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Max se levantó y se encaró a su amigo.

- ¿Y qué? ¿Te vuelvo a repetir toda la historia?

Max había pasado los veinticinco últimos minutos explicándole a Roland todo cuanto había visto en el jardín de estatuas, incluida la película de Jacob Fleischmann.

- No hace falta -respondió secamente Roland.

- Entonces, ¿cómo es posible que no me creas? -espetó Max -. ¿Crees que me invento todo esto?

- No he dicho que no te crea, Max -dijo Roland sonriendo ligeramente a Alicia, que había vuelto de su paseo por la orilla con una pequeña bolsa llena de conchas -. ¿Ha habido suerte?

- Esta playa es un museo -respondió Alicia haciendo tintinear la bolsa con sus capturas.

Max, impaciente, puso los ojos en blanco.

- ¿Me crees entonces? -cortó, clavando sus ojos en Roland.

Su amigo le devolvió la mirada y permaneció en silencio unos segundos.

- Te creo, Max -murmuró desviando la vista hacia el horizonte, sin poder ocultar una sombra de tristeza en su rostro. Alicia advirtió el cambio en el semblante de Roland.

- Max dice que tu abuelo viajaba en ese barco la noche en que se hundió -dijo ella, colocando su mano sobre el hombro del muchacho -. ¿Es verdad?

Roland asintió vagamente.

- Fue el único superviviente -respondió.

- ¿Qué pasó? -preguntó Alicia -. Perdona. A lo mejor no quieres hablar de eso.

Roland negó y sonrió a los dos hermanos.

- No, no me importa -Max le miraba, expectante -.Y no es que no crea tu historia, Max. Lo que pasa es que no es la primera vez que alguien me habla de ese símbolo.

- ¿Quién más lo ha visto? -preguntó Max, boquiabierto -. ¿Quién te ha hablado de él?

Roland sonrió.

- Mi abuelo. Desde que era un niño -Roland señaló el interior de la cabaña -. Empieza a refrescar. Entremos; os explicaré la historia de ese barco.

Al principio Irina creyó estar escuchando la voz de su madre en el piso de abajo. Andrea Carver a menudo hablaba sola mientras deambulaba por la casa y a ningún miembro de la familia le sorprendía el hábito maternal de dar voz a sus pensamientos. Un segundo después, sin embargo, Irina vio a través de la ventana cómo su madre despedía a Maximilian Carver mientras el relojero se disponía a ir al pueblo acompañado por uno de los transportistas que les había ayudado a traer el equipaje desde la estación días atrás. Irina comprendió que, en aquel momento, estaba sola en la casa y que, por tanto, aquella voz que había creído oír debía de haber sido una ilusión. Hasta que volvió a oírla, esta vez en la misma habitación, como un susurro que atravesara las paredes. La voz parecía provenir del armario y sonaba como un murmullo lejano cuyas palabras era imposible distinguir. Por primera vez desde que habían llegado a la casa de la playa, Irina sintió miedo. Clavó los ojos en la oscura puerta cerrada del armario y comprobó que había una llave en la cerradura. Sin pensarlo un instante, corrió hacia el armario y giró atropelladamente la llave hasta que la puerta estuvo cerrada a cal y canto. Retrocedió un par de metros y respiró profundamente. Entonces escuchó aquel sonido de nuevo y comprendió que no era una voz, sino varias voces susurrando a un tiempo.

- ¿Irina? -llamó su madre desde el piso de abajo.

La voz cálida de Andrea Carver la rescató del trance en que estaba sumida. Una sensación de tranquilidad la envolvió.

- Irina, si estás arriba, baja a ayudarme un momento.

Nunca en meses había tenido Irina tantas ganas de ayudar a su madre, fuese cual fuera la tarea que la esperaba. Se dispuso a correr escaleras abajo cuando, tras sentir cómo una brisa helada le acariciaba el rostro y atravesaba repentinamente la estancia, la puerta de la habitación se cerró de golpe. Irina corrió hasta ella y forcejeó con el pomo, que parecía atascado. Mientras luchaba inútilmente por abrir aquella puerta, pudo escuchar a sus espaldas cómo la cerradura del armario giraba lentamente sobre sí misma y aquellas voces, que parecían provenir de lo más profundo de la casa, reían.

