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– Que Alá, el más grande, sea bendecido. Déjalos que hablen. Tengo sobre todos ellos una ventaja: soy rico, no me importa gran cosa y no necesito más. Alhamdulillah. Y encima me he librado de la gestión de la empresa. Y, además, los ingleses nos acaban de devolver la independencia.

– ¿Nos han devuelto qué? ¿La independencia? Ni tú mismo te lo crees, Ahmed. Estamos en 1922. Despierta. ¿Se han ido los soldados ingleses? ¿Ha entregado el mando de los ejércitos el sirdar inglés? ¡Vamos, amigo mío!

El Bey permaneció impasible unos instantes. Luego se abotonó el chaleco y uno de los sirvientes nubios le ayudó a ponerse la chaqueta.

– Veamos qué hace el joven Jamie. ¿A ti qué te parece? Este viaje al desierto es muy importante para convertirlo en un hombre hecho y derecho.

– Lo sé bien, Ahmed, aunque esto que te propones es muy duro. Serán muchos meses de viaje a lomos de camello… Ya'kub es muy joven. Es un niño.

– También llevamos caballos. Y, además, ha sido él quien ha pedido acompañarme.

– Bah… Cuando te lo pidió no sabía a lo que se exponía. Eres su héroe y cree que contigo está a salvo de cualquier peligro. Pero tu hijo está aprendiendo a vivir y es aún muy endeble, como un junco.

– Cuando yo tenía su edad, mi padre me mandó andando del oasis de Bahariya al de Farafra con la cálida compañía de un camello y un viejo beduino; salimos con sólo un odre de agua y tardamos una semana en hacer el viaje. Cuando llegamos, tenía las mejillas en carne viva y la nariz pelada y me sangraban los pies. Al cuarto día se nos había muerto el camello y el beduino había dejado de hablar… Pues, ¿sabes lo que te digo? Después de aquel viaje iniciático, siempre preferiré el desierto a las ceremonias y honores de la corte y a las tonterías de El Cairo elegante. Prefiero una tienda de campaña a estos mármoles y estucos -añadió señalando la habitación con un gesto circular de la mano.

– En fin, será lo que tú digas. Lo que tú digas. Pero días y días de desierto no dejan de ser muy duros y, desde luego, peligrosos para un joven inglés, por mucho que se haya adaptado a la vida de aquí. ¿Crees que está preparado?

– Su amigo Hamid, el hijo de mi viejo sirviente Mahmud, viene con nosotros. Son buenos compañeros y me parece que Hamid le mantendrá los pies en el suelo.

– ¿Qué diría su madre si supiera lo que vas a hacer con él?

– ¿Su madre? ¿Y qué tiene que ver su madre en todo esto?

– No sé, Ahmed, algo le preocupará el bienestar de su único hijo…

– ¿Algo le preocupará? ¿A esa cabeza de chorlito medio alcohólica que lo único que quiere es hacerse pasar por una princesa romántica del desierto? ¿Qué tonterías son esas, Amr?

Ma'alouf levantó ambas manos.

– Está bien, está bien. No digo más. Tú sabrás lo que haces, Ahmed.

– ¿Sabes por lo que le ha dado ahora a mi hijo?

– Lo sé, lo sé. La princesa Nadia. Me lo ha dicho. Con quince años, ¿qué quieres que haga? El chico está como una pantera encelada. Y convendrás conmigo en que la joven es una preciosidad. Hasta a mí me tentaría.

– ¿A ti?

– Bueno, es un decir.

– Puede que haya llegado el momento de que lleves a Jamie a alguno de los cafés que frecuentas… por ahí, en Khan al-Khalili. ¿El Fishawy, tal vez? ¿El del viejo Kirsha en el callejón Midaq? Vaya, que el muchacho se desfogue. Tú sabrás…

– A los quince años el amor es puro, Ahmed.

Un ayudante militar vestido de gala esperaba en la puerta principal del palacio de Abdin, al pie de los cuatro escalones por los que se accedía al enorme vestíbulo desde el que arrancaba la gran escalera de mármol por la que se entraba al gigantesco salón de recepciones. Un sirviente nubio enteramente de blanco abrió la portezuela del auto para que el Bey y Ya'kub pudieran bajarse de él. El ayudante se cuadró y saludó militarmente. Luego dijo:

– Síganme, por favor; su majestad los espera en el estanque.

