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- No creo que esta noche vaya a pegar ojo -dijo Alicia, incorporándose y oteando el horizonte de luz en el mar.

- No creo que ninguno pegue ojo esta noche -corroboró Max.

- Tengo una idea -dijo Roland con una sonrisa pícara en los labios -. ¿Os habéis bañado alguna vez por la noche?

- ¿Es una broma? -espetó Max.

Sin mediar palabra, Alicia miró a los dos muchachos, los ojos brillantes y enigmáticos, y se encaminó tranquilamente hacia la playa. Max contempló atónito cómo su hermana se adentraba en la arena y, sin volver la vista atrás, se desprendía del vestido de algodón blanco. Alicia se detuvo unos segundos al borde de la orilla, la piel pálida y brillante bajo la claridad evanescente y azulada de la Luna, y después, lentamente, su cuerpo se sumergió en aquella inmensa balsa de luz.

- ¿No vienes, Max? -dijo Roland, siguiendo los pasos de Alicia en la arena.

Max negó en silencio, observando cómo su amigo se zambullía en el mar y escuchó las risas de su hermana entre el susurro del mar.

Permaneció allí en silencio, decidiendo si aquella palpable corriente eléctrica que parecía vibrar entre Roland y su hermana, un vínculo que escapaba a su definición y al que se sabía ajeno, le entristecía o no. Mientras los veía juguetear en el agua Max supo, probablemente antes de que ellos mismos lo advirtieran, que entre ambos se estaba forjando un estrecho lazo que habría de unirles como un destino irrebatible durante aquel verano.

Al pensar en ello vinieron a su mente las sombras de la guerra que se libraba tan cerca y a la vez tan lejos de aquella playa, una guerra sin rostro que muy pronto reclamaría a su amigo Roland y, tal vez, a él mismo. Pensó también en todo lo que había sucedido durante aquel largo día, desde la visión fantasmagórica del Orpheus bajo las aguas, el relato de Roland en la cabaña de la playa y el accidente de Irina. Lejos de las risas de Alicia y Roland, una profunda inquietud se apoderó de su ánimo. Sentía que, por primera vez en su vida, el tiempo transcurría más rápido de lo que deseaba y que ya no podía refugiarse en el sueño de los años pasados. La rueda de la fortuna había empezado a girar y, esta vez, él no había tirado los dados.

Más tarde, a la lumbre de una improvisada hoguera en la arena, Alicia, Roland y Max hablaron por primera vez de lo que les estaba rondando en la cabeza a todos desde hacía horas. La luz dorada del fuego se reflejaba en los rostros húmedos y brillantes de Alicia y Roland. Max les observó detenidamente y se decidió a hablar.

- No sé cómo explicarlo, pero creo que algo está pasando -empezó -. No sé lo que es, pero hay demasiadas coincidencias. Las estatuas, ese símbolo, el barco…

Max esperaba que ambos le contradijesen o que con palabras de sensatez que él no acertaba a encontrar, le tranquilizasen y le hicieran ver que sus inquietudes no eran sino producto de un día demasiado largo, en el que habían sucedido demasiadas cosas que él se había tomado demasiado en serio. Sin embargo, nada de eso sucedió. Alicia y Roland asintieron en silencio, sin apartar los ojos del fuego.

- Tú soñaste con aquel payaso, ¿no es verdad? -preguntó Max.

Alicia asintió.

- Hay algo que no os dije antes -continuó Max -. Anoche, cuando todos os fuisteis a dormir, volví a ver la película que Jacob Fleischmann había rodado en el jardín de estatuas. Yo estuve en ese jardín hace dos días. Las estatuas estaban en otra posición, no sé,…es como si se hubiesen movido. Lo que yo vi no es lo que mostraba la película.

Alicia miró a Roland, que contemplaba hechizado la danza de las llamas en el fuego.

- Roland, ¿nunca te habló tu abuelo de todo esto?

