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– Tonterías, Ahmed. No sé por qué te dejo hacer estas locuras cuando, en realidad, haces más falta aquí que perdido en los oasis. En fin. Debes saber que es la última vez que te autorizo a marcharte. Ven y cuéntame tus planes. -Agarró al Bey por el brazo y ambos bajaron las escaleras hasta el estanque charlando animadamente.

Ya'kub se quedó en el pabellón, rodeado de las mujeres de compañía de la corte. Las mayores lo miraban con curiosidad, alguna hasta con concupiscencia, y las tres o cuatro más jóvenes, con mal disimulado interés. Sentada medio metro detrás del sillón que ocupaba la reina Nazli, Nadia se había quedado inmóvil en su silla sujetando el velo que le tapaba la cara, sin dejar de mirar al muchacho.

– Té -dijo la Reina secamente.

Dos criados nubios se agitaron y desaparecieron en busca de las bandejas con las que volvieron a los pocos instantes; en ellas traían un servicio completo de té a la inglesa con pequeños sandwiches y scones con nata y mermelada de albaricoque y de fresas. A Ya'kub se le hizo la boca agua.

– Ya'kub. Te llamas Ya'kub, ¿verdad? Acércate y siéntate aquí a mi lado. No has dicho ni una sola palabra desde que has llegado. Nadia, sírvenos un poco de té, a ver si se le deslía la lengua a este joven. Buena chica. Y dime, ¿vas al colegio en El Cairo?

– No, majestad. Iba al colegio en Oxford hasta que vine aquí hace un año, pero ahora estudio en casa con unos preceptores que me ha puesto mi padre. Sólo que ahora -levantó un poco la voz- dejaré de estudiar para acompañar a mi padre al desierto.

Por detrás de la Reina, Nadia le miró y se llevó la mano derecha al corazón. Bajó la cabeza y suspiró sin que nadie más que el chico alcanzara a verlo.

Después, la pequeña princesa sirvió una taza de té con un poco de leche, dio dos pasos y se la entregó a la Reina. Luego repitió la operación con Ya'kub. Cuando éste cogió la taza, sus dedos se rozaron y a Ya'kub le pareció que se desmayaría.

– Y cuéntame, ¿adónde te lleva Amr Ma'alouf por las noches, eh?

Ya'kub tragó saliva.

– ¿Amr? -dijo.

– Sí, Amr… Somos buenos amigos desde que éramos jóvenes. Lo conozco bien y no sé si te estará llevando por caminos de perdición. Dime, ¿te lleva por las noches al mercado del pescado en Zamalek o al Wijh al-Birka en Ezbekiya? ¿Al Wasaah?

– ¡No! -exclamó Ya'kub mirando a Nadia, que había fruncido el ceño con severidad-. Amr me enseña cosas de la historia de Egipto, me explica por qué El Cairo es como es…

– Te pasea por entre la chusma, vamos, los antros -interrumpió la Reina con irritación repentina-. Los pobres,

los sucios, los burdeles. Tengo que hablar con Amr. ¿Sabes que los soldados ingleses…?

– ¡No! -repitió, e intentó explicar que sus paseos con Amr eran mucho más inocentes, pero la mirada de la reina Nazli lo enmudeció de golpe.

– ¿Sabes que durante la Gran Guerra los soldados ingleses venían aquí, a El Cairo, como si esta ciudad fuera un gigantesco burdel? ¿Se puede ser menos respetuoso con un país entero? Se lo dije a Reginald Wingate, se lo he repetido al vizconde Allenby. Dos gobernadores británicos todopoderosos e incapaces de controlar a la gentuza en la que mandan -añadió con enfado, dando una sonora palmada-. ¡Aj! -exclamó por fin con disgusto-. ¡Ahmed! -llamó al Bey, que volvía de su pequeño paseo con Fuad-, he estado explicándole a tu hijo que no estoy segura de que Amr Ma'alouf sea la mejor compañía posible…

– Bueno, majestad, yo no me preocuparía demasiado. Los vigilo a los dos muy de cerca -contestó el Bey con una sonrisa.

– Tú sabrás, es tu hijo. Quieres hacer de él un egipcio, no un golfillo, estoy segura. ¡Ah! -dijo de pronto, mirando hacia el jardín-, aquí viene un pequeño golfillo real.

En efecto, escoltado por un enorme eunuco, apareció corriendo por entre los macizos de flores un pequeño niño de unos dos años de edad.

– ¡Faruk! Ven aquí, mi pequeño rey. Mira quién está: el tío Ahmed. Ven. Corre a saludarlo. -Dando gritos de alegría y riendo como un loco, el bebé subió la escalinata ayudándose con las manos y a toda la velocidad que le permitían sus pequeñas piernas y se abalanzó sobre el Bey, que lo esperaba con los brazos abiertos.

