- Buenas noches -contestó Max.
Max esperó a escuchar la puerta de la habitación de Alicia cerrarse y se sentó en la butaca del salón, junto al proyector. Desde allí podía escuchar a sus padres hablar a media voz en su habitación. El resto de la casa se sumió en el silencio nocturno, apenas enturbiado por el sonido del mar rompiendo en la playa. Max comprobó que alguien le miraba desde el pie de las escaleras. Los ojos amarillentos y brillantes del gato de Irina le observaban fijamente. Max devolvió la mirada al felino.
- Largo -le ordenó.
El gato le sostuvo la mirada durante unos segundos y luego se perdió en las sombras. Max se incorporó y empezó a recoger el proyector y la película. Pensó en llevar de nuevo el equipo al garaje pero la idea de salir afuera en plena noche le resultó poco seductora. Apagó las luces de la casa y subió hasta su cuarto. Atisbó a través de la ventana en dirección al jardín de estatuas, indistinguible en la negrura de la noche. Se tendió en la cama y apagó la lamparilla de la mesita de noche. Al contrario de lo que Max esperaba, la última imagen que desfiló por su mente aquella madrugada antes de sucumbir al sueño no fue el siniestro paseo cinematográfico por el jardín de estatuas, sino aquella sonrisa inesperada de su hermana Alicia minutos antes en el salón. Había sido un gesto aparentemente insignificante pero, por algún motivo que no acertaba a comprender, Max intuyó que se había abierto una puerta entre ellos y que, desde aquella noche, nunca volvería a ver a su hermana como a una desconocida.
Poco después del amanecer, Alicia abrió los ojos y descubrió que tras el cristal de su ventana dos profundos ojos amarillos la miraban fijamente. Alicia se incorporó súbitamente y el gato de Irina, sin prisa, se retiró del alféizar de la ventana. Detestaba a aquel animal, su conducta altiva y aquel olor penetrante que le precedía y delataba su presencia antes de que entrase en una habitación. No era la primera vez que lo había sorprendido escrutándola furtivamente. Desde el momento en que Irina consiguió traer el odioso felino a la casa de la playa, Alicia había observado que a menudo el animal permanecía inmóvil durante minutos, vigilante, espiando los movimientos de algún miembro de la familia desde el umbral de una puerta o escondido en las sombras. Secretamente, Alicia acariciaba la idea de que algún perro callejero diera buena cuenta de él en alguno de sus paseos nocturnos.
En el exterior, el cielo estaba perdiendo el tinte púrpura que siempre acompañaba al alba y los primeros rayos de un intenso sol se perfilaban sobre el bosque que se extendía más allá del jardín de estatuas. Todavía faltaban por lo menos un par de horas para que el amigo de Max pasara a buscarles. Volvió a arroparse en la cama y, aunque sabía que no volvería a dormirse otra vez, cerró los ojos y escuchó el sonido distante del mar rompiendo en la playa. Una hora más tarde, Max golpeó suavemente en su puerta con los nudillos. Alicia bajó las escaleras de puntillas. Max y su amigo esperaban afuera, en el porche. Antes de salir se detuvo un segundo en el vestíbulo y pudo es cuchar las voces de los dos chicos charlando. Respiró hondo y abrió la puerta.
Max, apoyado en la baranda del porche, se volvió y sonrió. Junto a él había un chico de tez profundamente bronceada y cabello pajizo que le sacaba casi un palmo a Max.
- Éste es Roland -intervino Max -. Roland, mi hermana Alicia.
Roland asintió cordialmente y desvió la vista hacia las bicicletas, pero a Max no se le escapó el juego de miradas que en cuestión de décimas de segundo se había cruzado entre su amigo y Alicia. Sonrió para sus adentros y pensó que aquello iba a ser más divertido de lo que esperaba.
- ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Alicia -. Sólo hay dos bicicletas.
- Yo creo que Roland puede llevarte en la suya -respondió Max -. ¿No, Roland?
Roland clavó la vista en el suelo.
- Sí, claro murmuró. Pero tú llevas el equipo.