- Cuando era niño -explicó Roland -, mi abuelo me relató tantas veces esta historia que durante años he soñado con ella. Todo empezó cuando vine a vivir a este pueblo hace muchos años, después de perder a mis padres en un accidente de automóvil.

- Lo siento, Roland -interrumpió Alicia que intuía que, pese a la amable sonrisa de su amigo y a que parecía dispuesto a contarles la historia de su abuelo y del barco, remover aquellos recuerdos le resultaba más difícil de lo que quería mostrar.

- Yo era muy pequeño. Apenas les recuerdo -dijo Roland evitando la mirada de Alicia, a quien aquella pequeña mentira no podía engañar.

- ¿Qué sucedió entonces? -insistió Max. Alicia le fulminó con la mirada.

- El abuelo se hizo cargo de mí y me instalé con él en la casa del faro. Él era ingeniero y desde hacía años era el farero de este tramo de costa. El ayuntamiento le había concedido el puesto de por vida, después de que construyese prácticamente con sus manos ese faro en 1919. Es una historia curiosa, ya veréis. El 23 de junio de 1918 mi abuelo embarcó en el puerto de Southampton a bordo del Orpheus, pero de incógnito. El Orpheus no era un barco de pasajeros, sino un carguero de mala fama. Su capitán era un holandés borracho y corrupto hasta la médula que lo utilizaba como buque de alquiler al mejor postor. Sus clientes favoritos solían ser los contrabandistas que querían cruzar el Canal de la Mancha. El Orpheus tenía tal fama que incluso los destructores alemanes lo reconocían y, por piedad, no lo hundían cuando se tropezaban con él. De todas formas, hacia el final de la guerra, el negocio empezó a flojear y el holandés errante, como lo apodaba mi abuelo, tuvo que buscarse otros asuntos más turbios para pagar las deudas de juego que había acumulado en los últimos meses. Parece ser que, en una de sus noches de mala racha, que solían ser la mayoría, el capitán perdió hasta la camisa en una partida con un tal Mister Caín. Este Mister Caín era el dueño de un circo ambulante. Como pago, Mister Caín exigió al holandés que embarcase a toda la "troupe" del circo y les transportase de incógnito al otro lado del Canal. Pero el supuesto circo de Mister Caín escondía algo más que unas simples barracas de feria y les interesaba desaparecer cuanto antes y, por su puesto, ilegalmente. El holandés accedió. ¿Qué otro remedio le quedaba? O lo hacía o perdía directamente el barco.

- Un momento -interrumpió Max.-¿Qué tenía tu abuelo que ver con todo eso?

- A eso voy -continuó Roland -. Como he dicho, el tal Mister Caín, aunque ése no era su verdadero nombre, ocultaba muchas cosas. Mi abuelo le venía siguiendo el rastro desde hacía mucho tiempo. Tenían una cuenta pendiente y mi abuelo pensó que, si Mister Caín y sus secuaces cruzaban el canal, sus posibilidades de cazarlos se evaporarían para siempre.

- ¿Por eso embarcó en el Orpheus? -preguntó Max -. ¿Como un polizón?

Roland asintió.

- Hay algo que no entiendo -dijo Alicia -. ¿Por qué no avisó a la policía? Él era un ingeniero, no un gendarme. ¿Qué clase de cuenta tenía pendiente con ese Mister Caín?

- ¿Puedo acabar la historia? -preguntó Roland.

Max y su hermana asintieron a la vez.

- Bien. El caso es que embarcó -continuó Roland -. El Orpheus zarpó al mediodía y esperaba llegar a su destino en noche cerrada, pero las cosas se complicaron. Una tormenta se desencadenó pasada la medianoche y devolvió el barco hacia la costa. El Orpheus se estrelló contra las rocas del acantilado y se hundió en apenas unos minutos. Mi abuelo salvó la vida porque estaba oculto en un bote salvavidas. Los demás se ahogaron.

Max tragó saliva.

- ¿Quieres decir que los cuerpos aún están ahí abajo?

- No -respondió Roland -. Al amanecer del día siguiente, una niebla barrió la costa durante horas. Los pescadores locales encontraron a mi abuelo inconsciente en esta misma playa. Cuando se disipó la niebla, varios botes de pescadores rastrearon la zona del naufragio. Nunca encontraron ningún cuerpo.