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El notario volvió a encender la cerilla.

Como si nada pasara, el tío Ali se siguió frotando la cara con su pañuelo. Se hubiera dicho que había perdido todo interés en la subasta.

El silencio era total. Pasó casi un minuto. Ya'kub no dejaba de mirar la cerilla: estaba hipnotizado por cómo el fuego iba consumiendo la pequeña madera. Y cuando parecía imposible que aquello siguiera ardiendo ni un segundo más, el tío Ali dijo en voz baja:

– Doscientos cincuenta.

Sobre el rescoldo, justo antes de que la llama titubeara y se deshiciera en humo negro o tal vez habiéndose ya deshecho, no es posible saberlo, la vista no alcanzaba a ser tan rápida, el Bey contestó:

– ¡No!

Entonces el tío Ali giró la cabeza y miró al notario.

– La cerilla estaba encendida, Ali -dijo Afifi Bey-, aún ardía. La subasta sigue.

– Si consigue vencerte -Ya'kub había preguntado a su padre-, ¿seremos pobres? -El Bey había sonreído sin decir nada.

– Novecientos cincuenta.

– No. -El tío Ali volvió a guardar silencio durante un minuto interminable-. Trescientas mil guineas -dijo por fin.

– No -fue la contestación inmediata. Con lentitud extrema, el tiempo corrió hasta que se apagó la cerilla.

Estuvieron así durante un buen rato, intercambiando voces como si se tratara de un combate de esgrima. De hecho, a Jamie le hubiera gustado que fuera esgrima: su padre era un gran campeón en ese deporte de caballeros y se decía que concurriría a las siguientes Olimpiadas, las de París, en 1924, en representación de Egipto. Aparte de que enfrentarse al tío Ali a florete… Tuvo que dejar do pensar en ello para que no le diera la risa. De vez en cuando sentía su mirada pasándole por encima como la ráfaga de un faro de mar y el muchacho se esforzaba en permanecer inmóvil, sin que se le cambiara la expresión.

Y Ya'kub recuerda aquella noche como una de las más aterradoras de su vida.

Los dos contendientes parecían haberse decidido a no cambiar la táctica que cada uno estaba utilizando: el tío Ali esperaba hasta el último segundo para hacer su apuesta y el Bey, por el contrario, cuando le tocaba, rechazaba la última oferta y dejaba correr el tiempo hasta que se apagara la cerilla.

Así siguieron uno y otro, acercando posiciones pero lejos aún.

Sin embargo, cuando el Bey, en vez de dejar correr el tiempo hasta la siguiente cerilla, dijo «ochocientas mil» en el último instante de llama, el tío Ali estaba preparado.

– ¡No! -gritó, y en el mismo suspiro añadió-: Medio millón.

Y la cerilla se apagó sin remisión.

Ya'kub notó que se le cerraba la garganta mientras del pecho le subía un sollozo que a duras penas fue capaz de contener. ¡Habían sido derrotados! El tío Ali lo miró brevemente. En sus ojos sólo había desprecio.

De la familia de gorrones salió un murmullo colectivo.

– Alhamdulillah -dijo el tío Ali-. Se ha hecho la voluntad de Alá el misericordioso. Felicitémonos de la conclusión tan beneficiosa de este asunto.

– Así sea, alabado Alá el misericordioso, el más grande. -No le temblaba la voz al Bey y por fin su hijo lo miró. Estaba absolutamente impasible.

– ¡Quinientos mil ginaih, sobrino! No está nada mal, ¿eh?

El Bey se encogió de hombros.

– ¿Doble o nada? -preguntó tío Ali-. Nos lo jugamos todo a una partida de tric-trac. Una sola. ¿Quieres?

Hubo un largo silencio. Luego, el padre de Jamie giró la cabeza para mirar directamente a su tío.

– Has dicho que se ha hecho la voluntad de Alá. ¿Por qué quieres contrariarla?

Ali levantó las manos con las palmas hacia arriba, pero no dijo nada.

– Por una noche es suficiente -dijo Ahmed Hassanein Bey secamente. Y se puso de pie.

Capítulo 4

Dice mi padre que ahora el Bey se va a pegar un tiro -aseguró Hamid, el hijo de Mahmud.

– ¡Mentira! -exclamó Ya'kub-. Haram! ¡Avergüénzate! Mi padre no se suicidará…

– Pues dicen que cuando pierdes es lo menos que puedes hacer.

– ¿Mi padre perder? ¿Qué ha perdido?

