- Levántate -ordenó el mago, empujándola a través de un corredor que se extendía tras el puente del Orpheus y conducía a los camarotes de cubierta.
Las paredes estaban ennegrecidas y cubiertas de óxido y una capa viscosa de algas oscuras. El interior del Orpheus estaba sumergido en un palmo de agua cenagosa que desprendía vapores nauseabundos. Decenas de despojos flotaban y se balanceaban con el fuerte vaivén del barco entre el oleaje. El Dr. Caín agarró a Alicia por el pelo y abrió una de las compuertas que daba a un camarote. Una nube de gases y agua corrompida aprisionados en el interior durante veinticinco años llenaron el aire. Alicia contuvo la respiración. El mago estiró con fuerza de su pelo y la arrastró hasta la puerta del camarote.
- La mejor suite del barco, querida. El camarote del capitán para mi invitada de honor. Disfruta de la compañía.
Caín la empujó brutalmente al interior y cerró la compuerta a su espalda. Alicia cayó de rodillas y palpó la pared a su espalda, en busca de un punto de apoyo. El camarote estaba prácticamente sumido en la oscuridad y la única claridad que conseguía abrirse paso provenía de un estrecho ojo de buey al que los años bajo las aguas habían cubierto de una gruesa costra semitransparente de algas y restos orgánicos. Las continuas sacudidas del barco en la tormenta la empujaban contra las paredes del camarote. Alicia se aferró a una tubería oxidada y escrutó la penumbra, luchando por apartar de su mente el hedor penetrante que reinaba en aquel lugar. Sus ojos tardaron un par de minutos en habituarse a las mínimas condiciones de luz y permitirle examinar la celda que Caín le había reservado. No había más salida a la vista que la compuerta que el mago había sellado al irse. Alicia buscó desesperadamente una barra de metal o un objeto contundente con que intentar forzar la compuerta del camarote, pero no pudo hallar nada. Mientras palpaba en la penumbra en pos de una herramienta que le permitiese liberarse, sus manos rozaron algo que había estado apoyado contra la pared. Alicia se apartó, sobresaltada. Los restos irreconocibles del capitán del Orpheus cayeron a sus pies y Alicia comprendió a quién se refería Caín al hablar de su compañía. El destino no había jugado a favor del viejo holandés errante. El estruendo del mar y el temporal ahogaron sus gritos.
Por cada metro que Roland ganaba en su camino hasta el Orpheus, la furia del mar le arrastraba bajo el agua y le devolvía a la superficie en el rompiente de una ola, envolviéndole en un torbellino de espuma cuya fuerza no podía combatir. Frente a él, el barco se debatía con los muros de oleaje que el temporal lanzaba contra el casco.
A medida que se aproximaba al buque, la violencia del mar le hacía más dificultoso el controlar la dirección en que la corriente le zarandeaba y Roland temió que un golpe repentino de oleaje pudiera estrellarle contra el casco del Orpheus y hacerle perder el sentido. Si eso sucedía, el mar le engulliría vorazmente y jamás volvería a la superficie. Roland se zambulló para esquivar la cresta de una ola que se cernía sobre él y emergió de nuevo, comprobando que la ola se alejaba hacia la costa formando un valle de agua turbia y agitada.
El Orpheus se alzaba a menos de una docena de metros de donde se encontraba y al contemplar la pared de acero teñida de luz incandescente supo que le resultaría imposible trepar hasta la cubierta. El único camino viable era la brecha que las rocas habían abierto en el casco, provocando el hundimiento del barco veinticinco años atrás. La brecha se encontraba en la línea de flotación y aparecía y se sumergía bajo las aguas a cada envite del oleaje. Los jirones de metal del fuselaje que rodeaban el agujero negro semejaban las fauces de una gran bestia marina. La sola idea de introducirse en aquella trampa aterraba a Roland, pero era su única oportunidad de llegar hasta Alicia. Luchó por no ser arrastrado por la siguiente ola y, una vez la cresta hubo pasado sobre él, se lanzó hacia el agujero del casco y penetró en él como un torpedo humano hacia las tinieblas.
