- ¿Te gusta Roland, verdad? -preguntó Max, jugueteando con un puñado de arena entre los dedos.
Alicia consideró la pregunta de su hermano durante unos segundos.
- Sí -contestó -. Y creo que yo también le gusto a él. ¿Por qué, Max?
Max se encogió de hombros y lanzó el puñado de arena hasta la línea donde rompía la marea.
- No sé -dijo Max -. Pensaba en lo que dijo Roland de la guerra y eso. Que a lo mejor le reclutaban después del verano… Es igual. Supongo que no es asunto mío.
Alicia se volvió a su hermano pequeño y buscó la mirada evasiva de Max. Arqueaba las cejas del mismo modo que Maximilian Carver y sus ojos grises reflejaban, como siempre, un mar de nervios sepultados a ras de piel.
Alicia rodeó con su brazo los hombros de Max y le besó en la mejilla.
- Vamos dentro -dijo, sacudiendo la arena que se le había adherido al vestido -. Aquí hace frío.
Cuando llegaron al pie del camino que ascendía al faro, Max sintió que los músculos de sus piernas se convertirían en mantequilla en cuestión de segundos. Antes de partir, Alicia se había ofrecido a coger la otra bicicleta que todavía dormía en la sombra del cobertizo, pero Max había desdeñado la idea, ofreciéndose a llevarla tal y como Roland había hecho el día anterior. Un kilómetro después, Max había empezado a arrepentirse de su bravata.
Como si su amigo hubiese intuido su sufrimiento durante la larga marcha, Roland esperaba con su bicicleta en la boca del camino. Al verlo, Max detuvo la marcha y dejó que su hermana descendiese. Respiró profundamente y se masajeó los muslos, agarrotados por el esfuerzo.
- Creo que has encogido unos 4 ó 5 centímetros -dijo Roland.
Max decidió no desperdiciar aliento contestando a la broma. Sin mediar palabra, Alicia subió a la bicicleta de Roland y emprendieron de nuevo el camino. Max esperó unos segundos antes de empezar a pedalear otra vez, cuesta arriba. Ya sabía en qué iba a gastar su primer sueldo: en una motocicleta.
El pequeño comedor de la casa del faro olía a café recién hecho y a tabaco de pipa. El piso y las paredes eran de madera oscura y, al margen de una inmensa librería y algunos objetos marinos que Max no pudo identificar, apenas estaba decorado. Un hogar para quemar leña y una mesa recubierta de un manto de terciopelo oscuro rodeada de viejas butacas de piel descolorida eran todo el lujo con el que Víctor Kray se había rodeado.
Roland indicó a sus amigos que tomasen asiento en las butacas y se acomodó en una silla dé madera entre ambos. Esperaron durante cinco minutos, sin apenas cruzar palabra, mientras los pasos del anciano se escuchaban en el piso de arriba.
Finalmente, el viejo farero hizo su aparición. No era tal y como Max lo había imaginado. Víctor Kray era un hombre de mediana estatura, tez pálida y una generosa mata de pelo plateado con que coronaba un rostro que no reflejaba su verdadera edad.
Sus ojos verdes y penetrantes recorrieron lentamente el semblante de los dos hermanos, como si tratase de leer sus pensamientos. Max sonrió nerviosamente ante la mirada escrutadora del anciano. Víctor Kray le correspondió con una afable sonrisa que iluminó su semblante.
- Sois la primera visita que recibo en muchos años -dijo el farero, tomando asiento en una de las butacas -. Tendréis que disculpar mis modales. De todos modos, cuando yo era un crío, pensaba que todo eso de la cortesía era una soberana estupidez. Y todavía lo pienso.
- Nosotros no somos críos, abuelo -dijo Roland.
- Cualquiera más joven que yo lo es -respondió Víctor Kray -. Tú debes de ser Alicia. Y tú, Max. No hay que ser muy listo para deducirlo, ¿eh?
Alicia sonrió cálidamente. No hacía dos minutos que lo había conocido, pero el talante socarrón del anciano le resultaba encantador. Max, por su parte, estudiaba el rostro del anciano, tratando de imaginarle encerrado en aquel faro durante décadas, guardián del secreto del Orpheus.
