Tus ojos de revoltijo
son la imagen de las fieras,
con infierno y con volcanes
y abismos que no se cierran.
Bajó la cabeza, involuntariamente se miró los pies y vio que los tenía salpicados con la sangre de la llama que, en ofrenda al Tío, el Espíritu de la Mi na, había sido degollada por el yatiri durante la chaya. Viendo que el canto estaba por llegar a su fin, tensó las tripas, reunió fuerzas y se dispuso a terminar con aquel molesto trance.
La serpiente de tu mano
que cuando mira envenena,
es como el ansia de un gozo
que se divierte de pena.
Todo lo que quería Gregoria Galimatías Salsipuedes era acabar de una vez por todas con aquello y volver al baile. Envuelta en su traje de tafeta, iluminada por el sol de los Andes que se reflejaba hasta el infinito en sus charreteras de hojalata y galones dorados, en el raso de la blusa, quería ser luz y, siendo que era la mujer de Luzbel, era luz pura, pura luz.
Tus cuernos que se prolongan,
como tus brazos desean,
son de todos los pecados,
los más viriles emblemas.
El yakiri cantaba y en su liso cantar de retahila la llamaba a la danza. Sentada sobre una retama muerta más alta que el mundo, devolvía a la Pacha mama todo lo que, generosamente, la Pachamama le había regalado. Y le rogaba que ya basta, que ya estaba bien, que estaban mano a mano, le suplicaba que la dejara volver a la chaya.
La carcajada que baja
del dragón de tu cabeza,
es la expresión de la vida
hecha de risas y quejas [1]
Una vez que consideró saldada la deuda con la Madre Tierra, se incorporó, se acomodó las numerosas faldas que la envolvían como a una cebolla, esquivó de una zancada el pestilente y generoso montículo del que acababa de desembarazarse y, un poco más compuesta, emprendió el descenso del cerro y volvió a los festejos. En el mismo momento en que el Arcángel Miguel llamaba a la rendición de cuentas a la China Supay, Gregoria Galimatías Salsipuedes se reintegró al grupo de diablos y compareció ante él como si nunca se hubiese ausentado. Jamás notó que en la cima trunca del cerro, dentro de aquel cúmulo cochambroso que se confundía con el color de la tierra y el guano de los cóndores, se agitaba un sutil y regular latido que albergaba una entidad viviente.
2
Lo mismo hubiese dado que Gregoria Galimatías Salsipuedes pariera de este o del otro lado de la frontera. De hecho, la frontera no era sino una entelequia, un designio resuelto en una fundación celebrada abajo, en un despacho de una ciudad remota, donde alguien decidió reemplazar el nombre con el que los dioses hubieron de consagrar aquella pequeña planicie entre las cumbres a la protección del Cóndor llamándola Inti Cuntur, y rebautizarla con el inexplicable nombre de Puna de la Frontera.
Pero la frontera no era más que una conjetura, un expediente remoto y ajeno concebido en la llanura improbable de la cartografía. Sin embargo el viento iba y venía a su antojo a uno y otro lado de la divisoria imposible que no coincidía con el curso de un río o el escollo de una montaña, ni con la barrera de un idioma o la hostilidad de dos pueblos rivales, ni con el límite entre la aridez y la fertilidad o el del abismo que separa la pobreza de la miseria.
La única frontera cierta era la que existía entre el arriba del abajo. Inti Cuntur era el arriba y todo lo demás el abajo. No había oriente ni occidente. No había norte ni sur. Las nubes y sus engendros de truenos y relámpagos eran cosas que sucedían abajo, desde la profundidad de los acantilados, en las laderas que sostenían la pequeña planicie de Inti Cuntur. Lo mismo hubiera dado que Gregoria Galimatías pariera aquella inmundicia de este o del otro lado de la frontera.
