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- ¿No vas a abrirla? -preguntó el anciano.

- Cuando usted se haya ido -respondió Max.

El farero se encogió de hombros.

Víctor Kray se dirigió hacia el vagón y el revisor le tendió la mano para ayudarle a subir. Cuando el farero estaba en el último escalón Max corrió súbitamente hacia él.

- ¡Señor Kray! -exclamó Max.

El anciano se volvió a mirarle, con aire divertido.

- Me ha gustado conocerle, señor Kray -dijo Max.

Víctor Kray le sonrió por última vez y se golpeó el pecho suavemente con el índice.

- A mí también, Max -respondió -. A mí también.

Lentamente, el tren arrancó y su rastro de vapor se perdió en la distancia para siempre. Max permaneció en el andén hasta que ya se hizo imposible distinguir aquel punto en el horizonte. Sólo entonces abrió la caja que el anciano le había entregado y descubrió que contenía un manojo de llaves. Max sonrió. Eran las llaves del faro.

Epílogo

Las últimas semanas del verano trajeron nuevas noticias de aquella guerra, que según todos decían, tenía los días contados. Maximilian Carver había inaugurado su relojería en un pequeño local cerca de la plaza de la iglesia y, al poco tiempo, no quedaba habitante del pueblo que no hubiese visitado el pequeño bazar de las maravillas del padre de Max. La pequeña Irina se había recuperado completamente y no parecía recordar el accidente que había sufrido en las escaleras de la casa de la playa. Ella y su madre acostumbraban a hacer largos paseos por la playa en busca de conchas y pequeños fósiles con los que habían empezado una colección que aquel otoño prometía ser la envidia de sus nuevas compañeras de clase.

Max, fiel al legado del viejo farero, acudía con su bicicleta cada atardecer hasta la casa del faro y prendía la llama del haz de luz que habría de guiar a los barcos hasta el nuevo amanecer. Max subía a la atalaya y desde allí contemplaba el océano, tal y como hizo Víctor Kray durante casi toda su vida. Durante una de esas tardes en el faro, Max descubrió que su hermana Alicia solía volver a playa donde se había alzado la cabaña de Roland. Venía sola y se sentaba junto a la orilla, extraviando su mirada en el mar y dejando pasar las horas en silencio. Ya nunca hablaban como lo habían hecho durante los días que habían compartido con Roland y Alicia nunca mencionaba lo sucedido aquella noche en la bahía. Max había respetado su silencio desde el primer día. Al llegar los últimos días de septiembre que presagiaban el principio del otoño, el recuerdo del Príncipe de la Niebla parecía haberse desvanecido definitivamente de su memoria como un sueño a la luz del día.

A menudo, cuando Max observaba a su hermana Alicia abajo en la playa, evocaba las palabras de Roland cuando su amigo le había confesado el temor de que aquél fuera su último verano en el pueblo si era reclutado. Ahora, aunque los hermanos apenas cruzaban una palabra al respecto, Max sabía que el recuerdo de Roland y de aquel verano en que descubrieron juntos la magia permanecía con ellos y los uniría para siempre.

FIN

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29/03/2009