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En menos de lo que separa al relámpago del trueno, el Wari envió una tempestad de roca incandescente que de tan roja era blanca, un diluvio de piedra ardiente que se abatió con la rapidez de la lengua de una serpiente sobre la alta planicie en medio de los festejos del carnaval.

La última fiesta quedó inmortalizada en estatuas danzantes, en perfectas esculturas de rientes Kusillus y Ukumaris parados en una sola pata soldada contra el suelo, en vividas cariátides que sostenían cestas de ofrendas, en pétreas efigies de hombres pájaro a punto de elevarse, en bajorrelieves de niños eternamente dormidos, en tallas calcáreas de músicos y yakiris, en nutridos grupos escultóricos que representaban el cerdo hambriento de la gula, el gallo rampante de la soberbia, el perro huidizo de la envidia y, más allá, desperdigados entre el petrificado follaje, repetidas representaciones de la lujuria, solitarias figuras prodigándose placer a sí mismas mientras contemplaban la extática conclusión de una fellatio, las más incomprensibles posiciones de a pares, de a nones, de a grupos, confundidos los cuerpos y los géneros, las edades y los parentescos. Iconos graníticos de la pasión, la piedad, la maternidad, en fin, todas las virtudes y todos los pecados imaginables. Fantásticas imágenes petrificadas de hombres que representaban sapos petrificados que habían quedado realmente petrificados. La figura petrificada de un hombre petrificado que remedaba al Amawta petrificado, era ahora piedra real.

Gregoria Galimatías Salsipuedes quedó para siempre vestida de China Supay, los brazos abiertos, adorando a un Lucifer mineralizado que, en el centro de la escena, blandía el tridente hacia el cielo enseñando los colmillos en una carcajada eterna. Proclamaba su triunfo con la diestra y, con la otra mano, extendida hacia la planicie, mostrando su obra terminada, parecía pronunciar la vieja sentencia oracular: Todo entra en la piedra. Todo vuelve de la piedra. De la tripa de la piedra, de las heladas cavernas de piedra, del interior de la sustancia pétrea de la montaña, habrán de brotar la hordas de Lucifer. Las puertas de la Salamandra habrán de abrirse un día y volverán de su tumba de piedra las plagas del gigante Wari, el Destructor, convertido en montaña de piedra. Así como el maléfico Wari, condenado a la piedra por los brazos flamígeros de Inti, envió a sus lugartenientes, las plagas representadas por el sapo, la serpiente y las hormigas, derrotados y petrificados por Ñusta, la nacida del Arco Iris, de la misma forma, habrán de regresar de la piedra.

Inti Cuntur quedó convertida para siempre en una acrópolis andina fantasmagórica, habitada por eternos danzantes inmóviles detenidos en la última cacharpaya.

Hubo sólo un sobreviviente.

4

Ajeno a la catástrofe que acababa de provocar, de espaldas a la ciudadela fosilizada en que se había convertido Inti Cuntur, por la ladera opuesta del cerro, el niño se deslizó serenamente sobre el suave repecho de hierbas secas. Agotado por los avatares del parto, el reciente altercado con la vicuña y la breve excursión por la montaña, el pequeño, envuelto en su hediondo ajuar, concluyó su caída a las puertas de la Salamandra. Con una sonrisa beatífica se durmió profundamente.

– Asombroso- dijo el sapo, maravillado, mientras se sacudía el polvo de la piedra milenaria de la que acababa de liberarlo el beso llameante del Wari. Encandilado por la tenue luz del atardecer y los rescoldos candentes que brillaban sobre los restos de Inti Cuntur, miraba al pequeño dormido a sus pies todavía aletargados por la quietud secular. Miraba con sus ojos salidos como abalorios y un poco estrábicos aquella criatura ínfima que acababa de provocar el ansiado cataclismo. Bostezó largamente, se estiró cuan largo era, se rascó la cabeza y de a poco fue recuperando el saludable verdor de su piel agrisada por el tiempo y el sílice. Y mientras sacudía su añosa modorra no dejaba de repetir:

– Asombroso.

El sapo rompió su ayuno de siglos estirando la lengua, todavía un poco entumecida pero lo suficientemente ágil para cazar una mosca en vuelo. Tragó su pequeña presa, soltó un eructo corto y frío, miró en derredor el paisaje de humo y destrucción y no terminaba de dar crédito a lo que veía. El sapo vestía un antiguo y abollado peto de bronce semejante al de los conquistadores. En la cabeza tenía puesto un enorme yelmo que había pasado del tinte atezado de la piedra al del óxido, debajo del cual se adivinaba un gorro coya que asomaba sus borlas Por debajo del acero. Su metálico vestuario de anacrónico guerrero contrastaba con unos pantalones colmados de parches deshilachados. Se miraba a sí mismo, examinaba sus manos, sus dedos unidos por un fino epitelio rematados en pequeñas falanges circulares. Daba pequeños saltitos, de aquí para allá, primero con la torpeza del aterimiento centenario pero, conforme se acostumbraba a su viviente condición, sus finos músculos iban cobrando tiesura y agilidad. Con un ojo miraba al niño y, a un tiempo, con el otro, contemplaba las últimas fumaradas del Wari que volvía a su sueño sempiterno. Tomó una rama seca y, hundiéndola en un delgado hilo de lava, la convirtió en un pequeño cirio con el cual encendió una fogata a las puertas de la caverna. Alzó al niño entre sus verdosos brazos; con unos ligeros lengüetazos lo lavó desembarazándolo de las costras de inmundicia y finalmente lo posó cerca del fuego. Se sentó sobre una piedra, rebuscó entre los pliegues del poncho que llevaba debajo de la pechera oxidada, extrajo una pipa de boquilla de caña y la encendió con la misma rama ardiente. Miró hacia el interior de la caverna apenas iluminada por la fogata y, a la vez que soltaba la primera bocanada de humo espeso, gritó:

– Venid, fieras del carajo, venid a salutar a nostro novo Príncipe. Levantaos alimagnas da mierda que la noite sempiterna se acabó. Sacudios el letargo de la piedra, hijos de setenta generaciones de nobles putas.

El sapo hablaba en una jerigonza que mezclaba las lenguas de la montaña con el idioma del adelantado y otras voces que alguna vez había oído y se fueron adhiriendo a su lengua pegajosa. Desde el interior de la Salamandra se escuchaba un crujido grave, una crepitación como de cimientos a punto de ceder ante un derrumbe. Viendo que nadie acudía a su invocación, el sapo elevó la diminuta antorcha por sobre su hombro y entró a la caverna que cimbraba como una mina a punto de desplomarse. El fondo de la cueva parecía un verdadero adoratorio satánico, a diestra y siniestra podían verse infinidad de alimañas montadas unas sobre otras, serpientes enroscadas en un tortuoso ir y venir por encima, por debajo, por dentro, ingresando y saliendo por los orificios de un bestiario inclasificable, incontables reptiles, insectos ponzoñosos, componían un orgiástico friso de fieras que pugnaban por salirse de su sarcófago de piedra. La Salamandra temblaba a merced de la subterránea horda de demonios que pujaba por rebelarse a la tumba de roca a la que los había condenado el Arcángel. El Sapo gritaba y, a su paso por entre las horrendas figuras, al tiempo que las golpeaba con su cetro desvencijado, las conminaba:

– Despertaos so mierdas, ved a ver la jeta de vuestro novo redentor.