- ¿Qué más crees, Max? -preguntó Víctor Kray.
- Creo que ese tal Dr. Caín, o quien quiera que sea, va a hacer algo. Muy pronto -continuó Max -. Y creo que todo lo que está sucediendo estos días no son más que signos de lo que ha de venir.
- Lo que ha de venir -repitió el farero -. Es un modo interesante de expresarlo, Max.
- Mire, señor Kray -cortó Max -, acabo de llevarme un susto de muerte. Hace ya varios días que están sucediendo cosas muy extrañas y estoy seguro de que mi familia, usted, Roland y yo mismo corremos algún peligro. Lo último que estoy dispuesto a aguantar son más misterios.
El anciano sonrió.
- Así me gusta. Directo y contundente -rió Víctor Kray sin convicción -. Verás, Max, si os expliqué ayer la historia del Dr. Caín no fue para divertiros ni para recordar viejos tiempos. Lo hice para que supieseis lo que está sucediendo y os andaseis con cuidado. Tú llevas unos días preocupado; yo llevo veinticinco años en este faro con un único propósito: vigilar a esa bestia. Es el único propósito de mi vida. Yo también te seré franco, Max. No voy a echar por la borda veinticinco años porque un chaval recién llegado decida jugar a los detectives. Tal vez no debí haberos dicho nada. Tal vez lo mejor es que olvides cuanto te dije y te alejes de esas estatuas y de mi nieto.
Max quiso protestar, pero el farero alzó la mano, indicándole que no abriese la boca.
- Lo que os conté es más de lo que necesitáis saber -sentenció Víctor Kray -. No fuerces las cosas, Max. Olvídate de Jacob Fleischmann y quema estas películas hoy mismo. Es el mejor consejo que puedo darte. Y ahora, jovencito, largo de aquí.
Víctor Kray observó cómo Max se alejaba camino abajo en su bicicleta. Había tenido palabras duras e injustas con el muchacho, pero en el fondo de su alma creía que aquello era lo más prudente que podía hacer. El chico era inteligente y no le había podido engañar. Sabía que les estaba ocultando algo pero incluso así no podía llegar a comprender la envergadura de ese secreto. Los acontecimientos se estaban precipitando y, después de cinco lustros, el temor y la angustia por la nueva venida del Dr. Caín se materializaban ante él en el ocaso de su vida, cuando más débil y solo se sentía.
Víctor Kray trató de apartar de su mente el amargo recuerdo de toda una existencia unida a aquel personaje siniestro, desde el sucio suburbio de su infancia hasta su prisión en el faro. El Príncipe de la Niebla le había arrebatado al mejor amigo de su infancia, a la única mujer que había amado y, finalmente, le había robado cada minuto de su larga madurez, convirtiéndole en su sombra. Durante las interminables noches en el faro acostumbraba a imaginar cómo podría haber sido su vida si el destino no hubiese decidido cruzar en su camino a aquel poderoso mago. Ahora sabía que los recuerdos que le acompañarían en sus últimos años de vida serían sólo las fantasías de la biografía que nunca vivió.
Su única esperanza ahora estaba en Roland y en la firme promesa que se había hecho a sí mismo de brindarle un futuro alejado de aquella pesadilla. Quedaba ya muy poco tiempo y sus fuerzas no eran las que le habían sustentado años atrás. En apenas dos días se cumplirían los veinticinco años de la noche en que el Orpheus había naufragado a escasos metros de allí y Víctor Kray podía sentir cómo Caín cobraba mayor poder a cada minuto que pasaba.
El anciano se acercó a la ventana y contempló la silueta oscura del casco del Orpheus sumergido en las aguas azules de la bahía. Todavía quedaban unas horas de sol antes de que oscureciese y cayera la que podía ser su última noche en la atalaya del faro.