Max sujetó el equipo de buceo que Roland había traído con un tensor en la plataforma que había tras el sillón de su bicicleta. Sabía que había otra bicicleta en el cobertizo del garaje, pero la idea de que Roland llevase a su hermana le divertía. Alicia se sentó sobre la barra de la bicicleta y se aferró al cuello de Roland. Bajo la piel curtida por el sol, Max advirtió que Roland luchaba inútilmente por no sonrojarse.
- Lista -dijo Alicia -. Espero no pesar demasiado.
- Andando -sentenció Max y empezó a pedalear por el camino de la playa seguido de Roland y Alicia.
Al poco, Roland le tomó la delantera y, una vez más, Max tuvo que apretar la marcha para no quedarse rezagado.
- ¿Vas bien? -preguntó Roland a Alicia.
Alicia asintió y contempló cómo la casa de la playa se iba perdiendo en la distancia.
La playa del extremo sur al otro lado del pueblo formaba una media luna extensa y desolada. No era una playa de arena, sino que estaba cubierta por pequeños guijarros pulidos por el mar y plagados de conchas y restos marinos que el oleaje y la marea dejaban secarse al sol. Tras la playa, ascendiendo casi en vertical, se levantaba una pared de acantilados escarpados en cuya cima, oscura y solitaria, se alzaba la torre del faro.
- Ése es el faro de mi abuelo -señaló Roland mientras dejaban las bicicletas junto a uno de los caminos que descendían entre las rocas hasta la playa.
- ¿Vivís los dos allí? -preguntó Alicia.
- Más o menos -respondió Roland -. Con el tiempo he construido una pequeña cabaña aquí abajo en la playa y se puede decir que casi es mi casa.
- ¿Tu propia cabaña? -inquirió Max, tratando de localizarla con la vista.
- Desde aquí no la verás -aclaró Roland -. En realidad era un viejo cobertizo de pescadores abandonado. La arreglé y ahora no está mal. Ya la veréis.
Roland los guió hasta la playa y una vez allí se quitó las sandalias. El Sol se alzaba en el cielo y el mar brillaba como una lámina de plata fundida. La playa estaba desierta y una brisa impregnada de salitre soplaba desde el océano.
- Vigilad con estas piedras. Yo estoy acostumbrado, pero es fácil caerse si no tienes práctica.
Alicia y su hermano siguieron a Roland a través de la playa hasta su cabaña. Se trataba de una pequeña cabina de madera pintada de azul y rojo. La cabaña tenía un pequeño porche y Max advirtió un farol oxidado que pendía de una cadena.
- Eso es del barco -explicó Roland -. He sacado un montón de cosas de allí abajo y las he traído a la cabaña. ¿Qué os parece?
- Es fantástica -exclamó Alicia -. ¿Duermes aquí?
- A veces, sobre todo en verano. En invierno, aparte del frío, no me gusta dejar solo al abuelo arriba.
Roland abrió la puerta de la cabaña y cedió el paso a Alicia y Max.
- Adelante. Bienvenidos a palacio.
El interior de la cabaña de Roland parecía uno de esos viejos bazares de antigüedades marineras. El botín que Roland había arrebatado durante años al mar relucía en la penumbra como un museo de misteriosos tesoros de leyenda.
- No son más que baratijas -dijo Roland -, pero las colecciono. A lo mejor hoy sacamos algo.
El resto de la cabaña se componía de un viejo armario, una mesa, unas cuantas sillas y un camastro sobre el que había unas estanterías con algunos libros y una lámpara de aceite.
- Me encantaría tener una casa como ésta -murmuró Max.
Roland sonrió, escéptico.
- Se aceptan ofertas -bromeó Roland, visiblemente orgulloso ante la impresión que su cabaña había despertado en sus amigos -. Bueno, ahora al agua.
Siguieron a Roland hasta la orilla de la playa y una vez allí Roland empezó a deshacer el fardo que contenía el equipo de buceo.
- El barco está a unos veinticinco o treinta metros de la orilla. Esta playa es más profunda de lo que parece; a los tres metros ya no se hace pie. El casco está a unos diez metros de profundidad -explicó Roland.