La rápida mano de la Justicia habría de recaer sobre el Secretario.
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Durante semanas nos regodeamos en la vindicta imagen del doctor Orestes Morse Santagada mientras era sacado de su estudio, en vilo y con la cabeza gacha, cubriéndose la cara con las manos esposadas y metido casi a la fuerza en un camión jaula. Durante meses nos deleitamos viéndolo peregrinar maniatado entre la cárcel y el Palacio de Justicia. Y, cuanto mayor era su escarnio, más se elevaba en nuestra memoria la figura angelical de Aquel que un día glorioso habría de volver desde los cielos de la misma misteriosa manera en que se había ido. Nos cebábamos viendo cómo la mosca del escarmiento dejaba sus larvas en las escaldadas espaldas de la conciencia del doctor Orestes Morse Santagada. Nos lamíamos las patas como tigres viéndolo en el cepo ejemplificador de los noticieros, retorciéndose en la arena romana de las cadenas televisivas, ardiendo en la hoguera pública de los flashes informativos. Degustábamos el dulce sabor de la humillación, mientras asistíamos a la caída desde su antiguo pedestal de soberbia y ostentación. Lo recordábamos retratado en su sillón oficial fumando el habano de la posteridad, en el living de su mansión de provincias, flotando en la pileta de su residencia particular, navegando en su barco constituido con la madera robada de nuestras ilusiones. El doctor Orestes Morse Santagada era ahora un fantasma agostado que contaba apenas con el patrimonio de su propia sombra.
Nunca habríamos de perdonarle la traición. Él lo había sacado de aquel sórdido arrabal de provincias del que jamás hubiera podido salir por sus propios medios; Él le había confiado una Secretaría y lo había puesto a su mismísima diestra en el Palacio de Gobierno; Él había depositado en su persona la custodia del erario de todos nosotros; Él lo había honrado permitiéndole la construcción de su residencia privada en el lote lindero a la suya; Él le había legado el privilegio de bautizarlo, para nosotros, con el apodo de la Morsa, Orestes La Morsa Santagada; Él lo había distinguido con el inestimable premio de su amistad, lo había tratado siempre como a un hermano cuando, en los tiempos de la prehistoria celestial, corrían en los mismos potreros, compartían el vino de las esperanzas ensoñándose en las quiméricas ilusiones del viaje a la gran ciudad. Pisaron juntos, por primera vez, el asfalto de la capital con los ojos hechos de miedo y pasmo, cruzando las avenidas infinitas como ratas asustadas. Anduvieron por los mismos follajes púbicos abriéndose camino y respeto con el machete del tesón provinciano en los burdeles cercanos al puerto y, en una mesa de poker, se jugaron la posesión de la más codiciada de todas: María de los Perros Amor. Por eso nunca habríamos de perdonarle la traición. El doctor Orestes Morse Santagada, La Morsa, insistía en declararse inocente. Juraba, perjuraba y mostraba el forro de sus bolsillos vacíos.Antes de que el magistrado dictara sentencia, el doctor Orestes Morse Santagada se levantó del banquillo de los acusados, frente a los azorados ojos de quienes componíamos el tribunal caminó hasta el estrado llevando una gruesa carpeta bajo el brazo, se puso en puntas de pie y, asomando su calva por sobre el escritorio, murmuró ante el juez-.
– Estoy un poco harto de todo esto. Si me siguen presionando, creo que voy hablar.
Dijo esto último con una voz tan baja que no pudimos oír una sola palabra. El juez se había puesto completamente lívido. Por si fuera poco, el acusado dejó sobre el escritorio, delante de los ojos del magistrado, la carpeta que traía bajo el brazo. Su Señoría miró los manuscritos sin poder disimular una ligera mueca de pánico. La cerró, se quitó los lentes y se dispuso a dictar sentencia. Sin abundar en fundamentos ni disquisiciones técnicas, anunció:
– Declaro al acusado libre de culpa y cargo.
Si alguien en este mundo conocía como nadie a Su Excelencia, ése era el doctor Orestes Morse Santagada. Por nuestra parte, ignorábamos cuál era el paradero celestial de aquel que un día se elevó como un ángel, y cuánto más nos preguntábamos por su enigmático destino, empezábamos a descubrir que mucho desconocíamos sobre su pasado terrenal.