Cuando Max entró en la casa de la playa, la nota de Alicia seguía sobre la mesa del comedor, lo que indicaba que su hermana aún no había vuelto y estaba todavía en compañía de Roland. La soledad reinante en la casa se sumó a la que sentía en su interior en aquel momento. Todavía resonaban en su mente las palabras del anciano. Aunque el trato que el farero le había dispensado le había dolido, Max no sentía resentimiento alguno hacia él. Tenía la certeza de que el farero ocultaba algo; pero estaba seguro de que, si procedía de aquel modo, tenía una poderosa razón para hacerlo. Subió a su habitación y se tendió en la cama, pensando que aquel asunto le venía grande y que, aunque las piezas del enigma estaban a la vista, se sentía incapaz de encontrar la manera de encajarlas.
Tal vez debía seguir los consejos de Víctor Kray y olvidar todo el asunto, aunque fuera sólo por unas horas. Miró en la mesita de noche y vio que el libro de Copérnico seguía allí, después de unos días de abandono, como un antídoto racional a todos los enigmas que le circundaban. Abrió el libro por el punto en que había dejado su lectura e intentó concentrarse en las disquisiciones sobre el rumbo de los planetas en el cosmos. Probablemente, la ayuda de Copérnico le habría venido de perlas para desbrozar la trama de aquel misterio. Pero, una vez más, parecía evidente que Copérnico había elegido la época equivocada para pasar sus vacaciones en el mundo. En un universo infinito, había demasiadas cosas que escapaban a la comprensión humana.
Horas más tarde, cuando Max ya hubo cenado y apenas le quedaban diez páginas por leer del libro, el sonido de las bicicletas entrando en el jardín delantero llegó hasta sus oídos. Max escuchó el murmullo de las voces de Roland y Alicia susurrando durante casi una hora abajo en el porche. Cerca de la media noche, Max dejó el libro sobre la mesita de nuevo y apagó la lamparilla. Finalmente, oyó la bicicleta de Roland alejarse por el camino de la playa y los pasos de Alicia ascendiendo pausadamente la escalera. Los pasos de su hermana se detuvieron un instante frente a su puerta. Segundos después, continuaron unos metros hasta la habitación de Alicia. Escuchó cómo su hermana se tendía en la cama y dejaba los zapatos sobre el piso de madera. Recordó la imagen de Roland besando a Alicia aquella misma mañana en la playa y sonrió en la penumbra. Por una vez, estaba seguro de que su hermana tardaría mucho más que él en conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Max decidió madrugar más que el Sol y al alba ya estaba pedaleando en su bicicleta rumbo al horno del pueblo, con la intención de comprar un delicioso desayuno y evitar que Alicia preparase algo (pan con mermelada, mantequilla y leche) por su cuenta. De buena mañana el pueblo estaba sumido en una calma que le recordaba a las mañanas de domingo en la ciudad. Apenas algunos caminantes silenciosos rompían el estado narcótico de las calles, en las que incluso las casas, con los postigos entornados, parecían dormidas.
A lo lejos, más allá de la bocana del puerto, los pocos barcos de pesca que formaban la flota local ponían proa mar adentro para no volver hasta el crepúsculo. El panadero y su hija, una rolliza jovencita de mejillas rosadas que hacía tres de su hermana Alicia, saludaron a Max y, mientras le servían una deliciosa bandeja de bollos recién horneados, se interesaron por el estado de Irina. Las noticias volaban y, al parecer, el médico del pueblo hacía algo más que poner el termómetro en sus visitas a domicilio.
Max consiguió volver a la casa de la playa mientras el desayuno todavía conservaba el calorcillo irresistible de los pasteles aún humeantes. Sin su reloj no sabía a ciencia cierta qué hora era, aunque imaginaba que debían de faltar pocos minutos para las ocho. Ante la poco deseable perspectiva de esperar a que Alicia se despertase para poder desayunar, decidió adoptar un astuto ardid. Así, con la excusa del desayuno caliente, preparó una bandeja con las capturas del horno, leche y un par de servilletas, y subió hasta el cuarto de Alicia. Llamó a la puerta con los nudillos hasta que la voz somnolienta de su hermana contestó en un murmullo ininteligible.
- Servicio de habitaciones -dijo Max -. ¿Puedo pasar?