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Caín era un hombre joven y bien parecido, cuyo origen nadie sabía explicar. Todas las noches, en alguno de los callejones del barrio, Caín reunía a los muchachos harapientos y cubiertos por la mugre y el hollín de las fábricas y les proponía un pacto. Cada uno podía formular un deseo y él lo haría realidad. A cambio, Caín sólo pedía una cosa: la lealtad absoluta. Una noche, Angus, mi mejor amigo, me llevó a una de las reuniones de Caín con los chicos del barrio. El tal Caín vestía como un caballero salido de la ópera y siempre sonreía. Sus ojos parecían cambiar de color en la penumbra y su voz era grave y pausada. Según los chicos, Caín era un mago. Yo, que no había creído una sola palabra de todas las historias que sobre él circulaban en el barrio, venía aquella noche dispuesto a reírme del supuesto mago. Sin embargo, recuerdo que, ante su presencia, cualquier asomo de burla se pulverizó en el aire. En cuanto le vi, lo único que sentí fue miedo y, por descontado, me guardé de pronunciar una sola palabra. Aquella noche varios de los chavales de la calle formularon sus deseos a Caín. Cuando todos hubieron terminado. Caín dirigió su mirada de hielo al rincón donde estábamos mi amigo Angus y yo. Nos preguntó si nosotros no teníamos nada que pedir. Yo me quedé clavado, pero Angus, ante mi sorpresa, habló. Su padre había perdido el empleo aquel día. La fundición en la que trabajaba la gran mayoría de los adultos del barrio estaba despidiendo personal y sustituyéndolos por máquinas que trabajaban más horas y no abrían la boca. Los primeros en ir a la calle habían sido los líderes más conflictivos entre los trabajadores. El padre de Angus tenía casi todos los números en aquella rifa.

Desde aquella misma tarde, el sacar adelante a Angus y sus cinco hermanos que se apilaban en una miserable casa de ladrillo podrido por la humedad se había convertido en un imposible. Angus, con un hilo de voz, formuló su petición a Caín: que su padre fuera readmitido en la fundición. Caín asintió y, tal como me habían predicho, caminó de nuevo hacia la niebla, desapareciendo. Al día siguiente, el padre de Angus fue inexplicablemente llamado de nuevo a trabajar. Caín había cumplido su palabra.

Dos semanas más tarde, Angus y yo volvíamos a casa por la noche después de visitar una feria ambulante que se había instalado en las afueras de la ciudad. Para no retrasarnos más de la cuenta, decidimos tomar un atajo y seguir el camino de la vieja vía de tren abandonada. Caminábamos por aquel paraje siniestro a la luz de la Luna cuando descubrimos que, entre la niebla, emergía una silueta envuelta en una capa con una estrella de seis puntas dentro de un círculo y grabada en oro, caminando hacia nosotros por el centro de la vía muerta. Era el Príncipe de la Niebla. Nos quedamos petrificados. Caín se acercó a nosotros y, con su sonrisa habitual, se dirigió a Angus. Le explicó que había llegado el momento de que le devolviese el favor. Angus, visiblemente aterrorizado, asintió. Caín dijo que su petición era simple: un pequeño ajuste de cuentas. En aquella época el personajes más rico del barrio, el único rico en realidad, era Skolimoski, un comerciante polaco que poseía el almacén de comida y ropa en el que todo el vecindario compraba. La misión de Angus era prender fuego al almacén de Skolimoski. El trabajo debía realizarse la noche siguiente. Angus trató de protestar, pero las palabras no le llegaron a la garganta. Había algo en los ojos de Caín que dejaba muy claro que no estaba dispuesto a aceptar nada más que la obediencia absoluta. El mago se marchó como había venido.

