- Cursi -sentenció Irina.
- Monstruo -replicó Alicia.
- Max, antes de que empiece una guerra, acaba con las arañas -dijo Maximilian Carver con voz cansina.
- ¿Las mato o sólo las amenazo un poco? Les puedo retorcer una pata… -sugirió Max.
- Max -cortó su madre.
Max se desperezó y entró en la casa dispuesto a acabar con sus antiguos inquilinos. Enfiló la escalera que conducía al piso superior donde estaban las habitaciones. Desde lo alto del último peldaño, los ojos brillantes del gato de Irina le observaban fijamente, sin parpadear. Max cruzó frente al felino, que parecía guardar el piso superior como un centinela. Tan pronto se dirigió a una de las habitaciones, el gato siguió sus pasos.
El piso de madera crujía muy débilmente bajo sus pies. Max empezó su caza y captura de arácnidos por las habitaciones que daban al suroeste. Desde las ventanas se podía ver la playa y la trayectoria descendente del Sol hacia el ocaso. Examinó detenidamente el suelo en busca de pequeños seres peludos y andarines. Después de la sesión de limpieza, el piso de madera había quedado razonablemente limpio y Max tardó un par de minutos hasta localizar al primer miembro de la familia arácnida. Desde uno de los rincones, observó cómo una araña de considerable tamaño avanzaba en línea recta hacia él, como si se tratase de un matón enviado por los de su especie para hacerle cambiar de idea. El insecto debía de medir cerca de media pulgada y tenía ocho patas, con una mancha dorada sobre el cuerpo negro. Max alargó la mano hacia una escoba que descansaba en la pared y se preparó para catapultar al insecto a otra vida. "Esto es ridículo", pensó para sí mientras manejaba con sigilo la escoba a modo de arma mortífera. Estaba empezando a calibrar el golpe letal cuando, de pronto, el gato de Irina se abalanzó sobre el insecto y, abriendo sus fauces de león en miniatura, engulló a la araña y la masticó con fuerza. Max soltó la escoba y miró atónito al gato, que le devolvía una mirada malévola.
- Vaya con el gatito -susurró.
El animal tragó la araña y salió de la habitación, presumiblemente en busca de algún familiar de su reciente aperitivo. Max se acercó hasta la ventana. Su familia seguía en el porche. Alicia le dirigió una mirada inquisitiva.
- Yo no me preocuparía, Alicia. No creo que veas más arañas.
- Asegúrate bien -insistió Maximilian Carver.
Max asintió y se dirigió hacia las habitaciones que daban a la parte de atrás de la casa, hacia el noroeste. Oyó maullar al gato en las proximidades y supuso que otra araña había caído en las garras del felino exterminador. Las habitaciones de la parte trasera eran más pequeñas que las de la fachada principal. Desde una de las ventanas, contempló el panorama que se podía observar desde allí. La casa tenía un pequeño patio trasero con una caseta para guardar muebles o incluso un vehículo. Un gran árbol, cuya copa se elevaba sobre las buhardillas del desván, se alzaba en el centro del patio y, por su aspecto, Max imaginó que llevaba allí más de doscientos años.
Tras el patio, limitado por la cerca que envolvía la casa, se extendía un campo de hierbas salvajes y, unos cien metros más allá, se levantaba lo que parecía un pequeño recinto rodeado por un muro de piedra blanquecina. La vegetación había invadido el lugar y lo había transformado en una pequeña jungla de la que emergían lo que a Max le parecían figuras: figuras humanas. Las últimas luces del día caían sobre el campo y Max tuvo que forzar la vista. Era un jardín abandonado. Un jardín de estatuas. Max contempló hipnotizado el extraño espectáculo de las estatuas apresadas por la maleza y encerradas en aquel recinto, que hacía pensar en un pequeño cementerio de pueblo. Un portón de lanzas de metal selladas con cadenas franqueaba el paso al interior. En lo alto de las lanzas, Max pudo distinguir un escudo formado por una estrella de seis puntas. A lo lejos, más allá del jardín de estatuas, se alzaba el umbral de un denso bosque que parecía prolongarse durante millas.
