Roland se apresuró a sujetarse a la rueda del timón y sus pies resbalaron sobre la película de algas que recubría el piso. Rodó varios metros hasta golpearse con el antiguo aparato de radio y su cuerpo experimentó la tremenda vibración del impacto del casco contra los acantilados. Pasado el peor momento, se incorporó y escuchó un sonido cercano, una voz humana en el fragor de la tormenta. El sonido se repitió y Roland lo reconoció: era Alicia pidiendo ayuda a gritos en algún lugar del buque.
Los diez metros que Max hubo de trepar por el mástil hasta la cubierta del Orpheus se le antojaron más de cien. La madera estaba prácticamente podrida y tan astillada que, al alcanzar finalmente la borda del buque, sus brazos y piernas estaban plagados de pequeñas heridas que le producían un fuerte escozor. Max juzgó más prudente no detenerse a examinar sus magulladuras y extendió una mano hasta la barandilla metálica.
Una vez estuvo sólidamente aferrado, saltó torpemente sobre la cubierta y cayó de bruces. Una forma oscura cruzó frente a él y Max alzó la mirada, con la esperanza de ver a Roland. La silueta de Caín desplegó su capa y le mostró un objeto dorado que se balanceaba del extremo de una cadena. Max reconoció su reloj.
- ¿Buscas esto? -preguntó el mago, arrodillándose junto al muchacho y meciendo el reloj que Max había perdido en el mausoleo de Jacob Fleischmann ante sus ojos.
- ¿Dónde está Jacob? -interrogó Max, ignorando la mueca burlona que parecía fijada al rostro de Caín como una mascarilla de cera.
- Ésa es la pregunta del día -respondió el mago -, y tú me ayudarás a responderla.
Caín cerró su mano sobre el reloj y Max escuchó el crujido del metal. Cuando el mago mostró de nuevo la palma abierta, apenas quedaba del regalo que su padre le había hecho un amasijo irreconocible de tornillos y tuercas aplastadas.
- El tiempo, querido Max, no existe; es una ilusión. Incluso tu amigo Copérnico hubiese adivinado eso si hubiese tenido precisamente tiempo. ¿Irónico, verdad?
Max calculó mentalmente las posibilidades que tenía de saltar por la borda y escapar del mago. El guante blanco de Caín se cerró sobre su garganta antes de que pudiera respirar.
- ¿Qué es lo que va a hacer conmigo? -gimió Max.
- ¿Qué harías contigo si estuvieses en mi lugar? -preguntó el mago.
Max sintió cómo la presa letal de Caín le cortaba la respiración y circulación a la cabeza.
- ¿Es una buena pregunta, verdad?
El mago soltó a Max sobre la cubierta. El impacto del metal herrumbroso contra su cuerpo le nubló la visión por unos segundos y un espasmo de nausea se apoderó de él.
- ¿Por qué persigue a Jacob? -balbuceó Max, tratando de ganar tiempo para Roland.
- Los negocios son los negocios, Max -respondió el mago -. Yo ya cumplí mi parte del trato.
- ¿Pero qué importancia puede tener la vida de un chico para usted? -espetó Max -. Además, ya se vengó matando al Dr. Fleischmann, ¿no es cierto?
El rostro del Dr. Caín se iluminó, como si Max acabase de formularle la pregunta que ansiaba responder desde que habían iniciado su diálogo.
- Cuando no se salda la deuda de un préstamo, hay que pagar intereses. Pero eso no anula la deuda. Es mi ley -siseó la voz del mago -. Y es mi alimento. La vida de Jacob y la de muchos como él. ¿Sabes cuántos años hace que recorro el mundo, Max? ¿Sabes cuántos nombres he tenido?
Max negó agradeciendo cada segundo que el mago perdía hablando con él.
- Dígamelo -respondió con un hilo de voz, fingiendo una temerosa admiración ante su interlocutor.
Caín sonrió eufórico. En aquel momento, sucedió lo que Max había estado temiendo. Entre el estruendo de la tormenta, se escuchó la voz de Roland llamando a Alicia. Max y el mago cruzaron una mirada; ambos lo habían oído. La sonrisa se desvaneció del rostro de Caín y su rostro recuperó la oscura faz de un depredador hambriento y sanguinario.
- Muy listo -murmuró.
Max tragó saliva, preparado para lo peor.
El mago desplegó una mano frente a él y Max contempló petrificado cómo cada uno de sus dedos se transformaban en una larga aguja. A pocos metros de allí, Roland gritó de nuevo. Caín se volvió a mirar a sus espaldas y Max se abalanzó hacia la borda del buque. La garra del mago se cerró sobre su nuca y le hizo girar lentamente, hasta enfrentarle cara a cara con el Príncipe de la Niebla.
- Lástima que tu amigo no sea la mitad de hábil que tú. Quizá debería hacer los tratos contigo. Otra vez será -escupieron los labios del mago -. Hasta la vista, Max. Espero que hayas aprendido a bucear desde la última vez.
Con la fuerza de una locomotora, el mago lanzó a Max por los aires, de vuelta al mar. El cuerpo de Max trazó un arco de más de diez metros y cayó sobre el oleaje, sumergiéndose en la fuerte corriente helada. Max luchó por salir a flote y batió brazos y piernas con todas sus fuerzas para escapar de la letal fuerza de succión que parecía arrastrarle hacia la negra oscuridad del fondo. Nadando a ciegas, sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar y finalmente emergió a pocos metros de las rocas. Inspiró una bocanada de aire y, peleando por mantenerse a flote, consiguió que lentamente las olas le llevaran hasta el borde de la pared rocosa donde consiguió asirse a un saliente desde el que trepar y ponerse a salvo. Las aristas afiladas de las rocas le mordieron la piel y Max sintió cómo abrían pequeñas heridas en sus miembros, tan entumecidos por el frío que apenas podían sentir el dolor. Luchando por no desfallecer, ascendió unos metros hasta encontrar un recodo entre las rocas fuera del alcance del oleaje. Sólo entonces pudo tenderse sobre la dura piedra y descubrir que estaba tan aterrorizado que no era capaz de creer que había salvado su vida.
La puerta del camarote se abrió lentamente y Alicia, acurrucada en un rincón de las sombras, permaneció inmóvil y contuvo la respiración. La sombra del Príncipe de la Niebla se proyectó sobre el interior de la sala y sus ojos, encendidos como brasas, cambiaron de color, del dorado a un rojo profundo. Caín entró en el camarote y se acercó a ella. Alicia luchó por ocultar el temblor que se había apoderado de ella y encaró al visitante con una mirada desafiante. El mago mostró una sonrisa canina ante tal despliegue de arrogancia.
- Debe de ser algo de familia. Todos con vocación de héroe -comentó amablemente el mago -. Me estáis empezando a gustar.
- ¿Qué es lo que quiere? -dijo Alicia, impregnando su voz temblorosa de todo el desprecio que pudo reunir.
Caín pareció considerar la pregunta y se desenfundó los guantes con parsimonia. Alicia advirtió que sus uñas eran largas y afiladas como la punta de una daga. Caín la señaló con una de ellas.
- Eso depende. ¿Qué me sugieres tú? -ofreció el mago dulcemente, sin apartar sus ojos del rostro de Alicia.
- No tengo nada que darle -replicó Alicia, dirigiendo una mirada furtiva a la compuerta abierta del camarote.
Caín negó con el índice, leyendo sus intenciones.
- No sería una buena idea -sugirió -. Volvamos a lo nuestro. ¿Por qué no hacemos un trato? Una entente entre adultos, por así decirlo.