El muchacho pareció no haber escuchado la pregunta. Alicia posó su mano sobre la de Roland y éste alzó la mirada.

- He soñado con ese payaso cada verano desde que tengo cinco años -dijo en un hilo de voz.

Max leyó el miedo en el rostro de su amigo.

- Creo que tendríamos que hablar con tu abuelo, Roland -dijo Max.

Roland asintió débilmente.

- Mañana -prometió con una voz casi inaudible -. Mañana.

Capítulo ocho

Poco antes del amanecer, Roland montó de nuevo su bicicleta y pedaleó de vuelta a la casa del faro. Mientras recorría la carretera de la playa, un pálido resplandor ámbar empezaba a teñir una bóveda de nubes bajas. Su mente ardía de inquietud y excitación. Aceleró la marcha hasta el límite de sus fuerzas, con la vana esperanza de que el castigo físico aplacase los miles de interrogantes y temores que le golpeaban interiormente.

Una vez cruzada la bahía del puerto y tras dirigirse hacia el camino ascendente que conducía al faro, Roland detuvo la bicicleta y recuperó el aliento. En lo alto de los acantilados, el haz del faro rebanaba las últimas sombras de la noche como una cuchilla de fuego a través de la niebla. Sabía que su abuelo permanecía todavía allí, expectante y silencioso, y que no dejaría su puesto hasta que la oscuridad se hubiera desvanecido completamente a la luz del alba. Durante años, Roland había convivido con aquella malsana obsesión del anciano sin cuestionarse ni la razón ni la lógica de su conducta. Era sencillamente algo que había asimilado de niño, una faceta más de su vida diaria a la que había aprendido a no dar importancia.

Sin embargo, con el tiempo Roland había ido cobrando conciencia de que la historia del anciano hacía aguas. Pero nunca hasta hoy había comprendido tan claramente que su abuelo le había mentido o, al menos, no le había contado toda la verdad. No dudaba ni por un instante de la honestidad del viejo. De hecho, con el paso de los años su abuelo le había ido desvelando pedazo a pedazo las piezas de aquel extraño rompecabezas cuyo centro parecía ahora tan claro: el jardín de estatuas. Unas veces con palabras pronunciadas en sueños; otras, las más, con respuestas incompletas a las preguntas que Roland le formulaba.

De alguna manera intuía que si su abuelo le había mantenido al margen de su secreto, era para protegerle. Aquel estado de gracia, sin embargo, parecía tocar a su fin y la hora de enfrentarse a la verdad se adivinaba cada vez más próxima.

Emprendió de nuevo la marcha mientras trataba de apartar por el momento aquel tema de su pensamiento. Llevaba despierto demasiadas horas y su cuerpo empezaba a acusar la fatiga. Una vez llegó a la casa del faro, dejó la bicicleta apoyada sobre la cerca y entró en la casa sin molestarse en encender la luz. Ascendió las escaleras hasta su habitación y se desplomó sobre la cama como un peso muerto.

Desde la ventana de la habitación podía avistar el faro, que se alzaba a unos treinta metros de la casa, y, recortándose tras las vidrieras de su atalaya, la silueta inmóvil de su abuelo. Cerró los ojos y trató de conciliar el sueño.

Los acontecimientos de aquella jornada desfilaron por su mente, desde la bajada submarina al Orpheus al accidente de la pequeña hermana de Alicia y Max. Roland pensó que era extraño y reconfortante a la vez comprobar cómo tan sólo unas horas juntos los habían unido tanto. Al pensar ahora en la soledad de su habitación, en los dos hermanos, sentía como si ellos fuesen desde aquel día sus dos amigos más íntimos, los dos compañeros con los que compartiría todos sus secretos y sus inquietudes. Comprobó que sólo el hecho de pensar en ellos le transmitía una sensación de seguridad y compañía y que, en correspondencia, él sentía una profunda lealtad y gratitud por aquel pacto invisible que parecía haberles unido aquella noche en la playa.