De pronto Ya'kub se cortó en seco, se paró y, mirando a Amr, preguntó:
– ¿Por qué no le contaste a mi padre lo del papel de Nadia?
Amr se encogió de hombros.
– No le íbamos a preocupar sin necesidad.
– ¿Cómo es eso? ¿Sin necesidad? ¡No puedo no contestar a Nadia… no hacer nada! Me lo ha ordenado. Y además -bajó la cabeza-, tengo que verla. ¡Tengo que verla! ¡Ella quiere verme! Si no me ayudas tú, no sé qué haré… la tendré que buscar por mi cuenta…
– ¡No, eso no! Nos acabarían cortando el cuello a todos. -Rio-. No te preocupes, muchacho, ya se me ocurrirá algo.
– ¿Qué se te ocurrirá? Tiene que ser hoy, esta noche, Amr, ¡esta noche! ¡Por favor!
– Bueno, bueno. Dame tregua. ¡Qué impaciencia, que Alá se compadezca de mí!
Y con eso, se dio la vuelta y se encaró con el gran palacio de Kamal al-Din, que reinaba en la plaza de Ismail, blanquísimo en la oscuridad en contraste con la mole roja del Museo Egipcio, allá al fondo, y la fachada ocre de la vieja mezquita de Ornar Makram, a la izquierda. Entonces repitió:
– ¿Que se nos ocurra algo? Vamos a ver.
Y echó a andar hacia el palacio, seguido por Ya'kub. Llegaron a la verja que separaba la plaza del jardín y de la mole del palacete con su triple arco de entrada. Dos fieros sudaneses hacían guardia en la oscuridad, armados con mosquetones y cuchillos de hoja curva. Amr echó la mano atrás y la apoyó en el pecho de Ya'kub, que se hizo a un lado. Después se acercó a los sudaneses, que obviamente lo conocían, puesto que le saludaron con familiaridad. Se puso a hablar con ellos agitando mucho las manos. En un determinado momento, los tres profirieron una gran risotada y, finalmente, uno de los guardianes se dio la vuelta y desapareció en el interior del palacio.
Al poco, regresó con una mujer oronda y baja, envuelta por completo en una saya blanca. Amr se dirigió a ella con cierta deferencia y estuvieron charlando en voz baja hasta que ambos se volvieron hacia Ya'kub, apartado a unos metros, cerca de la verja. La mujer lo miró detenidamente durante un largo rato y luego, haciendo un gesto con la cabeza como si se sintiera satisfecha, regresó al interior del palacio.
Entonces Amr se acercó al muchacho.
– Sígueme -le ordenó.
Fueron caminando a lo largo de la verja que rodeaba el palacio hasta que llegaron a la parte trasera del jardín, la que daba sobre el Nilo. Allí, en medio de una maleza de Jacarandas, palmeras y buganvillas, había una portezuela de hierro forjado entreabierta. Amr la empujó y entró, tirando de Ya'kub para que le siguiera.
– Tienes cinco minutos -murmuró. Al chico, que había comprendido por fin de lo que se trataba, le empezaron a temblar las piernas de tal forma que mal apenas podía sostenerse en pie. Tuvo que apoyarse en el antebrazo de Amr para no caerse y recuperar la calma.
Lo primero que vio cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad fue a la mujer oronda de la saya blanca. Esperaba inmóvil al pie de un gran plátano, con las manos cruzadas sobre el vientre y la cara impasible. Pero al instante, se volvió hacia él y señaló con la barbilla al interior en sombras del jardín.
Ya'kub, con el corazón latiéndole como si se le fuera a salir del pecho y seguro de que le estallaría en la misma garganta antes incluso de dar dos o tres pasos más, anduvo despacio, casi a tientas, esperando la muerte a cada instante. Fue por un estrecho sendero hacia un bosquecillo lo suficientemente tupido como para que no pudiera verse la fachada posterior del palacio.
Y allí estaba Nadia, de pie, vestida con una blusa y unos pantalones bombachos de ligerísima seda; se cubría con un velo transparente, escondiendo su cara sin esconderla. Miró a Ya'kub con gran seriedad y, como si fuera lo más natural del mundo que éste hubiera cumplido a rajatabla sus órdenes, dijo:
– Has venido.
