Hechizado por aquella visión, me aparté de la cola de la noria y me acerqué hasta la entrada de la caseta. Estaba tratando de entrever el interior a través de la estrecha rendija cuando la cortina se abrió de golpe y una mujer vestida de negro, piel blanca como la leche y ojos oscuros y penetrantes hizo un gesto para invitarme a pasar. En el interior pude distinguir, sentado tras un escritorio a la luz de un quinqué, a aquel hombre que había conocido muy lejos de allí con el nombre de Caín. Un gran gato oscuro de ojos dorados se relamía a sus pies.
Sin pensarlo dos veces, entré y me dirigí hasta la mesa donde me esperaba el Príncipe de la Niebla, sonriente. Aún recuerdo su voz, grave y pausada, pronunciando mi nombre sobre el murmullo de fondo de la hipnótica música de organillo de un carrusel que parecía estar muy, muy lejos de allí"…
- Víctor, mi buen amigo -susurró Caín -. Si no fuese un adivino, diría que el destino desea unir nuestros caminos de nuevo.
- ¿Quién es usted? -consiguió articular el joven Víctor, mientras observaba por el rabillo del ojo a aquella mujer fantasmal que se había retirado a las sombras de la estancia.
- El Dr. Caín. El cartel lo dice -respondió Caín -. ¿Pasando un buen rato con la familia?
Víctor tragó saliva y asintió.
- Eso es bueno -continuó el mago -. La diversión es como el láudano; nos eleva de la miseria y el dolor, aunque sólo fugazmente.
- No sé lo que es el láudano -replicó Víctor.
- Una droga, hijo -respondió Caín cansinamente, desviando la vista hacia un reloj que reposaba en un estante a su derecha.
A Víctor le pareció que las agujas corrían en sentido inverso.
- El tiempo no existe, por eso no hay que perderlo. ¿Has pensado ya cuál es tu deseo?
- No tengo ningún deseo -contestó Víctor.
Caín se echó a reír.
- Vamos, vamos. Todos tenemos no un deseo, sino cientos. Y qué pocas ocasiones nos brinda la vida de hacerlos realidad -Caín miró a la enigmática mujer con una mueca de compasión -. ¿No es cierto, querida?
La mujer, como si se tratase de un simple objeto inanimado, no respondió.
- Pero los hay con suerte, Víctor -dijo Caín, inclinándose sobre la mesa -, como tú. Porque tú puedes hacer realidad tus sueños, Víctor. Ya sabes cómo.
- ¿Como hizo Angus? -espetó Víctor, que en aquel momento reparó en un hecho extraño que no podía alejar de su pensamiento: Caín no pestañeaba, ni una sola vez.
- Un accidente, amigo mío. Un desgraciado accidente -dijo Caín adoptando un tono apenado y consternado -. Es un error creer que los sueños se hacen realidad sin ofrecer nada a cambio. ¿No te parece, Víctor? Digamos que no sería justo. Angus quiso olvidar ciertas obligaciones y eso no es tolerable. Pero el pasado, pasado está. Hablemos del futuro, de tu futuro.
- ¿Es eso lo que hizo usted? -preguntó Víctor -. ¿Hacer realidad un deseo? ¿Convertirse en lo que es ahora? ¿Qué tuvo que dar a cambio?
Caín perdió su sonrisa de reptil y clavó sus ojos en Víctor Kray. El muchacho temió por un instante que aquel hombre se abalanzara sobre él, dispuesto a despedazarlo. Finalmente, Caín sonrió de nuevo y suspiró.
- Un joven inteligente. Eso me gusta, Víctor. Sin embargo, te queda mucho por aprender. Cuando estés preparado, ven por aquí. Ya sabes cómo encontrarme. Espero verte pronto.
- Lo dudo -respondió Víctor mientras se incorporaba y caminaba de vuelta hacia la salida.
La mujer, como una marioneta rota a la que súbitamente le hubiesen estirado un cordel, empezó a caminar de nuevo, en un amago de acompañarle. A unos pasos de la salida, la voz de Caín sonó de nuevo a sus espaldas.
- Una cosa más, Víctor. Respecto a lo de los deseos. Piénsalo. La oferta está en pie. Tal vez si a ti no te interesa, algún miembro de tu flamante familia feliz tenga algún sueño inconfesable escondido. Ésos son mi especialidad…
Víctor no se detuvo a contestar y salió de nuevo al aire fresco de la noche. Respiró profundamente y se dirigió a paso rápido a buscar a su familia. Mientras se alejaba, la risa del Dr. Caín se perdió a sus espaldas como el canto de una hiena, enmascarada en la música del carrusel.