Víctor Kray atravesó sin aliento las hierbas salvajes que separaban la bahía del camino del faro. La lluvia y el viento caían con fuerza y frenaban su avance como manos invisibles empeñadas en alejarle de aquel lugar. Cuando consiguió llegar hasta la playa, el Orpheus se alzaba en el centro de la bahía, navegando en línea recta hacia el acantilado y envuelto en un aura de luz sobrenatural. La proa del barco rompía el oleaje que barría la cubierta y levantaba una nube de espuma blanca a cada nueva sacudida del océano. Una sombra de desesperación se abatió sobre éclass="underline" sus peores temores se habían hecho realidad y había fracasado; los años habían debilitado su mente y el Príncipe de la Niebla le había engañado una vez más. Sólo pedía ya al cielo que no fuera demasiado tarde para salvar a Roland del destino que el mago tenía reservado para él. En aquel momento, Víctor Kray hubiera entregado gustoso su vida si con ello garantizase a Roland una mínima oportunidad de escapar. Sin embargo, una oscura premonición le hacía sospechar que había faltado a la promesa que hizo a la madre del niño.
Víctor Kray se encaminó hacia la cabaña de Roland, con la vana esperanza de encontrarle allí. No había rastro de Max ni de la muchacha y la visión de la puerta de la cabaña derribada en la playa le hizo albergar los peores augurios. Entonces, una chispa de esperanza se encendió ante él al comprobar que había luz en el interior de la cabaña. El farero se apresuró hacia la entrada, voceando el nombre de Roland. La figura de un lanzador de cuchillos de piedra pálida y viva salió a recibirle.
- Un poco tarde para lamentarse, abuelo -dijo, permitiendo al anciano re conocer la voz de Caín.
Víctor Kray dio un paso atrás, pero había alguien a su espalda y, antes de que pudiera reaccionar, sintió un golpe seco en la nuca. Después, cayo la oscuridad.
Max advirtió que Roland penetraba en el casco del Orpheus a través del agujero en el fuselaje y sintió que sus fuerzas flaqueaban a cada nueva sacudida de las olas. Él no era un nadador comparable a Roland y a duras penas conseguiría mantenerse a flote durante mucho más tiempo en medio de aquel temporal, a menos que encontrase el modo de subir a bordo del buque. Por otro lado, la certeza de que el peligro les esperaba en las entrañas del barco se le hacía más evidente a cada minuto que pasaba y comprendía que el mago les estaba llevando a su terreno como moscas a la miel.
Tras escuchar un estruendo ensordecedor, Max contempló cómo una inmensa pared de agua se alzaba por la popa del Orpheus y se aproximaba a gran velocidad al buque. En pocos segundos, el impacto de la ola arrastró al barco hasta el acantilado y la proa se incrustó en las rocas, provocando una violenta sacudida en todo el casco. El mástil que sostenía las señales luminosas del puente se desplomó al costado del barco y su extremo cayo a unos metros de Max, que se sumergió en las aguas.
Max nadó trabajosamente hasta allí, se aferró al mástil y descansó unos segundos para recuperar el aliento. Cuando alzó la mirada, vio que la trayectoria del mástil abatido le tendía un puente hasta la cubierta del barco. Antes de que una nueva ola le arrancase de allí y se lo llevara para siempre, Max empezó a trepar hacia él Orpheus sin advertir que, apoyada en la baranda de estribor del buque, una silueta le esperaba inmóvil.
El impulso de la corriente empujó a Roland a través de la sentina inundada del Orpheus y el muchacho se protegió la cara con los brazos para evitar los golpes que su avance entre los restos del naufragio le propinaba. Roland se meció a merced del agua hasta que una sacudida en el casco le lanzó contra la pared, donde pudo asirse a una escalerilla metálica que ascendía hacia la parte superior del barco.
Roland trepó por la angosta escalerilla y cruzó una escotilla que desembocaba en la oscura sala de máquinas que albergaba los motores destruidos del Orpheus. Atravesó los restos de la maquinaria hasta el corredor de ascenso a la cubierta y, una vez allí, cruzó a toda prisa el pasillo de camarotes hasta llegar al puente del buque. Paradójicamente, Roland reconocía cada rincón de la sala y todos los objetos que tantas veces había observado buceando bajo el agua. Desde aquel puesto de observación, Roland obtenía una visión completa de la cubierta delantera del Orpheus, donde las olas barrían la superficie y venían a morir contra la plataforma del puente. Súbitamente, Roland sintió que el Orpheus era impulsado hacia adelante con una fuerza imparable y contempló atónito cómo de entre las sombras emergía el acantilado a proa del barco. Iban a chocar contra las rocas en cuestión de segundos.