- Si algo hubiese pasado -argumentó Max -, habrían vuelto a llamar. Todo irá bien.
Alicia le sonrió débilmente, confirmando a Max en su innata habilidad para reconfortar a los demás con razonamientos que ni él mismo se creía.
- Supongo que sí -confirmó Alicia -. Creo que me voy a ir a dormir. ¿Y tú?
Max apuró su vaso y señaló la cocina.
- En seguida iré, pero antes comeré algo más. Estoy hambriento -mintió.
En cuanto escuchó cerrarse la puerta de la habitación de Alicia, Max dejó el vaso y se dirigió hasta el cobertizo del garaje, en busca de más películas de la colección particular de Jacob Fleischmann.
Max giró el interruptor del proyector y el haz de luz inundó la pared con una imagen borrosa de lo que parecía ser un conjunto de símbolos. Lentamente, el plano adquirió foco y Max comprendió que los supuestos símbolos no eran más que cifras dispuestas en círculos y que estaba viendo la esfera de un reloj. Las agujas del reloj estaban inmóviles y proyectaban una sombra perfectamente definida sobre la esfera, lo cual permitía suponer que el plano estaba rodado a pleno sol o bajo una fuente luminosa intensa. La película continuaba mostrando la esfera durante unos segundos hasta que, muy lentamente al inicio y adquiriendo una velocidad progresiva, las agujas del reloj empezaron a girar en sentido inverso. La cámara retrocedía y el ojo del espectador podía comprobar que aquel reloj pendía de una cadena. Un nuevo retroceso de un metro y medio revelaba que la cadena pendía de una mano blanca. La mano de una estatua.
Max reconoció al instante el jardín de estatuas que ya aparecía en la primera película de Jacob Fleischmann que habían visionado días atrás. Una vez más, la disposición de las estatuas era diferente a la que Max recordaba. La cámara empezaba a moverse de nuevo a través de las figuras, sin cortes ni pausas, al igual que en la primera película. Cada dos metros el objetivo de la cámara se detenía frente al rostro de una de las estatuas. Max examinó uno a uno los semblantes congelados de aquella siniestra banda circense, a cuyos miembros podía imaginar ahora pereciendo en la oscuridad absoluta de las bodegas del Orpheus mientras el agua helada les arrebataba la vida.
Finalmente la cámara se fue aproximando lentamente a la figura que coronaba el centro de la estrella de seis puntas. El payaso. El Dr. Caín. El Príncipe de la Niebla. Junto a él, a sus pies, Max reconoció la figura inmóvil de un gato que alargaba una garra afilada al vacío. Max, que no recordaba haberlo visto en su visita al jardín de estatuas, hubiera apostado doble a nada que la inquietante semejanza del felino de piedra con la mascota que Irina había adoptado el primer día en la estación no era fruto de la casualidad. Al contemplar aquellas imágenes mientras el sonido de la lluvia golpeaba en los cristales y la tormenta se alejaba tierra adentro, resultaba muy fácil dar crédito a la historia que el farero les había relatado aquella misma tarde. La siniestra presencia de aquellas siluetas amenazantes bastaba para acallar cualquier duda por razonable que fuese.
La cámara se acercó hasta el rostro del payaso, se detuvo a apenas medio metro y permaneció allí durante varios segundos. Max echó un vistazo a la bobina y comprobó que la película estaba llegando a su fin y que apenas restaban un par de metros por visionar. Un movimiento en la pantalla recobró su atención. El rostro de piedra se estaba moviendo de un modo casi imperceptible. Max se incorporó y caminó hasta la pared donde se proyectaba la película. Las pupilas de aquellos ojos de piedra se dilataron y los labios de piedra se arquearon lentamente en una cruel sonrisa, hasta revelar una larga hilera de dientes largos y afilados como los de un lobo. Max sintió cómo se le hacía un nudo en la garganta.
Segundos después, la imagen se desvaneció y Max escuchó el ruido de la bobina del proyector girando sobre sí misma. La película había terminado.