– Su subasta con el tío Ali, eso es lo que ha perdido.

– ¡Pero si lo hizo adrede! -gritó Ya'kub.

No estaba muy seguro, pero, como le parecía imposible que alguien derrotara a su padre de ninguna de las maneras, no se le ocurría otra explicación: había querido perder. Además, ¿cómo iba a confesarle a Hamid que no sabía las razones por las que el Bey había perdido la subasta? Y, desde luego, en ningún momento pensó que había sido por culpa de las cerillas.

– ¿Adrede?

– Claro. No te lo puedo explicar porque es un secreto, pero el Bey quería perder.

Hamid se separó un poco de él para mirarle mejor. Había en su rostro una expresión de incredulidad.

– ¿Quería perder? ¿Me lo dices en serio? ¿Seguro?

– ¿Tú qué crees?

– Shish! -exclamó su amigo, derrotado por un argumento superior. Miró al aire un momento-. Oye, ¿ya sabéis cuándo os vais al desierto?

– No… Pronto, supongo.

– Os moriréis de sed. Dice mi padre que no duraréis más de diez días y que los senussi os habrán envenenado el agua y que se os hinchará la lengua.

A Ya'kub le dio un vuelco el corazón.

– No es verdad.

– ¿Lo sabes tú, que eres inglés y no has visto el desierto en tu vida, o mi padre, que es cairota?

– ¡Yo también soy egipcio! Bueno, soy inglés pero soy egipcio.

– Pero no egipcio como mi padre.

– ¿Y el mío, qué?

Hamid titubeó. Y luego, bajando la vista, añadió:

– Me gustaría ir con vosotros.

– ¿Con nosotros? ¿Estás loco?

– Nunca he salido de mí barrio.

Ya'kub se encogió de hombros.

– Padre -preguntó aquella noche durante la cena-, ¿cuándo nos vamos al desierto?

Frunciendo el ceño con un leve gesto de impaciencia, el Bey contestó:

– Hay muchas cosas que hacer antes de irnos, Ya'kub.

– ¿Como qué?

– Debemos organizar los pertrechos, las tiendas de campaña, las armas que llevaremos. Tenemos que contratar a guías, porteadores, pastores… Comprar cabras y gallinas…, camellos…

– ¿Todo eso? ¿Y cómo lo vamos a transportar?

El Bey sonrió.

– No lo llevaremos todo desde aquí, Ya'kub. Sería una pérdida de tiempo. No. Montaremos la caravana por etapas. Compraremos los pertrechos más modernos aquí, en El Cairo. Luego iremos hacia el este, hacia la frontera libia. Hay unas trescientas millas entre Alejandría y Sollum y las recorreremos a bordo de un paquebote de la armada egipcia… si el jedive Fuad nos lo autoriza, que creo que sí. En Sollum, un puertecillo que conozco bien -sonrió de nuevo-, nos haremos con una primera caravana de porteadores y camellos para que nos lleven al oasis de Jaghbub. -Se tocó la frente con las puntas de los dedos de ambas manos-. Desde allí empezará en serio nuestra aventura. Es preciso que te prepares, hijo mío, es preciso que pienses en los sacrificios que exige este desierto, pero también en que las satisfacciones serán muchas. Yo te protegeré y te ayudaré, pero debes tener en cuenta que los sufrimientos serán sólo tuyos…

Saber que él estaría a su lado sirvió a Ya'kub de gran consuelo, pero hizo poco para disminuir el miedo que este desconocido desierto de su padre le producía.

– ¿Será todo desierto, padre?

– Comprendo bien el miedo que te causa, hijo… Sí, será todo desierto. No habrá descanso. Sólo nos detendremos y descansaremos en los oasis que vayamos encontrando, primero Siwa, después Jaghbub al oeste, después Kufra al sur, pero nuestras paradas serán, sobre todo, en los pozos que alcancemos. Lo más importante de un viaje por el desierto es siempre el agua. No podríamos sobrevivir sin ella. Necesitamos ir de pozo en pozo para no morir de sed. Y más cuando no sepamos lo que nos espera cada día detrás del horizonte. En fin -suspiró como queriendo sacudirse de encima algún mal presagio-, Jaghbub es el camino hacia el desierto de Cirenaica; por él pasan todas las caravanas que van hacia el sur. Como dice un viejo jefe de tribu al que conozco, el desierto es un mar y Jalo es su puerto. Pero, además, busco dos oasis de los que muchos hablan y nadie parece haber visto nunca. Mira, ven.