– ¡Hola, pequeño! -exclamó el Bey en un tono de voz de tal liviandad que Ya'kub no fue capaz de reconocerla en boca de su padre.

El Bey cogió al niño y lo alzó en volandas con la familiaridad de quien ha repetido el mismo gesto muchas veces. Cuando le preguntó por la razón de esta actitud tan desconocida de su padre, Amr le explicó:

– Tu padre es como el preceptor del príncipe heredero; bueno, no como: es el preceptor, un honor que le han impuesto como amigo especial de la familia real. En fin, lo hace por lealtad y -añadió con picardía- por su especial amistad con la reina Nazli.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada, que la Reina y tu padre son muy buenos amigos desde antes de que ella se casara con Fuad.

Más tarde, cuando ya se despedían de la familia real, Ya'kub sintió de nuevo un roce en su mano, pero esta vez Nadia se las compuso para pasarle un pequeño papel doblado en dos. El muchacho sintió que enrojecía violentamente y miró hacia otro lado para disimular su confusión.

– Vuelve cuando venga tu padre -le ordenó la Reina-. Eres simpático y no queremos que tu contacto con Egipto se limite a las procacidades que te enseña Amr Ma'alouf.

Más tarde, Amr le explicó que, si bien sonreía y podía ser muy cordial, la reina Nazli tenía un carácter del diablo y pasaba del buen humor al enfado en un instante, en cuanto se sentía contrariada.

– Entonces hay que andarse con mucho cuidado con ella, Ya'kub.

En el mensaje del papel doblado, escrito apresuradamente a lápiz con una letra aún infantil, podía leerse: «Quiero verte».

Capítulo 6

Perdidos por una de las callejas de Wasaah, mal empedrada como todas y cruzada por riachuelos de basura, desagües de comida podrida y heces que se deslizaban por entre las piedras y la arena, Amr y Ya'kub iban adentrándose despacio por el barrio. Amr andaba como si fuera el rey de la noche, erguido, displicente, inalcanzable, inspirando tanto respeto que la gente se apartaba para dejarlo pasar, mientras que Ya'kub iba a su lado encogido, asustado y con un único deseo: marcharse de allí cuanto antes. Todo aquello le parecía repugnante, brutalmente alejado de su mundo, de los jardines del palacio de Abdin, de las mujeres de la corte, del amor, de Nadia, de los sirvientes nubios, de los perfumes de incienso, lavanda y espliego, de las bandejas y el servicio de plata para el té, del Bey, sobre todo del Bey. Y de Nadia.

Habían salido de los jardines de Ezbekiya por el lado opuesto a la plaza de la Ópera y al hotel Shepheard's. Parecía inconcebible cómo en apenas unos pasos la ciudad llegaba a transformarse de manera tan radical. Aquí era un parque elegante, lleno de fuentes y paseos que zigzagueaban en torno a delicados parterres plantados con cientos de variedades de flores y árboles exóticos, bordeado por hoteles de lujo y clubes exclusivos al estilo de los de Pall Mall de Londres, con restaurantes a la europea, como el St James's Grill Room, el Savoy Buffet o el Grand Café Égyptien en el que las noches eran animadas por una orquesta de mujeres bohemias. Pero a pocos metros de tan elegantes jardines, de pronto Ezbekiya se convertía en un ruidoso y mal alumbrado dédalo de pestilentes callejuelas ocupadas por los príncipes de la otra noche, los tullidos y los tuertos, los rateros y los soldados ingleses, los improvisados cocineros que, vestidos con galabías descoloridas y malolientes, asaban sobre inestables braseros mazorcas de maíz y patas de pollo, los cuentacuentos, curanderos, acróbatas, astrólogos y quirománticos, los zarrat, profesionales de la ventosidad, y las prostitutas sucias y desdentadas cuyos servicios se vendían por unas míseras piastras. Por entre todos circulaban carros tirados por asnos roñosos cargados hasta arriba con sacos de harina y arroz, odres de aceite y fardos de legumbres y verduras. Cada pocos metros, locales abiertos a la calle servían gahwa, café turco, y tés calientes de hibisco, canela y jengibre en invierno, y tamarindo, almendra y limón en verano. En las terrazas la gente, indiferente a cuanto le rodeaba, se sentaba a fumar el hubble-bubble, la pipa de agua en sus ornamentados recipientes de cobre y cristal, y en las profundidades oscuras de sus cuevas y cuchitriles, mujeres nubias y sudanesas comerciaban con el sexo por un chelín la vez, mientras de aquí y de allá llegaban poderosos efluvios de hashish.