos del contador, asentía intentando calmar los borbotones explicativos del funcionario que hablaba de desfalco, robo, cohecho, estafa, timo, embaucamiento, hurto, defraudación, desvalijamiento, rapiña, botín, sustracción. En un maremágnum de acusaciones le explicaba que si ahora tenía que dormir en una silla de caño destartalada, decía, era porque la anterior administración se había llevado hasta el sillón presidencial, figúrese, que el mismísimo Palacio de Gobierno había sido saqueado, imagínese, le decía, que si así estaba su despacho en qué estado estarían las arcas públicas. Antes de que pudiera concluir, el Presidente lo conminó a que cerrara la boca y sin mover un músculo de la cara le ordenó que enrollara el papel, que se limpiara con él lo que él ya sabía, que lo depositara en el lugar donde correspondía y que luego tirara fuerte de la cadena. Dicho esto último, se revolvió en la silla, estiró nuevamente las piernas sobre la tabla y, dejando caer pesadamente el mentón sobre el pecho, se durmió no sin cierto fastidio.
Indignado, consternado, humillado y conteniendo la furia, el contador enrolló el papel y se retiró. A sus espaldas cerró la puerta, fulminó con los ojos al edecán, se acomodó la corbata y el pelo, bajó la escalera, ingresó en un corredor, cruzó en diagonal el jardín yermo, eludió la palmera, atravesó el gran salón vacío presidido por un triste racimo de bombitas quemadas, bajó la otra escalera, agachó la cabeza a modo de saludo, se cruzó con el mismo ordenanza de uniforme raído, caminó por un largo pasillo, giró la llave de la puerta y entró a su despacho. Exhausto, se desplomó en el sillón, que, por cierto, había tenido que traer de su estudio privado.
Entonces, en la soledad de su oficina se le impuso, como si aquel fuese el único objeto sobre su escritorio, el viejo teléfono de baquelita negra con disco a resorte que se había salvado del saqueo. Sin dejar de mirarlo, tamborileó los dedos sobre el tapete, el corazón le galopaba en el pecho de sólo imaginarlo. Con el ánimo de los héroes pensó en todos nosotros. Entonces, resuelto por fin, tomó el teléfono y disco el número de El Universal. Teníamos que saberlo, se dijo, y entonces habló.
Habló, habló y habló.
5
Se desató el escándalo. Al día siguiente todos los diarios anunciaban desde los titulares:
FUNCIONARIO DENUNCIA FRAUDE POR 8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
MILLONES CON CUARENTA Y SIETE CENTAVOS.
Vivimos horas de desconcierto. La mayoría nos resistíamos a creer semejante infundio, otros preferíamos no emitir juicio, algunos periodistas maliciosos sugeríamos, sin mencionarlo, que aquella gloriosa noche de diciembre, Día de la Ascensión, no fue sino un vil fraude. Lisa y llanamente se insinuaba que había sido una fuga. Se instaló un clima de sospecha. En los bares, en las oficinas, en las estaciones de tren, en los estadios, en la sala de espera de los dentistas, en los prostíbulos, empezábamos a discutir el asunto. Opinábamos las bataclanas en la televisión y opinábamos los futbolistas en las radios, opinábamos con escéptica soberbia los escritores en los despachos donde mendigábamos los subsidios de la nueva administración y el pago de los servicios ofrecidos a la anterior, opinábamos sobre el destino de aquella cifra inconmensurable, más extensa que nuestro entendimiento, pero, sobre todo, opinábamos sobre el oscuro contador que había metido su nariz de ave en los libros contables. Nos preguntábamos quién era, finalmente, aquel ignoto funcionario nacido de las tinieblas subterráneas de un despacho público, aquel que nunca había podido dejar de arrastrase entre los inmundos zócalos de una oficina e, incapaz de levantarse un ápice de la pinotea apolillada de una mísera contaduría, pretendía mancillar la altísima dignidad de Aquel que se había elevado como un espíritu de luz. Nos preguntábamos quién era esa pobre rata que siempre se había alimentado de papel de bibliorato, del veneno acre del más recóndito anonimato y ahora, de la noche a la mañana, gozaba de una notoriedad inmerecida. En las puertas de su lóbrego despacho antes desconocido y recóndito, hacíamos guardia permanente periodistas, fotógrafos, corresponsales y curiosos. Salía de su oficina envuelto en un enjambre de manos suplicantes, de ofrendas de micrófonos, de esplendorosos halos de flashes, de hipnotizados ojos de cámaras. Estaba claro, nos decíamos, que todo aquello era una gigantesca patraña del contador, urdida con miserable propósito de ganar fama. Sin embargo, a la vez, muchos de nosotros considerábamos que las pruebas del faltante eran irrefutables. Estábamos ciertamente desconcertados.
Una noche entre las noches, una pedestre noche entre las noches, todos a una vez, nos iluminamos. De pronto todo se nos presentó con una claridad meridiana. Recordamos que, durante el glorioso Día de la As censión, solamente un funcionario se había negado a seguirlos a Él y a los Doce. El Secretario de Finanzas, el doctor Orestes Morse Santagada, presa de la pusilanimidad y la falta de fe, ganado por el mismo desentendimiento que paralizó a Pilatos, había rehuido elevarse hacia los cielos. De manera que, dedujimos, debería tener otros asuntos pendientes, por cierto mucho más mundanos, más bajos y espurios. Como un Pilatos con las manos sucias, igual que un Judas artero y ladino, Orestes Morse Santagada pretendía quedarse con nuestros
8.857.536.546.805.094.647.483.939.210.846.565.353. 029.848.484.767.324.101.919.181.888.
181.737.364.546.474.858.595.950.030.302.002.002.981.726.353.435.363.738.393.039.387.
263.534.352.829.029.484.765.774.748.588.599.686.867.752.220.986.756.463.526.340.218.
millones con cuarenta y siete centavos.