Corrimos de vuelta y, cuando dejé a Angus a la puerta de su casa, la mirada de terror que llenaba sus ojos me encogió el corazón. Al día siguiente le busqué por las calles, pero no había ni rastro de él. Empezaba a temer que mi amigo se hubiera propuesto cumplir la criminal misión que Caín le había encomendado y decidí montar guardia frente al almacén de Skolimoski al caer la noche. Angus nunca se presentó y, aquella madrugada, la tienda del polaco no ardió. Me sentí culpable por haber dudado de mi amigo y supuse que lo mejor que podía hacer era tranquilizarle por que, conociéndole bien, debía de estar escondido en su casa temblando de miedo ante la posible represalia del fantasmal mago. A la mañana siguiente me dirigí a su casa. Angus no estaba allí. Con lágrimas en los ojos su madre me dijo que había faltado toda la noche y me rogó que lo buscase y lo llevase de vuelta a casa.

Con el estómago en un puño, recorrí el barrio de arriba abajo sin dejar ni uno solo de sus apestosos rincones por rastrear. Nadie le había visto. Al atardecer, exhausto y sin saber ya dónde buscar, una oscura intuición me asaltó. Volví al camino de la vieja vía del tren y seguí el rastro de los raíles que brillaban débilmente bajo la Luna en la oscuridad de la noche. No tuve que caminar demasiado. Encontré a mi amigo tendido en la vía, en el mismo lugar donde dos noches antes Caín había emergido de la niebla. Quise buscar su pulso, pero mis manos no encontraron piel en aquel cuerpo. Sólo hielo. El cuerpo de mi amigo se había transformado en una grotesca figura de hielo azul y humeante que se fundía lentamente sobre los raíles abandonados. En torno a su cuello, una pequeña medalla mostraba el mismo símbolo que recordaba haber visto grabado en la capa de Caín, la estrella de seis puntas envuelta en un círculo. Permanecí junto a él hasta que los rasgos de su rostro se desvanecieron para siempre en un charco de lágrimas heladas en la oscuridad.

Aquella misma noche, mientras yo comprobaba horrorizado el destino de mi amigo, el almacén de Skolimoski fue destruido en un terrible incendio. Nunca le expliqué a nadie lo que mis ojos habían presenciado aquel día.

Dos meses más tarde, mi familia se mudó al sur, lejos de allí y muy pronto, con el paso de los meses, empecé a creer que el Príncipe de la Niebla era sólo un recuerdo amargo de los oscuros años vividos a la sombra de aquella ciudad pobre, sucia y violenta de mi infancia… Hasta que volví a verle y comprendí que aquello no había sido más que el principio".

Capítulo diez

"Mi siguiente encuentro con el Príncipe de la Niebla tuvo lugar durante una noche en que mi padre, que había sido ascendido a técnico jefe de una planta textil, nos llevó a todos a una gran feria de atracciones construida sobre un muelle de madera que se adentraba en el mar como un palacio de cristal suspendido en el cielo. Al anochecer, el espectáculo de las luces multicolores de las atracciones sobre el mar era impresionante. Yo nunca había visto nada tan hermoso. Mi padre estaba eufórico: había rescatado a su familia de lo que parecía un futuro miserable en el norte y ahora era un hombre de posición, considerado y con suficiente dinero en las manos como para que sus hijos disfrutasen de las mismas diversiones que cualquier chico de la capital. Cenamos

pronto y luego mi padre nos dio unas monedas a cada uno para que las gastásemos en lo que más nos apeteciese, mientras él y mi madre paseaban del brazo codeándose con los lugareños trajeados y los turistas de postín.

A mí me fascinaba una enorme noria que giraba sin cesar en uno de los extremos del muelle y cuyos reflejos podían verse desde varias millas en toda la costa. Corrí a la cola de la noria y, mientras esperaba, reparé en una de las casetas que había a escasos metros. Entre tómbolas y barracas de tiro, una intensa luz púrpura iluminaba la misteriosa caseta de un tal Dr. Caín, adivino, mago y vidente, según rezaba un cartel donde un dibujante de tercera fila había plasmado el rostro de Caín mirando amenazadoramente a los curiosos que se acercaban a la nueva guarida del Príncipe de la Niebla. El cartel y las sombras que el farol púrpura proyectaban sobre la caseta le conferían un aspecto macabro y lúgubre. Una cortina con la estrella de seis puntas bordada en negro velaba el paso al interior.