Max apagó el proyector y respiró profundamente. Ahora creía todo lo que Víctor Kray había dicho, pero eso no le hacía sentirse mejor, sino todo lo contrario. Subió a su cuarto y cerró la puerta a su espalda. A través de la ventana, a lo lejos, podía entrever el jardín de estatuas. Una vez más, la silueta del recinto de piedra estaba sumergida en una niebla densa e impenetrable.
Aquella noche, sin embargo, la tiniebla danzante no provenía del bosque, sino que parecía emanar de su propio interior.
Minutos después, mientras luchaba por conciliar el sueño y apartar de su mente el rostro del payaso, Max imaginó que aquella niebla no era sino el aliento helado del Dr. Caín, que esperaba sonriente la hora de su retorno.
A la mañana siguiente, Max despertó con la sensación de tener la cabeza llena de gelatina. Lo que se adivinaba desde su ventana prometía un día resplandeciente y soleado. Se incorporó perezosamente y tomó su reloj de bolsillo de la mesita. Lo primero que pensó fue que el reloj estaba averiado. Se lo llevó al oído y comprobó que el mecanismo funcionaba a la perfección, luego era él quien había perdido el rumbo. Eran las doce del mediodía.
Saltó de la cama y se precipitó escaleras abajo. Sobre la mesa del comedor había una nota. La tomó y leyó la caligrafía afilada de su hermana.
Buenos días, bella durmiente. Cuando leas esto ya estaré en la playa con Roland. Te he tomado prestada la bicicleta, espero que no te importe. Como he visto que anoche estuviste "de cine" no te he querido despertar. Papá ha llamado a primera hora y dice que todavía no saben cuándo podrán volver a casa. Irina sigue igual, pero los médicos dicen que es probable que salga del coma en unos días. He convencido a papá para que no se preocupe por nosotros (y no ha sido fácil).
Por cierto, no hay nada para desayunar.
Estaremos en la playa. Felices sueños…
Alicia.
Max releyó tres veces la nota antes de dejarla de nuevo en la mesa. Corrió escaleras arriba y se lavó la cara a toda prisa. Se enfundó un bañador y una camisa azul y se dirigió al cobertizo para coger la otra bicicleta. Antes de llegar al camino de la playa, su estómago pedía a gritos que se le administrase su dosis matutina. Al llegar al pueblo, desvió su camino y puso rumbo al horno de la plaza del ayuntamiento. Los olores que se percibían a cincuenta metros del establecimiento y los consiguientes crujidos de aprobación de su estómago le confirmaron que había tomado la decisión adecuada. Tres magdalenas y dos chocolatinas más tarde emprendió el camino hacia la playa con la sonrisa de un bendito estampada en el rostro.
La bicicleta de Alicia reposaba sobre el caballete al pie del camino que conducía a la playa donde Roland tenía su cabaña. Max dejó su bicicleta junto a la de su hermana y pensó que, aunque el pueblo no parecía ser un centro de rateros, no estaría de más comprar unos candados. Max se paró a observar el faro en lo alto del acantilado y luego se dirigió hacia la playa. Un par de metros antes de dejar la senda de hierbas altas que desembocaban en la pequeña bahía se detuvo.
En la orilla de la playa, a una veintena de metros del punto donde se encontraba Max, Alicia estaba tendida a medio camino entre el agua y la arena. Inclinado sobre ella, Roland, que tenía su mano sobre el costado de su hermana, se acercó a Alicia y la besó en los labios. Max retrocedió un metro y se ocultó tras las hierbas, esperando no haber sido visto. Permaneció allí inmóvil durante un par de segundos, preguntándose qué debía hacer ahora. ¿Aparecer caminando como un estúpido sonriente y dar los buenos días? ¿O irse a dar un paseo?
Max no se tenía por un espía, pero no pudo reprimir el impulso de mirar de nuevo entre los tallos salvajes hacia su hermana y Roland. Podía escuchar sus risas y comprobar cómo las manos de Roland recorrían tímidamente el cuerpo de Alicia, con un tembleque que indicaba que aquella era, a lo sumo, la primera o segunda vez que se veía en un lance de tamaña envergadura. Se preguntó si también para Alicia era la primera vez y, para su sorpresa, comprobó que era incapaz de hallar una respuesta a esa incógnita. Aunque había compartido toda su vida bajo el mismo techo, su hermana Alicia era un misterio para él.