- Sé lo que debéis de estar pensando -explicó Víctor Kray -. ¿Es verdad todo lo que hemos visto o creemos haber visto estos últimos días? La verdad es que nunca pensé que llegaría el momento en que tuviese que hablar de este tema con nadie, ni siquiera con Roland. Pero siempre sucede lo contrario de lo que esperamos, ¿no es así?
Nadie le contestó.
- Está bien. Al grano. Lo primero es que me contéis todo lo que sabéis. Y cuando digo todo es "todo". Incluyendo los detalles que os puedan parecer insignificantes. Todo. ¿Entendido?
Max miró a sus compañeros.
- ¿Empiezo yo? -sugirió.
Alicia y Roland asintieron. Víctor Kray le hizo una seña para que iniciase su relato.
Durante la siguiente media hora, Max relató sin pausa cuanto recordaba ante la mirada atenta del anciano, que escuchó sus palabras sin el menor asomo de incredulidad ni, como esperaba Max, de asombro.
Cuando Max hubo finalizado su historia, Víctor Kray tomó su pipa y la preparó metódicamente.
- No está mal -murmuró. No está mal…
El farero encendió la pipa y una nube de humo de aroma dulzón inundó la estancia. Víctor Kray saboreó lentamente una bocanada de la picadura especial y se relajó en su butaca. Luego, mirando a los ojos a cada uno de los tres muchachos, empezó a hablar…
"Este otoño cumpliré setenta y dos años y, aunque me queda el consuelo de que no los aparento, cada uno de ellos me pesa como una losa a la espalda. La edad te hace ver ciertas cosas. Por ejemplo, ahora sé que la vida de un hombre se divide básicamente en tres períodos. En el primero, uno ni siquiera piensa que envejecerá, ni que el tiempo pasa ni que, desde el primer día, cuando nacemos, caminamos hacia un único fin. Pasada la primera juventud, empieza el segundo período, en el que uno se da cuenta de la fragilidad de la propia vida y lo que en un principio es una simple inquietud va creciendo en el interior como un mar de dudas e incertidumbres que te acompañan durante el resto de tus días. Por último, al final de la vida, se abre el tercer período, el de la aceptación de la realidad y, consecuentemente, la resignación y la espera. A lo largo de mi vida he conocido a muchas personas que se quedaron ancladas en alguno de esos estadios y nunca lograron superarlos. Es algo terrible".
Víctor Kray comprobó que los tres muchachos le observaban atentamente y en silencio, pero cada una de sus miradas parecía preguntarse de qué estaba hablando. Se detuvo a saborear una bocanada de su pipa y sonrió a su pequeña audiencia.
"Ése es un camino que cada uno de nosotros debe aprender a recorrer en solitario, rogando a Dios que le ayude a no extraviarse antes de llegar al final. Si todos fuésemos capaces de comprender al inicio de nuestra vida esto que parece tan simple, buena parte de las miserias y penas de este mundo no llegaría a producirse jamás. Pero, y ésa es una de las grandes paradojas del universo, sólo se nos concede esa gracia cuando ya es demasiado tarde. Fin de la lección. Os preguntaréis por qué os explico todo esto. Os lo diré. A veces, una entre un millón, ocurre que alguien, muy joven, comprende que la vida es un camino sin retorno y decide que ese juego no va con él. Es como cuando decides hacer trampas en un juego que no te gusta. La mayoría de las veces te descubren y la trampa se acaba. Pero otras, el tramposo se sale con la suya. Y cuando en vez e jugar con dados o naipes, se juega con la vida y la muerte, ese tramposo se convierte en alguien muy peligroso.
Hace muchísimo tiempo, cuando yo tenía vuestra edad, la vida cruzó mi destino con uno de los mayores tramposos que han pisado este mundo. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. En el barrio pobre donde yo vivía, todos los chicos de la calle le conocían como Caín. Otros le llamaban el Príncipe de la Niebla, porque, según las habladurías, siempre emergía de una densa niebla que cubría los callejones nocturnos y, antes del alba, desaparecía de nuevo en la tiniebla.