Así como el espacio se dividía entre el arriba y el abajo, el tiempo se calculaba entre el antes y el después del carnaval, según lo que faltara para el próximo y los días que lo separaban del anterior. Desde los tiempos de la Maldición del Conquistador, cuando los Amawtas se petrificaron de horror ante la noticia del asesinato de Atahualpa, esperaban en cada nuevo carnaval el regreso del inca. Desde aquel cataclismo de tinieblas e ignominia, de saqueo y yugo, los guardianes de la sabiduría, los Amawtas, recluidos en su silencio de piedra, vivos en la latente quietud de la roca, habrían de volver a la humana materialidad el anhelado día del pachacuti. En cada carnaval esperaban aquel glorioso amanecer del cataclismo inverso, el segundo gran caos desde cuya tumultuosa tripa habría de restablecerse el orden del universo y entonces se rompería para siempre la negra taumaturgia del maleficio del conquistador, y el inca volvería a reinar sobre los Andes.
Igual que en los tiempos de guerra, la época del Drama, a cada enemigo capturado habrían de desollarle el rostro y cubriéndose la cara con él, prescindirían de la Comedia del carnaval, de la máscara del conquistador ridiculizado con el yeso y la cartapesta. Entonces ya no habría carnaval. Pero mientras tanto, hasta que llegara el pachacuti, tenían el artificio de la dramaturgia; la épica se disfrazaba de sainete y, a fuerza de encarnación y simulacro, acababa en la Tragedia de la muerte del Danzante.
Hubiese dado lo mismo que Gregoria Galimatías Salsipuedes, disfrazada de mujer diablo, montada sobre la horqueta de una retama muerta, pariera a uno u otro lado de la línea imposible de la frontera. La fatalidad habría de producirse de uno u otro modo.
Sin que nadie lo sospechara, se avecinaba el peor de los cataclismos.
3
Para la hedionda criatura, una retama muerta recortada contra el cielo crepuscular era todo el amparo que la cobijaba del viento helado que se levantaba junto con el ocaso andino. Una vicuña, mientras husmeaba los resquicios de las piedras en busca de alguna hierba seca, tropezó la curiosidad de su hocico con el despojo que palpitaba al pie del árbol. Primero lo miró con intriga, lo olfateó intentando descifrar si su incierta naturaleza era comestible. Confrontada a su propia extrañeza, la vicuña lo sacudió con una pezuña blanda y aprensiva, descorriendo el velo de estiércol que ocultaba un diminuto rostro humano. Presas de un pavor simétrico, nariz contra nariz, se medían. El niño dio su primer y estruendoso alarido que se prolongó en un llanto con el que inauguró la mecánica de la respiración; la vicuña, espantada ante el inédito espectáculo de la bosta parlante, corrió provocando un breve movimiento telúrico debajo de sus patas. El niño, envuelto en su ajuar de mierda, rodó ladera abajo y se deslizó suavemente por un talud de hierbas. A su paso, unos pequeños guijarros saltaron como un puñado de dados que, al impactar sobre el tapete de un peñasco, habrían de sumar la cifra que determinaría la tragedia. La piedra se debatió unos segundos a cara o ceca en el borde del abismo, hasta perder el equilibrio y desbarrancarse hacia el interior de la boca abierta en el bostezo milenario del volcán Wari. La roca siguió su carrera descendente hacia la negra garganta del gigante dormido, rodó hasta las profundidades donde jamás había entrado la luz del cielo y, desde la noche sin tiempo del corazón de la montaña, bajó al crepúsculo luciferino que anunciaba la proximidad de la roja lengua de lava. El volcán se conmovió en un sordo ronquido que se condensó en un soplo de humo y polvo. La vieja mole hubiese seguido durmiendo el sueño de los justos de no haber sido por una minucia geológica: la roca, en vez de seguir su curso hacia el subterráneo río de lava y fundirse como la cera de una vela, se elevó a causa de la exhalación y fue a dar al interior de un resquicio que conducía a la tripa misma del monstruo; ajena a la catástrofe que se avecinaba, se internó en el magma del volcán. Como un viejo dragón que fuese fastidiado por un minúsculo parásito ventral, la montaña rompió su plácido sueño y, sin siquiera anunciarlo, estalló en un arrebato de ira hecho de fuego. Vomitó un océano de lava sobre Inti Cuntur. Todo sucedió tan rápido que nadie tuvo tiempo de correr.