Max había escuchado hechizado el relato del anciano hasta aquel punto sin atreverse a formular una sola de las miles de preguntas que bullían en su mente. Víctor Kray pareció leer su pensamiento y le señaló con un dedo acusador.
- Paciencia, jovencito. Todas las piezas irán encajando a su tiempo. Prohibido interrumpir. ¿De acuerdo?
Aunque la advertencia iba dirigida a Max, los tres amigos asintieron al unísono.
- Bien, bien… -murmuró para sí el farero.
"Aquella misma noche decidí apartarme para siempre de aquel individuo y tratar de borrar de mi mente cualquier pensamiento referido a él. Y no era fácil. Fuese quien fuese, el Dr. Caín tenía la rara habilidad de clavársele a uno como una de esas astillas que, cuanto más tratas de sacar, más hondo se introducen en la piel. No podía hablar de aquello con nadie, a menos que quisiera que me tomasen por un lunático, y no podía acudir a la policía, porque no hubiera sabido ni por dónde empezar. Como es prudente hacer en estos casos, dejé pasar el tiempo.
Nos iba bien en nuestro nuevo hogar y tuve la ocasión de conocer a un individuo que me ayudó mucho. Se trataba de un reverendo que impartía clases de Matemáticas y Física en la escuela. A primera vista parecía andar siempre por las nubes, pero era un hombre de una inteligencia que sólo podía compararse con la bondad que se esforzaba en ocultar tras una muy convincente personificación del científico loco del pueblo. Él me animó a estudiar a fondo y a descubrir las matemáticas. No es extraño que, tras unos años a su cargo, mi vocación por las ciencias se hiciese cada vez más clara. En principio quise seguir sus pasos y dedicarme a la enseñanza, pero el reverendo me clavó una reprimenda inmensa y me dijo que lo que tenía que hacer era ir a la universidad, estudiar Física y convertirme en el mejor ingeniero que hubiese pisado el país. O eso, o me retiraba la palabra en el acto.
Fue él quien me consiguió la beca para la universidad y quien realmente encaminó mi vida hacia lo que hubiera podido ser. Murió una semana antes de mi graduación. Ya no me avergüenza decir que sentí tanto o más su desaparición que la de mi propio padre. En la universidad tuve ocasión de intimar con quien habría de llevarme de nuevo a encontrarme con el Dr. Caín: un joven estudiante de medicina perteneciente a una familia escandalosamente rica (o eso me parecía a mí) llamado Richard Fleischmann. Efectivamente, el futuro Doctor Fleischmann que, años más tarde, haría construir la casa de la playa.
Richard Fleischmann era un joven vehemente y muy dado a las exageraciones. Estaba acostumbrado a que durante toda su vida las cosas hubiesen resultado tal y como él las deseaba y cuando, por cualquier motivo, algo contradecía sus expectativas, montaba en cólera con el mundo. Una ironía del destino fue la que quiso hacernos amigos: nos enamoramos de la misma mujer, Eva Gray, la hija del más insoportable y tirano catedrático de Química del campus.
Al principio, salíamos los tres juntos y hacíamos excursiones los domingos, cuando el ogro de Theodore Gray no lo impedía. Pero este arreglo no duró mucho. Lo más curioso del caso es que Fleischmann y yo, lejos de convertirnos en rivales, nos hicimos compañeros inseparables. Cada noche que devolvíamos a Eva a la cueva del ogro, hacíamos el camino de vuelta juntos, sabiendo que, tarde o temprano, uno de los dos se quedaría fuera del juego.
Hasta que ese día llegó, pasamos los dos mejores años que recuerdo de mi vida. Pero todo tiene un fin. El de nuestro trío inseparable llegó la noche de la graduación. Aunque había conseguido todos los laureles imaginables, mi alma se arrastraba por los suelos a causa de la pérdida de mi viejo tutor y Eva y Richard decidieron que, aunque yo no bebía, aquella noche debían emborracharme y ahuyentar la melancolía de mi espíritu por todos los medios. Ni que decir tiene que el ogro Theodore, que pese a estar sordo como una tapia parecía escuchar a través de las paredes, descubrió el plan y la velada acabó con Fleischmann y yo solos, borrachos como una cuba, en una apestosa taberna en la que nos entregamos a elogiar al objeto de nuestro amor imposible, Eva Gray.