- ¿Has hecho algún descubrimiento? -la voz de la madre a sus espaldas le sacó del trance en que aquella visión le había sumido -.Ya pensábamos que las arañas habían podido contigo.
- ¿Sabías que ahí detrás, junto al bosque, hay un jardín de estatuas? -Max señaló hacia el recinto de piedra y su madre se asomó al ventanal.
- Está anocheciendo. Tu padre y yo vamos a ir al pueblo a buscar algo para cenar, al menos hasta que mañana podamos comprar provisiones. Os quedáis solos. Vigila a Irina.
Max asintió. Su madre le besó ligeramente la mejilla y se dirigió escaleras abajo. Max fijó de nuevo la mirada en el jardín de estatuas, cuyas siluetas se fundían paulatinamente con la bruma crepuscular. La brisa había empezado a refrescar. Max cerró la ventana y se dispuso a hacer lo propio en el resto de habitaciones. La pequeña Irina se reunió con él en el pasillo.
- ¿Eran grandes? -preguntó, fascinada.
Max dudó un segundo.
- Las arañas, Max. ¿Eran grandes?
- Como un puño -respondió Max solemnemente.
- ¡Guau!
Al día siguiente, poco antes del amanecer, Max pudo oír cómo una figura en vuelta en la bruma nocturna le susurraba unas palabras en el oído. Se incorporó de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza y la respiración entrecortada. Estaba solo en su habitación. La imagen de aquella silueta oscura murmurando en la penumbra con la que había soñado se desvaneció en unos segundos. Extendió la mano hasta la mesita de noche y encendió la lamparilla que Maximilian Carver había reparado la tarde anterior.
A través de la ventana las primeras luces del día despuntaban sobre el bosque. Una niebla recorría lentamente el campo de hierbas salvajes y la brisa abría claros a través de los cuales se entreveían las siluetas del jardín de estatuas. Max tomó su reloj de bolsillo de la mesita de noche y lo abrió. Las esferas de lunas sonrientes brillaban como láminas de oro. Faltaban unos minutos para las seis de la mañana.
Max se vistió en silencio y bajó las escaleras sigilosamente, con la intención de no despertar al resto de la familia. Se dirigió hacia la cocina donde los restos de la cena de la noche anterior permanecían en la mesa de madera. Abrió la puerta de la cocina que daba al patio trasero y salió al exterior. El aire frío y húmedo del amanecer mordía la piel. Max cruzó el patio silenciosamente hasta la puerta de la cerca y, cerrándola a sus espaldas, se adentró en la niebla en dirección al jardín de estatuas.
El camino a través de la niebla se le hizo más largo de lo que imaginaba. Desde la ventana de su habitación, el recinto de piedra parecía encontrarse a unos cien metros de la casa. Sin embargo, mientras caminaba entre las hierbas salvajes, Max creía haber recorrido más de trescientos metros cuando, de entre la bruma, emergió el portal de lanzas del jardín de estatuas.
Una cadena oxidada rodeaba los barrotes de metal ennegrecido, sellada con un viejo candado al que el tiempo había teñido de un color mortecino. Max apoyó el rostro entre las lanzas de la puerta y examinó el interior. La maleza había ido ganando terreno durante los años y confería al lugar el aspecto de un invernadero abandonado. Max pensó que probablemente nadie había puesto los pies en aquel lugar en mucho tiempo y que quien fuera el guardián de aquel jardín de estatuas hacia ya muchos años que había desaparecido.
Max miró alrededor y encontró una piedra del tamaño de su mano junto al muro del jardín. La asió y golpeó con fuerza el candado que unía los extremos de la cadena una y otra vez, hasta que el aro envejecido cedió a los envites de la piedra. La cadena quedó libre, balanceándose sobre los barrotes como trenzas de una cabellera metálica. Max empujó con fuerza los barrotes y sintió cómo cedían perezosamente hacia el interior. Cuando la abertura entre las dos hojas de la puerta fue lo suficientemente amplia como para permitirle pasar, Max descansó un segundo y entró en el recinto.