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La espera a que el Orpheus tocase fondo se hizo infinita y, cuando llegó el impacto, parte de la techumbre del puente se desplomó sobre Alicia y Roland. Un fuerte dolor ascendió por su pierna y Roland comprendió que el metal le había aprisionado un tobillo. El resplandor del Orpheus se desvanecía lentamente en las profundidades.

Roland luchó contra la punzante agonía que le atenazaba las piernas y buscó el rostro de Alicia en la penumbra. Alicia tenía los ojos abiertos y se debatía al borde de la asfixia. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más y sus últimas burbujas de aire se escaparon de entre sus labios como perlas portadoras de los últimos instantes de una vida que se extinguía.

Roland le tomó el rostro y trató de que Alicia le mirase a los ojos. Sus miradas se unieron en las profundidades y ella comprendió al instante lo que Roland se proponía. Alicia negó con la cabeza, tratando de alejar a Roland de sí. Roland señaló el tobillo aprisionado bajo el abrazo mortal de las vigas metálicas del techo. Alicia nadó a través de las aguas heladas hacia la viga abatida y luchó por liberar a Roland. Ambos muchachos cruzaron una mirada desesperada. Nada ni nadie podría mover las toneladas de acero que retenían a Roland. Alicia nadó de vuelta hasta él y lo abrazo, sintiendo cómo su propia consciencia se desvanecía por la falta de aire. Sin esperar un instante, Roland tomó el rostro de Alicia y, posando sus labios sobre los de la muchacha,

expiró en la boca el aire que había reservado para ella, tal y como Caín había previsto desde principio. Alicia aspiró el aire de sus labios y apretó con fuerza las manos de Roland, unida a él en aquel beso de salvación.

El muchacho le dirigió una mirada desesperada de adiós y la empujó contra su voluntad fuera del puente, donde, lentamente, Alicia inició su ascenso hacia la superficie. Aquella fue la última vez que Alicia vio a Roland. Segundos después, la muchacha emergió en el centro de la bahía y pudo ver que la tormenta se alejaba lentamente mar adentro, llevándose consigo todas las esperanzas que había puesto en el futuro.

Cuando Max vio aflorar el rostro de Alicia sobre la superficie, se lanzó de nuevo al agua y nadó apresuradamente hasta ella. Su hermana apenas podía mantenerse a flote y balbuceaba palabras incomprensibles, tosiendo violentamente y escupiendo el agua que había tragado en su ascenso desde el fondo. Max la rodeó por los hombros y la arrastró hasta que pudo hacer pie a un par de metros de la orilla. El viejo farero esperaba en la playa y corrió a socorrerlos. Juntos sacaron a Alicia del agua y la tendieron sobre la arena. Víctor Kray buscó el pulso de Alicia en la muñeca, pero Max retiró delicadamente la mano temblorosa del anciano.

- Está viva, señor Kray -explicó Max, acariciando la frente de su hermana -. Está viva.

El anciano asintió y dejó a Alicia al cuidado de Max. Tambaleándose, como un soldado tras una larga batalla, Víctor Kray caminó hasta la orilla y se adentró en el mar hasta que el agua le cubrió la cintura.

- ¿Dónde está mi Roland? -murmuró el anciano, volviéndose a Max -. ¿Dónde está mi nieto?

Max le miró en silencio, viendo cómo el alma del pobre anciano y la fuerza que le había mantenido todos aquellos años en lo alto del faro se perdían igual que un puñado de arena entre los dedos.

- No volverá, señor Kray -respondió finalmente el muchacho, con lágrimas en los ojos -. Roland ya no volverá.

El viejo farero le miró como si no pudiera comprender sus palabras. Luego asintió, pero volvió la vista a mar a la espera de que su nieto emergiese de las aguas para reunirse con él. Lentamente, las aguas recobraron la calma y una guirnalda de estrellas se encendió sobre el horizonte. Roland nunca volvió.

Capítulo dieciocho

Al día siguiente a la tormenta que asoló la costa durante la larga noche del 23 de junio de 1943, Maximilian y Andrea Carver volvieron a la casa de la playa con la pequeña Irina, que ya estaba fuera de peligro, aunque tardaría unas semanas en recobrarse completamente. Los fuertes vientos que habían azotado el pueblo hasta poco antes del amanecer dejaron un rastro de árboles y postes eléctricos caídos, barcas arrastradas desde el mar hasta el paseo y ventanas rotas en buena parte de las fachadas del pueblo. Alicia y Max esperaban en silencio, sentados en el porche, y desde el instante en que Maximilian Carver descendió del coche que les había conducido desde la ciudad, pudo ver en sus rostros y en sus ropas raídas que algo terrible había sucedido.

Antes de que pudiese formular la primera pregunta, la mirada de Max le permitió comprender que las explicaciones, si alguna vez llegaban a producirse, tendrían que esperar para más adelante. Fuera lo que fuese que había acontecido, Maximilian Carver supo, del modo en que pocas veces en la vida se nos permite comprender sin necesidad de palabras o razones, que tras la mirada triste de sus dos hijos terminaba una etapa en sus vidas que nunca volvería.

Antes de entrar en la casa de la playa, Maximilian Carver miró en el pozo sin fondo de los ojos de Alicia, que contemplaba ausente la línea del horizonte como si esperase encontrar en ella la solución a todas las preguntas, preguntas que ni él ni nadie podrían ya contestar. De repente, y en silencio, se dio cuenta de que su hija había crecido y algún día, no muy lejano, emprendería un nuevo camino en busca de sus propias respuestas.

La estación del tren estaba sumida en la nube de vapor que exhalaba la máquina. Los últimos viajeros se apresuraban a subir a los vagones y a despedirse de los familiares y amigos que los habían acompañado hasta el andén. Max observó el viejo reloj que le había dado la bienvenida al pueblo y comprobó que, esta vez, sus agujas se habían parado para siempre. El mozo del tren se acercó a Max y a Víctor Kray, con la palma extendida y claras intenciones de conseguir una propina.

- Las maletas ya están en el tren señor.

El viejo farero le tendió unas monedas y el mozo se alejó, contándolas. Max y Víctor Kray intercambiaron una sonrisa, como si la anécdota les resultara divertida y aquélla no fuese más que una despedida rutinaria.

- Alicia no ha podido venir porque… -empezó Max.

- No es necesario. Lo entiendo -atajó el farero -. Despídeme de ella. Y cuídala.

- Lo haré respondió -Max.

El jefe de estación hizo sonar su silbato. El tren estaba a punto de partir.

- ¿No me va a decir dónde va? -preguntó Max, señalando al tren que esperaba en los raíles.

Víctor Kray sonrió y tendió su mano al muchacho.

- Vaya a donde vaya -respondió el anciano -, nunca podré alejarme de aquí.

El silbato sonó de nuevo. Tan sólo Víctor Kray restaba para subir al tren. El revisor esperaba al pie de la puerta del vagón.

- Tengo que irme, Max -dijo el anciano.

Max le abrazó con fuerza y el farero le rodeó con sus brazos.

- Por cierto, tengo algo para ti.

Max acepto una pequeña caja de manos del farero. Max la agitó suavemente; algo tintineaba en su interior.