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Rogando que Alicia no la hubiese visto, aferró a la muchacha por el brazo y se lanzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el bote. Alicia, alertada, le miró sin comprender.

- ¡Nada al bote! ¡Aprisa! -gritó Roland.

Alicia no comprendía lo que estaba sucediendo, pero el rostro de Roland había reflejado tal pánico que no se paró a pensar o a discutir e hizo lo que se le había ordenado. En el bote, el grito de Roland alertó a Max, que observó cómo su amigo y Alicia nadaban desesperadamente hacia él. Un instante después vio la sombra oscura ascendiendo bajo las aguas.

- ¡Dios mío! -murmuró, paralizado.

En el agua, Roland empujó a Alicia hasta sentir que la muchacha había tocado el casco del bote. Max se apresuró a asir a su hermana bajo los hombros y tirar de ella hacia arriba. Alicia batió las aletas con fuerza y con su impulso consiguió caer sobre Max en el interior del bote. Roland respiró profundamente y se dispuso a hacer lo mismo. Max le tendió su mano desde la barca, pero Roland pudo leer en el rostro de su amigo el terror ante lo que veía tras él. Roland sintió cómo su mano resbalaba por el antebrazo de Max y tuvo la corazonada de que no volvería a salir con vida del agua. Lentamente, un frío abrazo le agarró las piernas y, con una fuerza incontenible, le arrastró hacia las profundidades.

Superados los primeros instantes de pánico, Roland abrió los ojos y contempló qué era lo que le llevaba consigo hacia la oscuridad del fondo. Por un instante creyó ser presa de una alucinación. Lo que veía no era una forma sólida, sino una extraña silueta formada por lo que parecía ser agua concentrada a muy alta densidad. Roland observó aquella delirante escultura móvil de agua que cambiaba constantemente de forma y trató de revolverse de su abrazo mortal.

La criatura de agua se retorció y el rostro fantasmal que había visto en sueños, el semblante del payaso, se volvió hacia él. El payaso abrió unas enormes fauces plagadas de colmillos largos y afilados como cuchillos de carnicero y sus ojos se agrandaron hasta adquirir el tamaño de un plato de té. Roland sintió que le faltaba el aire. Aquella criatura, fuera lo que fuese, podía moldear su apariencia a capricho y sus intenciones parecían claras: llevaba a Roland hacia el interior del buque hundido. Mientras Roland se preguntaba cuánto tiempo sería capaz de contener la respiración antes de sucumbir y aspirar agua, comprobó que la luz había desaparecido a su alrededor. Estaba en las entrañas del Orpheus y la oscuridad circundante era absoluta.

Max tragó saliva mientras se colocaba las gafas de buceo y se preparaba para saltar al agua en busca de su amigo Roland. Sabía que el intento de rescate era absurdo. De entrada, él apenas sabía bucear y, aun en el caso de que supiera, no quería ni imaginarse qué sucedería si una vez bajo el agua aquella extraña forma acuosa que había atrapado a Roland venía tras él. Sin embargo, no podía quedarse tranquilamente sentado en el bote y dejar morir a su amigo. Mientras se colocaba las aletas su mente le sugirió mil explicaciones razonables a lo que acababa de suceder. Roland había sufrido un calambre; un cambio de temperatura en el agua le había provocado un ataque… Cualquier teoría era mejor que aceptar que lo que había visto arrastrar a Roland a las profundidades era real.

Antes de zambullirse intercambió una última mirada con Alicia. En el rostro de su hermana se leía claramente la lucha entre la voluntad de salvar a Roland y el pánico de que su hermano corriese idéntica suerte. Antes de que el sentido común les disuadiese a ambos, Max saltó y se sumergió en las aguas cristalinas de la bahía. A sus pies, el casco del Orpheus se extendía hasta donde la visión se nublaba. Max aleteó hacia la proa del buque, en el lugar en que había visto perderse la silueta de Roland bajo el agua por última vez. A través de las fisuras del casco hundido, Max creyó ver luces parpadeantes que parecían desembocar en un débil remanso de claridad que emanaba de la brecha abierta por las rocas en la sentina veinticinco años atrás. Max se dirigió hacia aquella abertura del barco. Parecía que alguien hubiese prendido la llama de cientos de velas en el interior del Orpheus.

Cuando estuvo situado en vertical sobre la entrada a la nave, subió a la superficie a tomar aire y se sumergió de nuevo sin detenerse hasta alcanzar el casco. Descender aquellos diez metros resultó mucho más difícil de lo que había imaginado. A medio camino, empezó a experimentar una dolorosa presión en los oídos que le hizo temer que sus tímpanos estallarían bajo el agua. Cuando alcanzó la corriente fría, los músculos de todo el cuerpo se le tensaron como cables de acero y tuvo que batir las aletas con todo su empeño para evitar que la corriente le arrastrase igual que a una hoja seca. Max se aferró con fuerza al borde del casco y luchó por calmar sus nervios. Los pulmones le ardían y sabía que estaba a un paso del pánico. Miró a la superficie y vio el diminuto casco del bote, infinitamente lejano. Comprendió que si no actuaba ahora, de nada habría servido bajar hasta allí.

La claridad parecía provenir del interior de las bodegas y Max siguió aquel rastro que revelaba el fantasmal espectáculo del buque hundido y lo hacía aparecer como una macabra catacumba submarina. Recorrió un pasillo en el que jirones de lona raída flotaban suspendidos como medusas. En el extremo del corredor Max distinguió una compuerta semiabierta, tras la cual parecía ocultarse la fuente de aquella luz. Ignorando las repulsivas caricias de la lona podrida sobre su piel, asió la manilla de la compuerta y tiró con toda la fuerza que fue capaz de reunir.

La compuerta daba a uno de los depósitos principales de la bodega. En el centro, Roland luchaba por zafarse del abrazo de aquella criatura de agua que ahora había adoptado la forma del payaso del jardín de estatuas. La luz que Max había visto emanaba de sus ojos crueles y desproporcionadamente grandes para su rostro. Max irrumpió en el interior de la bodega y la criatura alzó la cabeza y le miró. Max sintió el impulso instintivo de huir a toda prisa, pero la visión de su amigo atrapado le obligó a enfrentarse a aquella mirada de rabia enloquecida. La criatura cambió de rostro y Max reconoció al ángel de piedra del cementerio local.

El cuerpo de Roland dejó de retorcerse y quedó inerte. La criatura le soltó y Max, sin esperar la reacción de la criatura, nadó hasta su amigo y lo cogió por el brazo. Roland había perdido el conocimiento. Si no lo sacaba a la superficie en unos segundos, perdería la vida. Max tiró de su amigo hasta la compuerta. En aquel momento, la criatura en forma de ángel y rostro de payaso de largos colmillos se lanzó sobre él, extendiendo dos afiladas garras. Max alargó el puño y atravesó el rostro de la criatura. No era más que agua, tan fría que el solo contacto con la piel producía un dolor ardiente. Una vez más, el Dr. Caín estaba mostrando sus trucos.

Max retiró su brazo y la aparición se desvaneció y con ella, su luz. Max, apurando el poco aliento que le quedaba en los pulmones, arrastró a Roland por el corredor de la bodega hasta el exterior del casco. Cuando llegaron allí, sus pulmones parecían a punto de estallar. Incapaz de contener un segundo más la respiración, soltó todo el aire que había retenido. Agarró el cuerpo inconsciente de Roland y aleteó hacia la superficie, creyendo que perdería el conocimiento en cualquier momento por la falta de aire.