Ya'kub quiso hablar, pero se le había secado la boca y no consiguió articular palabra. Se puso como un tomate, aunque en la oscuridad su sonrojo no fuera perceptible. Temblaba como una hoja. Entonces Nadia susurró sonriendo:
– Se te ha vuelto a comer la lengua una mosca.
Luego dio un paso, dejó caer el velo, alargó la mano y le acarició la mejilla. Ya'kub ignoraba la clase de intimidad que aquel gesto encerraba. Lo desconocía todo de ese lenguaje, claro está, y le pareció que era normal y extraordinario a la vez que eso ocurriera entre ellos. Eso era lo que tenía que ocurrir entre ellos. Al mismo tiempo, le sacudió una poderosa oleada de sensualidad y, sin poderse resistir, no sabiendo qué otra cosa hacer, él también alargó una mano para rozar la mejilla de Nadia.
Pero Nadia, como si la mano de su amante fuera un pajarillo, la cazó al vuelo, se la llevó al pecho y dejó que anidara allí y que, con su temblor, la acariciara.
Ambos se quedaron sin habla.
Y Nadia, la más osada de los dos, rodeó con sus brazos el cuello de Ya'kub, se puso de puntillas y le besó ligeramente en los labios.
Amr carraspeó.
– Debemos irnos, Ya'kub.
– Pero Amr…
– Debemos irnos.
Nadia dio un paso hacia atrás. Suspiró.
– ¿Me lo traerás pronto? ¿Harás que venga?
Amr asintió.
– Esta parte de Wasaah se llama Wijh al-Birka, el espejo del lago, y de lago tiene, como verás, bien poco y menos aún de espejo -dijo Amr riendo. Iba alegre y satisfecho: además de esnob, era un romántico incurable y la visita al jardín de la princesa Nadia lo había colmado por completo. Señaló a la gente que deambulaba por aquellas callejuelas, a los soldados ingleses de uniforme y a los turistas a la caza de emociones fuertes, y añadió-: Mira: como alguno de ellos caiga en las garras de aquellas pulas repintadas que ves ahí esperando como si fueran animales de presa dispuestas a saltar desde detrás de las verjas de sus burdeles, lo desgarran y le sacan la piel a tiras. -Sacudió la cabeza-. Aquí, con respirar, te contagias de la sífilis.
Ya'kub quiso echarse para atrás y volver por donde habían venido, pero Amr lo sujetó por un brazo y le obligó a seguir.
– No te preocupes, que no te pasará nada, Ya'kub, pero tienes que ver al jeque Ibrahim al-Gharbi… Despacha ahí, a la vuelta de la esquina…
Y, en efecto, al doblar el esquinazo de una calle oscura, sentado en un banco con las piernas cruzadas, vestido como una mujer y cubierto por un velo blanco, apareció la monstruosa y obscena figura del gigantesco rey nubio de la noche apestando el aire con aroma de pachulí.
– ¡Ah! -exclamó con voz profunda y entonación amanerada al ver a Amr-. Amr Ma'alouf, mi hermano de Zamalek. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes en busca de algún efebo que satisfaga tus caprichos? ¡No! Oh, no, te veo bien acompañado. -Extendió una mano grotescamente enjoyada e intentó acariciar la cara de Ya'kub, que se echó hacia atrás con exagerada violencia-. ¡Un joven arisco! ¿Es tuyo o me lo quieres vender? Te pagaré mucho dinero por este rumy, por este rubio. -Rio alegremente.
– No, no, Ibrahim. Este joven, que es hijo de Ahmed Hassanein Bey…
– Alabado sea Alá el misericordioso… Me habían dicho que era guapo, pero… -Rio de nuevo con el repulsivo sobresalto de una vieja histérica.
– …y sufre mal de amores. Creo que necesita los riñones duros y cobrizos de una virgen nubia que lo cure de sus males.
– ¡No! -exclamó Ya'kub.
– ¿No? -preguntó Amr levantando las cejas.
– No quiero eso.
– Espera a que te enseñe la Venus que te voy a preparar -dijo entonces el jeque Al-Gharbi-. Caerás fulminado por ella y nunca querrás a nadie más. -Rio de nuevo y chasqueó los dedos. Uno de los jóvenes que pululaban a su alrededor salió disparado hacia la oscuridad-. Te costará sólo diez ginaih -añadió, mirando a Amr.