La comitiva de tres echó a andar con paso vivo, atravesando corredores, salas, antecámaras, vestíbulos y salones hasta que volvieron a salir al exterior por la parte de atrás del palacio, al gran jardín en el que se encontraba el pabellón de la piscina.

– Ya sé, ya sé -dijo en inglés con fuerte acento italiano una voz que salía de detrás de una de las columnas del pabellón-. El monumento es horrible, pero lo mandó construir mi padre y debe ser conservado… -Y apareció la corpulenta figura del rey Fuad. Estaba vestido a la europea y en la mano llevaba un espantamoscas de paja-. Son los más eficaces -dijo, agitándolo en el aire-, plebeyos, pero eficaces. Las moscas no parecen distinguir la sangre azul de la roja. Acercaos.

– Señor -dijo el Bey haciendo una gran inclinación de cabeza.

– Sube hasta aquí, Ahmed -ordenó el Rey señalando la escalera por la que se accedía a la recargada veranda-. ¡Ah! Y ese joven que se esconde detrás de ti tiene que ser Ya'kub, tu hijo inglezi. Ven que te veamos.

Ya'kub tragó saliva y, sin decir nada, subió los veintiún escalones hasta donde estaba Fuad. Se le hicieron eternos.

– Una de estas moscas se ha tragado tu lengua, jovencito. Salúdame.

Ya'kub carraspeó e inició la profunda reverencia que había ensayado con su padre, pero en el mismo gesto notó que el fez resbalaba de su cabeza y se iba al suelo sin remedio. Intentó retenerlo, aunque hay pocas cosas más difíciles que agarrar en el aire un sombrero perfectamente redondo y carente de alas por las que sujetarlo: el fez dio varias volteretas entre las manos y los brazos de Ya'kub y acabó rodando y dando tumbos hasta el pie de la escalera.

Desde detrás de donde estaba el Rey, pudo oírse una carcajada cantarina y alegre. Fuad se volvió.

– Me parece que es mi sobrina la que se ríe con tanta falta de respeto por las desgracias ajenas. -De golpe, la risa se cortó.

Sin atreverse a mirar a su padre, Ya'kub balbució:

– Lo siento. Yo… lo siento.

– Ahmed, deberías enseñar a tu hijo a llevar el tarboush.

– Bueno, majestad, en su descargo diré que es la primera vez que se lo pone.

– Mmm. A lo mejor, su cabeza de inglés no está hecha para llevar un fez. Acércate. -Mientras lo hacía, un sirviente nubio bajó hasta el mismo borde de la piscina, recogió el fez, subió los peldaños y se quedó inmóvil a un lado con el tarboush en la mano.

De cuanto siguió, Ya'kub guardaría sólo un recuerdo confuso y atropellado. Pensó en acercarse al nubio para recuperar el sombrero, pero una mirada de su padre lo clavó en el suelo. Al mismo tiempo, por detrás de una de las columnas, asomó una larga cabellera oscura que ondulaba, le pareció, como si fuera un río de seda con destellos de luz de luna llena. Después, apenas un ojo de párpado abombado con una ceja muy negra y muy espesa sobre una nariz recta y fuerte. Ya'kub pensó que se desmayaría un segundo después. Carraspeó para recuperar su aplomo y su voz.

– Vieni qua -insistió el Rey. Ya'kub se acercó y Fuad lo agarró por un hombro para conducirlo hacia unos amplios sofás en los que estaban sentadas varias mujeres-. Ahora que ya no hay peligro de que se te caiga el fez, ven a saludar a la Reina. -Y, en efecto, el chico se inclinó por fin sin mayores desastres ante una bellísima mujer vestida a la europea. La reina Nazli llevaba anudado a la garganta un gran collar de perlas rematado con un enorme brillante. A Ya'kub le pareció que aquella señora se había puesto una cantidad excesiva de colorete en las mejillas, pero supuso que en la corte las grandes damas tenían que maquillarse así, como las reinas faraónicas de la Antigüedad.