LIBRO SEGUNDO : CRÓNICA DE LA VIDA DEL PRÍNCIPE DESDE EL DÍA DE SU NACIMIENTO HASTA SU ASCENSIÓN
I EL ÁNGEL CAÍDO
1
Igual que su madre. Igual que la madre de su madre y que sus hijas. Igual que las hijas de sus hijas. Igual que todas las que habrían de salir de su entraña y de la entraña de su entraña. Igual que la primera, la Innombrable, la que con su traición condenó a toda su femenina progenie a la Maldición del Conquistador. Igual a todas las que cargaban en su vientre con el escarmiento del oprobio. Igual que toda su ascendencia, Gregoria Galimatías Salsipuedes, séptima generación del emponzoñado árbol genealógico desde los tiempos del Adelantado, parió sin siquiera notarlo durante los festejos de la Diablada. Concibió no habiendo cometido otro pecado, al menos aquella fatídica noche previa al pequeño Apocalipsis, que el de la gula. No presentó ninguna señal de preñez. Parió exenta de dolor o sufrimiento. Parió sin darse cuenta, víctima de una súbita indigestión que le había aflojado las tripas obligándola a desertar de los bailes ofrecidos en honor a la Virgen del Socavón. Fue un trámite expeditivo y corriente.
Gregoria Galimatías Salsipuedes había tenido que abandonar subrepticia y raudamente su turno en la danza del destierro de los demonios, mientras esperaba que el Arcángel Miguel la llamara para rendir cuentas junto con los que representaban a los pecados capitales. A causa, quizá, del estigma de la traición que cargaba sobre los hombros de su espuria ralea, le había tocado representar a la Mujer Diablo, la China Supay. Sin que el yatiri, que presidía la ceremonia, lo advirtiera, Gregoria Galimatías Salsipuedes, oculta tras su mefistofélica máscara, se escabulló entre la multitud de diableznos que bailaban despojados de sus fueros, extraviados en el laberinto de chicha y desenfreno por el que los conducía el brujo con su salmo monocorde. Con paso corto pero veloz, caminaba ladera arriba del cerro tomándose el vientre, envuelto en una faja de monedas, con gesto perentorio. Trepaba la pendiente luchando contra la urgencia y el molesto bailoteo burlón de un danzante ukumari que, como un tábano, la merodeaba imitando su paso. Cuando hubo alcanzado la cumbre, en la soledad de la cima mochada por el viento, se trepó a horcajadas sobre la horqueta que formaba una retama muerta y se dispuso a restituirle a la Pachamama los frutos que, en exceso, le había tomado prestados durante los festejos. Sentada en la rama con su máscara cornamentada, podía oír, como una letanía, el canto del yatiri.
Con el perdón de la Virgen
que ansia matar sus penas,
te has convertido en diablo
por la mina y sus riquezas.
Gregoria Galimatías Salsipuedes, doblada sobre sí misma, sentía que la cordillera toda le giraba en torno, víctima de los vapores de la chicha de maíz, el vino y el aguardiente. Como si proviniera del interior de su cabeza, escuchaba, multiplicados por la cifra de las paredes de las montañas, la voz mortuoria del erque, el desconsuelo de los sikus y la insistente súplica de los pincuyos detrás de la voz del brujo:
Tan pronto estás en el cielo
como danzas en la tierra,
mezclando sobre tu pecho
resplandores y tinieblas.
A través de las esferas de sus ojos de cartapesta veía, difusamente desde lo alto, el baile frenético de los kusillu, los hombres cóndor, y de las Caya Caya Warmi Auca, las mujeres guerreras. Gregoria Galimatías Salsipuedes se tomaba el abdomen y, arrellanada en la rama seca, abonaba la tierra apergaminada y mustia de la montaña. Apuntaba al cielo con los cuernos filosos de tocuyo, cola y yeso y al suelo con la cola diabólica hecha de alambre y trapo. Sabía que tenía que bajar antes de que terminara el canto del yatiri.